Juan Marsé - Si Te Dicen Que Cai

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En palabras del autor, la novela no es tanto una revancha personal contra el franquismo, como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Lo cual no quita para que, en efecto, la sórdida vida cotidiana en un barrio ya desaparecido (Guinardó) vuelva a ser el marco de unas historias en las que se entremezclan la sátira y la violencia sexual con una indiscutible riqueza de sensaciones y fantasías. Muchas de ellas se cuentan mediante las `aventis`, un hallazgo que permite, a partir de historias inventadas por unos niños nacidos de la violencia y criados en la calle, ir tejiendo una realidad alucinante y, al mismo tiempo, extrañamente cotidiana.

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19

Llovió durante tres días, el refugio se inundó y estuvieron una semana sin poder entrar en él. El cielo de nubes grises y panzudas colgando al fondo de la calle parecía una cueva de relámpagos, pero en realidad eran los chispazos rojos del trole del tranvía frotando el cable eléctrico. Frente a la churrería de la plaza Rovira, el Tetas juntaba calderilla para comprar una bolsita de patatas fritas y Martín recogía la parada de tebeos. Mingo bajaba corriendo por el Torrente de las Flores, se paró, jadeando, y dijo: chicos, ¿sabéis la noticia?, Luisito se ha muerto. El Tetas acabó de repartir las patatas, sopló la bolsa de papel y la explotó de un puñetazo. Hostia, dijo, hostia.

El viejo Mianet también se murió un día de primavera, lo encontraron caído bocarriba delante de la covacha que habitaba en la falda de la Montaña Pelada, rodeado de mariposas y de ginesta, un mar amarillo donde centelleaban al sol los espejitos de sus zapatos.

Al entierro de Luis fue mucha gente. Por una vez el Tetas y Amén se portaron como monaguillos formales, con los ojos chispeando lagrimitas. Todos entramos a verle estirado en el somier, tenía los labios prietos y sin color y los ojos disparejamente entrecerrados, la cara blanca y un rosario blanco enredado en las manos juntas. Lo habían vestido de flecha, con el machete y la boina roja, y parecía dormido. Ante él, de pie, Java tocaba casi el techo con la cabeza repeinada y untada con brillantina. La chabola olía a eucalipto hervido. Ni flores ni coronas, sólo nuestras brazadas de ginesta. Nos costaba creer que Luis estaba muerto, todavía ayer dábamos por seguro que seguía en un campamento invitado por Flecha Negra. Su madre, la rubianca guapa toda vestida de negro, lloraba sentada en la silla y enseñaba sin querer su trocito de muslo blanco como la nieve. La hermana de Luis jugaba en el portal. A su padre no le veíamos desde el año pasado, decían que se había peleado otra vez con la rubianca. Arrodillados delante del muerto y con las manos juntas, haciendo como si rezáramos al lado de la señorita Paulina, Mingo murmuró qué lástima de machete, a él ya no le servirá de nada, y Sarnita se arrastró de rodillas hasta Martín para llamarle la atención sobre las señales en el cuello de Luis, tres manchitas rojas debajo de la oreja, parecían picaduras de mosquito. Se la han chupado bien, deslizó al oído de Martín, y éste: el qué, y Sarnita con su aire de misterio: la sangre, chaval, ¿por qué crees que estaba tísico?

Los tísicos vampiros. Pero no se explicó con claridad hasta que el acompañamiento se puso en marcha detrás del carro de muertos. Ya eran las diez de la mañana pero aún no tenían hambre. Vieron un instante, confundido entre los hombres a la cabeza del duelo, la negra figura del «Taylor». Porque ésa fue la última vez que vieron vivo al pistolero, no olvidarían nunca aquella borrascosa expresión de ensueños y de peligros que les dedicó al volver la cabeza: sus implacables ojos de alquitrán, sus dientes blanquísimos y sonoros, su boca delgada y antigua de cantante de tangos. Iba sin hablar con nadie y parsimonioso, los brazos sueltos y separados del cuerpo, la cabeza y el trasero algo ladeados.

Decían que la rubianca aún se sacaba un sobresueldo en las sesiones de tarde de los cines de barrio, en plan de paji. Nunca creímos esa mentira asquerosa inventada por la gente y nunca le hablamos de ello a Luisito, que quería tanto a su madre; pero cuando los mamones de los Hermanos o de Los Luises querían hacer rabiar al chico contaban esta chafardería: de cuando un día Luis se sentó al lado de una pajillera en la oscuridad del cine, dicen, y le cogió la mano, y que madre e hijo se reconocieron por el tacto cuando él ya tenía la bragueta abierta. Dicen estos miserables que su madre le soltó una lluvia de tortas allí mismo, y que lo sacó a la calle a patadas y no paró de zurrarle hasta llegar a casa. Contada por Sarnita, esta aventi nos había hecho partir de risa muchas veces, pero en el entierro de Luis, cuando unos vecinos lo comentaban riéndose bajito, Sarnita los llamó embusteros, cabrones y mamones a grito pelado, y fue tal el escándalo que el empleado de la funeraria lo quería echar.

Después recordamos lo bueno que era, un chaval fermi dentro de su enfermedad, cojonudo, preocupado siempre por no parecer el más débil: por eso, dijo Sarnita, se hacía el valiente cuando el viejo Mianet, al volver de sus correrías por los pueblos, contaba aquellas historias de niños que eran raptados para chuparles la sangre y dársela a los tísicos, ¿os acordáis? Los vampiros tísicos. Cuando su padre desapareció por segunda vez, al poco de salir de la cárcel, su madre recibió una citación por escrito del consulado de Siam, se la trajo en mano un mecánico de la calle Industria: debía presentarse tal día a tal hora de la noche, que le darían noticias de un hermano suyo desaparecido en la guerra. La gente decía que este consulado mantenía contactos extraoficiales con un organismo republicano en el exilio encargado de notificar el paradero o la suerte de muchos de los nuestros a sus familiares. La rubianca quería ir, pero algún amigo, seguramente el «Taylor», la advirtió que de ninguna manera, que era una burda encerrona de la policía franquista, y rompió la papeleta. Luisito recogió los trozos y los pegó, se armó de valor y se presentó en el consulado de Siam.

Era noche cerrada cuando empujó la verja: un chalet en San Gervasio, con dos torres de cucurucho iluminadas y una música exótica y suave, nada hacía sospechar nada. Había unas altas sombras blanquecinas en el jardín, estatuas que parecían nevadas pero sólo eran cagadas de paloma. Abrió el secretario y Luis le entregó la citación explicando que venía en lugar de su madre, que estaba enferma. En una salita encontró hombres y mujeres que estaban allí por lo mismo; se miraban recelosos y repitiendo que no había nada que temer, que ya todo ha pasado, que los nacionales también saben perdonar y esto es un centro oficial extranjero y goza de inmunidad diplomática, podemos hablar sin miedo. Debían utilizar otra salida, porque las visitas que iban siendo introducidas al despacho del cónsul no volvían a salir por allí. Media hora después se quedó solo y entonces temió que se habían olvidado de él, creyó oír chirridos de cerrojos y gemidos, y los nervios le provocaron un ataque de tos que acabó en un vómito de sangre. Acudió presuroso el secretario, se asustó, trajo una toalla y un vaso de agua, le hizo tenderse en el diván y se fue. Poco después asomó la cabeza, comprobó que Luis estaba mejor, desapareció y volvió a aparecer con un cubo y un estropajo: ten la bondad de limpiar eso mientras tanto, muchacho, el señor cónsul te recibirá en seguida, mira, el lavabo está al final del pasillo a la derecha. Por encima del techo resonaban culatazos de fusiles, y en el lavabo, mientras vaciaba el cubo, oyó el primer alarido: no exactamente de dolor ni de terror, sino de algo que se muere de abandono o desesperanza, algo que ni siquiera parecía humano. Luego fueron creciendo los gemidos, los llantos. Él no se arredró. Salió del lavabo y abrió otra puerta: otro pasillo pero casi sin luz, con habitaciones-celda a derecha e izquierda, puertas reforzadas con tablas y listones, contraventanas clavadas y con rejas. El hedor era insoportable. El suelo estaba tan encharcado que casi se podían hacer olas con la mano. Algunos cuartos estaban tan herméticamente cerrados que no permitían ver nada; otros tenían mirilla: un anciano desnudo y con un gorro de papel en la cabeza, haciendo el saludo militar, y ante él una sombra golpeándole con vergajos; un joven cubierto de sudor y de vómitos, desmayado de pie entre cuatro paredes tan juntas que no podía tumbarse; un hombre colgado en la pared con los brazos abiertos, los pulgares traspasados por garfios; una mujer sentada sobre ladrillos clavados de canto en el pavimento y sin saber qué hacer con los pies descalzos, hinchados, sin uñas, recibiendo una bofetada que hizo brotar sangre de su nariz como de una cañería rota, salpicando la pared empapelada. Al fondo del pasillo, un cerrajero instalaba mirillas de hierro en las puertas, era el mismo individuo que fue a entregar la citación a su madre.

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