Juan Marsé - Si Te Dicen Que Cai

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En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha personal contra el franquismo, como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las `aventis`, un hallazgo que permite, a partir de historias inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo tiempo, extrañamente cotidiana.

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Decía que pusieron a hervir en la olla una cabeza de ajos y que sacaron agua con una pera de goma y se la metieron por el culo, pero el agua hirviendo le perforó los intestinos. Era un buen remedio contra los cucs. Y que oyó como un ruido de motor poniéndose en marcha y vio horrorizado que el techo bajaba muy despacio sobre su cabeza y que lo iba a aplastar con la araña negra iluminada, estaba cerca, cada vez más cerca y entonces lo durmieron con una inyección, dijo, creía estar en el hospital y dormido notó más picaduras, más chupadas, eran como inyecciones pero al revés: no que le entraran líquido, sino que se lo sacaban. Lo vaciaron, chavales, lo chuparon y desde entonces ya no hizo nada bueno, se ha muerto por falta de sangre, tenía que acabar así, pobre Luis, todos acabaremos así.

Policías con pesados abrigos oscuros descienden de un automóvil que echa humo por el radiador. Y tan cerca, casi tropiezas con ellos: bigotes recortados y pestañas de luto, dientes sucios que trituran palillos manchados de nicotina y de café. Y tú sin ver nada, Jaime: un gris con el naranjero asomándose en aquel portal, juraría que sí, ya es la segunda vez esta noche.

– Lo habrás soñado, Marcos -con el motor del Wanderer en marcha esperando a los demás frente al Banco Hispano Colonial de Hospitalet-. No se ve ni un alma.

– Pues ten los ojos bien abiertos.

– ¡Bah! Ojalá me hubiese quedado jugando a los dados… No terminó de decirlo, cegado por la explosión luminosa de los faros y gritándome ¡salta! Las balas pulverizaban los cristales cuando abrió la puerta para escapar, pero no hizo pie y cayó, se hundió en el suelo como si el Wanderer estuviera parado realmente al borde de un precipicio, y desapareció en la oscuridad con un grito de sorpresa y de dolor.

Luis Lage venía corriendo con el maletín, tras él Pepe y el Fusam agachados y detrás Bundó disparando a ciegas, diciéndose interiormente por tu culpa, jorobado asqueroso, te han seguido. Ya el «Taylor» suplía a Jaime al volante y acelerando me agarró del brazo diciendo adónde vas, déjale, no le encontrarán. Jaime había rodado por un terraplén de basuras y zarzales, le oímos gemir allá al fondo antes de irnos, se rompería un pie.

Pepe fue el último en subir al coche, ya con la bala en el hombro, ayudado por Palau. Al maniobrar en redondo, dos policías cayeron de bruces sobre la acera. Después, cerca de la base, en la barriada de La Torrasa, Bundó, que había estado disparando a través del cristal trasero, resbaló silenciosamente en el asiento junto a Lage. Corre, dijo, ayúdame, y sintió como una burbuja caliente reventando en su pecho.

– Se está muriendo, tú -dice Lage a Palau. Separa los dedos de Bundó uno a uno para quitarle la pistola y le susurra al oído-: Miguel, Miguel.

– Qué.

– No te muevas.

– Da igual…

Por las Ramblas subían hombres-anuncio en fila india, con paso cansino. El último vuelve la cabeza y mira con ojos de un azul apagado la fachada cenicienta de lo que fue hotel Falcón.

Tres meses después de la muerte de Bundó aparece Lage en la base con una postal de Toulouse: acaba de recibirla la Trini pero es para ti, Pepe, de Ramón, por fin, pide un contacto en la parada de tranvías de la calle Trafalgar el martes a las seis. Pepe coge la postal, mira detenidamente el matasellos, la letra temblorosa del cura, la firma. Eso es que viene mi hermano, dijo, ya era hora. Pero Palau refunfuña desconfiando mientras engrasa su pistola: no vayas, me silba el oído izquierdo.

– Te haces viejo, Palau -le respondió Pepe -. No hay nada que temer.

Pero apenas le darían tiempo para considerar que el carota tenía razón y que la postal era efectivamente una encerrona. Aquel martes le dolía la herida del hombro y entró en la farmacia cerca de la parada de tranvías en Trafalgar. Al salir troceaba la aspirina con los dientes, dicen, y su mano guardaba el tubo en el bolsillo con un gesto que seguramente sería interpretado como el de sacar la pistola. La ráfaga de los naranjeros alcanzó primero el tronco del árbol, y luego, levantando esquirlas de la acera, avanzó como un soplo de polvo hacia sus zapatos. Cayó para atrás con la gabardina abierta y la mano todavía en el bolsillo.

Y a partir de ahí, el vértigo del tiempo y la descomposición del sueño, la muerte y el silencio: cayendo en mitad de la calle una metralleta Stern y su cargador con los cartuchos a tope, rebotando despacio y sin ruido sobre el asfalto, como en sueños. El «Taylor» desangrado sobre el volante de una camioneta «rubia» con un tiro en la cabeza y otro en la espalda. El día anterior habían atracado una fábrica en las afueras: un golpe económico, aún les gustaba llamarlo así, creyendo sin duda que el grupo podría recuperar su antigua moral política gracias a la influencia del nuevo jefe, aquel hombre de ojos mongólicos y cabellos ungidos de noche que por fin llegó soñando con vengar a su hermano Pepe. Verás ahora, Jaime, todo va a cambiar, ya no volverás a escoñarte el tobillo por falta de entreno, éste es de los buenos, dicen que un día escapó del cerco de los civiles en una masía cabalgando a lomos de una vaca en medio del polvo y los tiros… ¿Qué no habrán contado de él? Al día siguiente del atraco tenían que reunirse en la plaza Molina, pero al llegar notaron algo raro en el ambiente y decidieron utilizar el siguiente punto de contacto, en la calle Arenys. Poco después llegó el Quico pero no conduciendo el Ford, sino un Renault 4-4 robado en la misma plaza Molina, donde efectivamente les habían preparado una encerrona.

– Adentro todos -echándose a un lado, dejando el volante al «Taylor»-. Y largo de aquí, volando -pero detrás apenas caben, un brusco bandazo lanza a Palau y a Lage contra la puerta mal cerrada, y de todos modos ya no irán muy lejos: el Quico creía que no les seguían, quizá es el único error que se le recuerda. La primera bala rompió el cristal trasero y, antes de hacer añicos el retrovisor, peinó al «Taylor». La segunda bala le destrozó la oreja. Algo en la luz intensa que de pronto entró por sus ojos e inundó su cabeza le dijo vas a morir. Detrás venía un coche negro y pronto llegarían dos camionetas de la policía armada. Navarro y el Fusam disparan entre los vidrios rotos. El «Taylor» cabecea y suelta el volante llevándose las manos a la cabeza. El coche, alcanzado en las ruedas traseras, se estrella de morros contra el farol abriéndose de golpe todas las puertas. Una acera desierta y un muro de ladrillo interminable, una calle sin un árbol, sin una puerta. ¡Fuera!, grita Navarro. El tableteo de las metralletas le crispa los nervios y salta a la acera con un impulso irreflexivo. Siente la primera descarga a un centímetro de la frente, la segunda le da de lleno en la cara y en el pecho y lo tira de espaldas. Cargándose el «Taylor» al hombro, Jaime corre hacia la «rubia» aparcada a unos quince metros mientras Palau dispara a resguardo del coche estrellado. Nota un estremecimiento del «Taylor» al recibir éste otra bala en la espalda y lo deja caer en el asiento junto al Quico, que ya pisa el acelerador. No se veía el Fusam por ninguna parte, y Lage y Palau tenían escasas posibilidades de pillar el coche en marcha. Lage lo consiguió, aprovechando que recogían a un policía herido en la pierna, y Palau, más distanciado, les hizo seña de que no pararan. Tuvieron tiempo de ver su metralleta rebotando sobre el asfalto mientras él se lanzaba corriendo hacia la esquina, hacia no sabía dónde, lejos de aquel mal sueño, de aquella definitiva derrota.

No habían de parar hasta la carretera de Cerdanyola, en pleno bosque. Luis Lage se apeó el primero y se fue sin decir palabra, no soportaba ver agonizar a un hombre así: doblado en el asiento, con la oreja izquierda llena de sangre hasta los bordes y la espalda empapada. Le pesaban los párpados, pero no tuvo tiempo de cerrar los ojos. Como si bruscamente Margarita estuviese a su lado, el «Taylor» notó un asombro y un dulce retroceso en la sangre. Cuando Jaime lo incorporó ya estaba muerto, y allí lo dejaron de bruces sobre el volante igual que si durmiera.

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