Juan Onetti - Cuando ya no importe
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Brindamos. Era un aguardiente de sidra dulzón procedente de Calvados.
Todo esto, y muchas cosas más, durante los primeros días que siguieron a la perdida.
Por entonces el médico se mantuvo idéntico al Díaz Grey de nuestra primera entrevista. Con criterio de funcionario policial podría llegar a conocerlo, a él y a su alma, escribiendo: altura mediana; cabello rubio, escaseando, griseando; ojos castaño verdosos; sin señas particulares visibles. Tal vez estos datos alcanzaran para que los milicos de las fronteras lo identificaran y le aplicaran alguna ley de fugas en caso de que el intentara huir de un peligro que yo estaba maliciando próximo, por esas cosas sin razón de las intuiciones que por algo son femeninas.
Pero yo sabía, y de ese saber ya no podía escapar, que todo lo que estaba respirando era una farsa gigantesca y sin sentido porque tanto Díaz Grey como las nostalgias que estaba compartiendo conmigo nunca habían sido lo que yo, forastero, llamaba realidad. Por inercia, por miedo a tropezar y sentir la obligación de sumar hasta el infinito dos más dos y quedarme tranquilo porque siempre el juego me confirmaba cuatro.
Aquella repetición que se iniciaba cuando el sol se hacía débil y anunciaba con lentitud un hasta mañana, que podía sentirse amistoso o burlón. Aquellos atardeceres que entraban en la noche acunando el velatorio que el médico y yo ofrecíamos a la ausente que nos aferrábamos en creer viva y tal vez próxima. Díaz Grey se conservaba siempre tranquilo y casi feliz. Alguna vez pensé: un tahúr con un naipe en la manga. Hasta que empecé a sentir que los gusanos del hastío se hacían viboritas y molestaban enroscándose en los tallos de las copas y en las historias, simples hilachas de recuerdos que nos íbamos ofreciendo, insistentes, miedosos de que él o yo confesáramos el cansancio, el para que seguir.
Yo pude y una tarde falte a la cita no pactada y estuve ayudando a que el sol enrojecido buscara escondite detrás de la isla de Latorre. Dicen que era o fue refugio o cuartel general de contrabandistas tal vez fantasmas o simplemente fantasmas. Dicen que los que se acercaron a su luz engañosa no volvieron. La isla de Latorre siempre conservó su misterio y no seré yo quien lo estropee. Si alguna vez existió un fundador y propietario, los mismos viejos que dicen haber vivido aquella gran inundación que bajo desde Brasil coinciden en sus visiones. Latorre era o había sido obeso, blancuzco, amadamado, tímido y bondadoso.
Pero no, esto no vale. La verdad es que sigo apartado de Díaz Grey y su entorno. Que me alimento con comidas enlatadas que pocas veces pongo a calentar, que algunos dolores soportables relampaguean de vez en cuando por mi vientre, que bebo un vino muy fuerte y casi negro. Y que sigo escribiendo.
7 de octubre
Ahora, libre de la amenaza llamada Tra , mi grillo hacia vibrar su violín casi sin pausas, convertido en una de las grandes y pequeñas mil cosas indispensables para que la noche quede constituida y aquietada en la sombra.
Hasta que a todos los desastres físicos de mis despertares se agregaron una media mañana los toques de bocina de un automóvil. Me lavé los ojos y salí. La maldita bocina ya no sonaba y al dar unos pasos me sentí un intruso en una escena domestica. La José, la morochona, estaba sentada al volante y la hija de Jeremías Petrus, rubia y a su lado, balanceaba una cara de muerta. La José me saludo con una exhibición de dientes muy blancos que debe haber durado una fracción de segundo. De inmediato ordenó a la otra que se ubicara en el asiento trasero del coche. La rubia gruñó quejosa y no se movió. Entonces la José, que se estaba acercando a la corpulencia materna pero en sus brazos desnudos no había grasa sino una musculatura casi hombruna, le dio un bofetón que sonó muy fuerte y su compañera lloró gritando y pareció regresar a la infancia empequeñecida y dócil. -Bien mansita, querida, ¿si? -dijo la morocha.
Lentamente, siempre llorando, Angélica Inés abrió la portezuela, bajó, abrió otra portezuela y se encogió en el asiento trasero. Ahora lloraba despacito, como un niño en penitencia. Subí junto a la José, que me dijo mientras hacia arrancar el coche:
– Perdone. Mire que si no fuera urgencia de veras no hubiera venido a molestar. Puede tomarlo como un secuestro con un buen motivo.
Dejo oír una carcajada corta, dije la estupidez correspondiente y avanzamos sin hablar durante un tiempo. Allá, cuando las aldeas de Pescadores estarían a nuestra derecha, ocultas por la arboleda, la mujer habló. Ahora ya no había llanto a sus espaldas.
– Tranquilo, no lo estoy llevando para un duelo. Pero es una gran desgracia y ustéd que, casi, es el único amigo del doctor puede ser que nos de una ayuda. Mucho la estamos necesitando y cada día va para peor.
Pregunté por Eufrasia, doña Eufrasia para la hija que no puso veloz la cara adecuada para decir:
– Pobre mamá, que nunca le dan el alta en el hospital. Siempre inventan novedades. Yo digo: si no tiene cura, mejor que la dejen morir en paz.
– Días atrás que yo ni sé, apareció el que le llamamos «dos veces» por el de la película. ¿Usté la vió? La de la Turner. Es que a Habib le decimos el cartero siempre se emborracha dos veces. Y así le quedó el nombrete. Vino y trajo una carta para el patrón. Sólo pude ver la estampilla y no la comprendí. Bueno, así empezó esta desgracia que usté verá y tal vez la explique.
Y por fin el coche se detuvo frente a los grandes portones de hierro ennegrecido con las enlazadas iniciales JP, cuyas puntas no movidas desde muchos años atrás se clavaban en la tierra. Subí la escalera, abrí la puerta del despacho y me detuve a mirar la desgracia anunciada.
Así como unos minutos atrás el rostro de Angélica Inés había retrocedido hasta un año de su infancia, la cara del medico, el cuerpo mismo y hasta su camisa suelta avanzaban hasta ese momento en que la vejez sólo ofrece desagrado.
Aquello ya no era Díaz Grey. Era un viejo borracho, impúdico, que alzaba la calvicie y los ojos aceptando resignado no comprender. La cara, también esta oscilante, parecía dominada por la piel que se apoyaba inclemente y antigua en la calavera que había estado vigilando y protegiendo desde el momento en que alguien, azotándole las nalgas, provocó el primer berrido de arrepentimiento. Y ahora la piel, razonablemente fatigada de su larga tarea, se aflojaba en descanso, se iba plegando para repetir las arrugas que sus hermanas habían impuesto durante siglos antes de dejar desnudas calaveras, cuencas vacías y buscar el total reposo de la gusanera y el polvo.
Pensé que aquello, todavía persona, se estaba momificando, era casi momia. Me examinó un momento y comprendí que yo seguía siendo nadie para él. Tenia delante una botella y un vaso. No reconocí la etiqueta. El casi hombre aquél me insulto con palabras muy sucias, palabras que nunca habría dicho mi amigo médico y llenó el vaso sin derramar, lo que yo hubiera creído imposible. Bebió toda su medicina o veneno sin respirar. Devolvió el vaso al escritorio y la cabeza se le fue derrumbando hasta quedar apoyada en la madera, rodeada por los brazos, repitiendo la actitud clásica de quien duerme una borrachera. Pero allí se agregaba algo o algos que no eran alcohol.
Me desconcertó aun más la sonrisa de labios plegados con que José, la morochona, acompañó su mirada a la cabeza casi del todo calva, abatida sobre el escritorio. Me hizo una seña con la mano y los tres pasamos a otra habitación que yo no había pisado nunca. Observé que Angélica Inés se movía trotando como un perrito faldero detrás de la mujer que la había obligado a disfrutar los placeres del masoquismo.
En aquella pieza confirme mi adhesión a la leyenda de un gran amigo escritor: «Cuando me presentan a alguien me basta con saber que es un ser humano para estar seguro de que peor cosa no puede ser».
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