– Y estoy dispuesto a empezar otra vez. Entérate, puta.
– ¿Para eso has vuelto, para insultarme?
Su mujer sentada en la silla paticoja, gruñendo has asustado a la niña, no cambiarás nunca; su blanco pedazo de muslo y la liga negra, la radio en el aparador diciendo hoy termina el vergonzoso proceso de Nuremberg y ella llorando se levanta, echa la grasa en la sartén y pincha con el tenedor un cacho de pan, lo moja en la grasa fundiéndose y le pega dos mordiscos, los ojos en el vacío, masticando como alelada, llorando sin ninguna expresión. Lage con los puños crispados de pie en el centro de la barraca mira a la rubianca con una furia contenida, ella le dice cómo puedes hacer caso de habladurías, contradiciéndose: cómo traerles un poco de carne a tus hijos trabajando honradamente, cómo lo habrías hecho tú, dime, sollozando.
Sentado a la mesa, el «Taylor» reclama la atención de Lage y señala la radio:
– ¿Has oído? De ésos ya no se puede esperar nada -insistió en la idea tal vez para cambiar de tema, para cortar la pelea conyugal-. Nada. No han venido al terminar su guerra ni vendrán nunca.
Volviendo la espalda a su mujer, aplazando la bronca, Lage se sienta a la mesa frente al «Taylor».
– Qué esperabais. Yo siempre lo dije: van a dejar que nos pudramos. A ellos qué. Pero no hay que achicarse por eso, Meneses. Os encuentro acoquinados, coño.
Y qué quieres. Qué se podía hacer. Cómo extirpar aquel cáncer, aquella gangrena, cómo parar el tiempo: desde la muerte de Sendra ya no habrá quien los controle ni sujete, el Quico aún tardaría en coger las riendas y ya todos empezaban a campar por sus respetos, al margen de las consignas del grupo, dedicados a sus trapisondas: el gran Navarro y Jaime metidos en un asunto de menores, el Fusam asustando a los panaderos desaprensivos, el mismo Ramón no tardaría en distraer varios miles de sus entregas a la Central, vaya con el curita de manos blancas, y el carota de Palau recuerda, éste sí que ya había entrado en barrena, ni siquiera se tomaba la molestia de ir a esperarlos a la Rabassada: colándose en los coches cuando van a arrancar, en cualquier calle, clava la pistola en las costillas del conductor y lo obliga a meterse en algún callejón desierto, a veces ni eso.
– ¿Sabes que su mujer lo ha puesto de patitas en la calle? -el «Taylor» no ocultando por vez primera un cansancio vital en la mirada de terciopelo negro, una pesadez invencible en los párpados: su perfil pedroso, repelente y bello descomponiéndose tras el humo del cigarrillo, tras los vapores ya enervantes de aquella clandestinidad sin fin-. Sí. Parece que uno de sus golpes preferidos era seguir a su hijo al salir del taller, cuando iba a recados; al pobre chico le ha costado el empleo y seguramente una temporada en el correccional… Al final, el único razonable y sensato resultará ser Marcos; cada vez entiendo más el porqué de su miedo.
– Por todos los que liquidó en las cunetas.
– Por uno solo. Uno que se llamaba Conrado Galán. Pero no es lo mismo. Lo nuestro de ahora de verdad que es una vergüenza…
Ahora el «Taylor» se paseaba inquieto en torno a la mesa con las manos hundidas en los bolsillos de su fresco traje milrayas y repitiendo de verdad que esto es el acabóse, Luis, te lo digo yo, han olvidado por qué luchan, ya nadie quiere saber nada y, en fin, cada país tiene el gobierno que se merece, empiezo a creer que es verdad.
– Calma, muchacho. Todo se arreglará. ¿Qué hay de Ramón, no ha escrito, sigue en Francia?
– Estará al llegar, no sé.
– Pero bueno, aquí nadie sabe nada.
– Para qué.
– Verás cuando vuelva el Quico. ¿Y su hermano?
– Tiene a los suyos. Sólo nos llama de vez en cuando, y no a todos. Natural: ¿quién va a fiarse de unos carteristas y chorizos? Si vieras qué dos nuevos elementos ha traído Viñas, su cuñado y su hijo, qué par de animales.
Si los vieras a todos. Ya no parecen los mismos, endomingados y bebiendo coñac en la barra del Bolero con las furcias, el carota palmeando la espalda del Navarro muerto de la risa, o el trasero de las chicas que pasan por su lado. Si pudieras oírles hablando de los compañeros, burlándose de nosotros, llamándome rata y caguetas, no esperaba eso del carota:
– Ya no vale ni para robar candelabros en las iglesias, de noche. Esa raspa lo tiene atado de pies y manos, Navarrete, en serio, el chico me ha decepcionado.
Navarro clava los codos en la barra y pide otro coñac. Se pone repentinamente serio y busca los ojos de Palau. Dice:
– ¿Vendrás a la reunión de mañana, Palau? -Las fulanas rondan la barra meneando frenéticamente las caderas dentro de sus ajados vestidos tobilleros, y Palau esquiva la mirada de Navarro diciendo para qué, no me fío mucho del Quico, es un romántico y el horno ya no está para bollos anarquistas. Y no te enfades, ¿eh, faiero?, ya sé que lo admiras y por qué.
Porque los tenía cuadrados, eso sí. Utilizaba taxis para circular por el centro de la ciudad con la mayor sangre fría, llevaba un clavel rojo en el ojal y una resolución infantil en sus ojitos de pájaro, tranquilamente se hacía llevar al Banco Central del Borne bromeando con el taxista: espérame en la puerta, compañero.
– Dése usted prisa que aquí no me puedo parar.
– Descuida, lo que se tarda en decir manos arriba. Lleva el impermeable colgado del brazo y una cesta con berenjenas. Entra en el Banco, saca la metralleta oculta bajo el impermeable y encañona al cajero. Media docena de clientes lanzan los brazos al techo. A una verdulera gorda le dice usted puede bajarlos, señora, tiene los sobacos sudados. Guarda los fajos de billetes en la cesta y los tapa con las berenjenas, retrocede de espaldas a la puerta, deja en el suelo un petardo inofensivo con la mecha encendida y sale a la calle. Sube al taxi y media hora después, al apearse, se encara con el taxista.
– Sólo te doy cincuenta pesetas, lo que marca. Te daría más, pero una vez le di siete mil a un taxista y le faltó tiempo para ir a chivarse a la bofia.
Como lo oyes, auténtico. Mira en cambio Jaime: presumiendo con su nuevo gabán y el sombrero en la nuca, cada noche bebiendo pipermint y jugando a los dados en la barra del Alaska. ¿Vienes?, le digo, ¿te espero en el coche? El Fusam está que trina y los demás en Hospitalet…
– Antes toma una copa con nosotros, marinero. Hoy no tengo ganas de trabajar -dice Jaime, y a ella-: Carmen, éste es Marcos, un amigo. Tú juegas.
Le conozco, dijo ella tirando los dados, una noche me hizo compañía hasta que cerraron, me contó su vida y yo le conté la mía llorando en su hombro, desde que empecé de marmota hasta llegar aquello pasando por lo otro y lo de más allá, etcétera.
– Buen chico. Sólo sale de noche, como la luna -Jaime siempre bromeando, tan campante, sin oír el frenazo del coche, sin ver a los grises apostándose en portales oscuros con los naranjeros bajo el brazo y racimos de granadas lacrimógenas en el cinto, sin sospechar que la tierra ya se abría bajo sus pies. Tampoco el Fusam vería nada, jorobado por los años y por la misma joroba que le dolía con la humedad, entrando en una panadería de Gracia girando rápido con los dedos la solapa: ni siquiera es una placa de policía, sino la suya de cuando era o se hacía pasar por agente de la Generalitat. Receloso el panadero, limpiándose las manos con el mandil, y él: denuncia por estraperlar con harina, detenido y multa a menos que… Una radio dirá desde el interior que este año será el año del trigo argentino, el trigo de Evita.
Y al salir para reunirse horas después con los demás, esa misma noche que Jaime no quería despegarse de la barra del Alaska, dos polis le seguirán a distancia, en la plaza del Norte el viento arrastra las páginas sueltas de un tebeo, un chaval corre tras ellas extendiendo los brazos, y el ciego arrimado a la pared de Los Luises vocea iguales para hoy como ayer y como mañana, todo sigue igual en el barrio. Todo ha concluido hace ya muchos años y hoy sigue igual de concluido.
Читать дальше