E.S.
23 de mayo
Estimada amiga:
Admito que mis cartas le produzcan a usted una impresión de serenidad, aunque, como diría el otro, la procesión anda por dentro. A pesar de mi apariencia flemática y controlada, soy hombre de temperamento nervioso; no duermo o duermo mal. Desde muchacho tengo problemas con el sueño. Esto y la acidez de estómago son dos de mis peplas. Al principio combatía la hiperclorhidria con almendras secas. El bicarbonato no lo tolero y tomaba almendras. Las almendras absorbían los ácidos y me aliviaban pero me producían sequedad de estómago y tardaba horas en digerirlas. El día que comía almendras perdía el apetito y mi difunta hermana Eloína me regañaba. Siempre he andado a vueltas con el estómago. Nunca lo tuve fuerte aunque tampoco me ha deparado graves padecimientos salvo la gastritis, prácticamente crónica, que padezco. Mi amigo y contertulio, el doctor Romero, niega que la gastritis sea una enfermedad aunque acepta que existen inflamaciones pasajeras de las mucosas que desaparecen en cuanto eliminamos las causas. Yo le respondo que, entonces, se puede admitir la existencia de gastritis circunstanciales, pero él dice que eso es como cuando la piel se ortiga, un accidente, nunca una enfermedad. No nos ponemos de acuerdo, pero lo cierto es que mi hiperclorhidria, siempre latente, se declara a temporadas, aunque me someta a una rigurosa dieta de leche y, otras, en cambio, no la siento aunque almuerce una fabada con todos los aditamentos. Con una particularidad: mi acidez cede si me tiendo en la cama del lado izquierdo y se exacerba si me vuelvo del lado derecho. Esto me llevó a pensar en una úlcera, pero, tras una serie de exploraciones, los médicos la han descartado. Más vale así.
Durante años relacioné mi estómago delicado con mi mal sueño, y puse en práctica una serie de experiencias pero, el comprobar que incluso las noches que no cenaba sufría pesadillas, deseché esta idea. Pensé, entonces, en la influencia del hígado y, a lo largo de medio año, me sometí a un régimen vegetariano, muy rígido a la hora de la cena, pero las cosas no variaron. En vista de mis fracasos, inicié un tratamiento con tranquilizantes y, después, con somníferos, pero todo continuó igual. En realidad, insomnios, lo que se dice insomnios, no padezco, luego el tratamiento con somníferos no procedía. Yo suelo coger el sueño sobre las dos de la madrugada, después de leer un rato, pero se trata de un falso sueño, un sueño superficial, una larga pesadilla. Tampoco es exacto hablar de pesadillas en sentido lato, es decir, por ponerle a usted un ejemplo, las que me asaltaban de chico: pretender huir y no poder mover las piernas, encontrarme prisionero en una angostura que me impide rebullir y casi respirar, etc. Mi pesadilla actual es muy distinta: sueño que estoy despierto, o bien, estoy despierto y pienso que estoy dormido. No lo sé, todavía no he acertado a dilucidarlo. Lo incontestable es que yo puedo retornar a la vigilia tan pronto me lo proponga. En ocasiones, desazonado en mi duermevela, cuento corderos imaginarios o sigo mentalmente el itinerario de un tendón desde un dedo del pie hasta la ingle, pero no me duermo, o, si lo hago, sueño que cuento corderos o que sigo el itinerario de un tendón hasta la ingle. ¿He estado, en realidad, contando corderos o siguiendo tendones sin conciliar el sueño, o he soñado que contaba corderos y seguía tendones durante toda la noche? Lo ignoro y de ahí mi drama.
Llegado a este punto, comienza la pugna por conseguir la inconsciencia plena, un sueño profundo, la desconexión total de las neuronas. Empeño vano. Cuanto mayor es la voluntad de dormir más fácilmente se impone la vigilia. Y ya, en esta tesitura, uno aboca, como último recurso, a los remedios neuróticos: gotas en la nariz, tapones para los oídos, el antifaz… Entre todos ellos, hay uno verdaderamente ingenioso: los tapones. ¡Qué manera tan simple de eludir el mundo! Con los tapones le da usted al sentido del oído, tan maltratado el pobre, unas prudentes vacaciones. El aislamiento que procuran angustia un poco al principio pero, tan pronto uno se habitúa, encuentra la paz: no existen motores, televisión en el piso vecino, transistores, ni frenazos… Si siente usted la tentación de probarlos, rehúse los tapones de goma y ensaye los de cera, cera blanda, maleable, que se adaptan perfectamente a los orificios de los oídos (apenas escrito esto me asalta la sospecha de que los tapones puedan ser la causa de mis pesadillas al dejar prisioneras las ideas dentro de la cabeza, bordoneando dentro del cráneo, como moscas en un fanal; habré de someterme a nuevas experiencias).
Naturalmente, señora, he leído a Freud. Juzgo sus libros estimables como teoría pero nada más. No creo en el psicoanálisis como terapéutica ni en los sueños como realización de deseoso liberación de represiones. Si esto fuera así, mis sueños, creo yo, tendrían otro carácter. Pero soñar una y otra vez que estoy en vela,¿qué significado tiene dentro del mundo onírico freudiano de la libido y la represión?
Mi amigo y contertulio el doctor Romero me recomendó un día permanecer menos tiempo en cama. Su razonamiento era discreto: sueño más breve, sueño más profundo. A partir de los cuarenta, me dijo, carece de sentido el viejo esquema de los tres ochos. Ensayé, pero el remedio fue aún peor que la enfermedad. De noche, la pesadilla subsistía y por el día vagaba de un sitio a otro como una sombra, tronzado, incapaz de concentrarme, de lo que deduje que permanecer ocho horas en cama, despierto o soñando que lo estaba, me era imprescindible.
Después de largas reflexiones he concluido que esto mío es una enfermedad profesional. El periodismo, que nos hace trabajar de noche y dormir de día, invierte el orden natural para el que el hombre ha sido construido. Se produce así una desacomodación. El sueño de día, no repara, y el trabajo de noche se consigue a base de excitantes y estímulos artificiales (la misma profesión lo es). Durante los casi cuarenta años que permanecí en activo rara vez me acosté antes de las cuatro de la madrugada y, con frecuencia, me retiraba a descansar estando el sol en el cielo. Argüirá usted que hay muchos periodistas que duermen como lirones, pero esto no es argumento. La silicosis es mal de mineros y son muchos los mineros que no la padecen. En suma, yo, así viva mil años, nunca podré adaptarme al horario de los trabajadores normales. Soy un enfermo incurable.
Pero me temo, amiga mía, que en estas cartas primeras le hablo demasiado de mi, aunque, bien mirado nuestra correspondencia se inició con la finalidad de conocernos y, en buena lógica, no sería honrado silenciar los aspectos de mi persona que me parecen fundamentales. Mis líneas de hoy responden a su afirmación deque mis cartas le comunican una apacible sensación de serenidad. Tratar de aparentarla ante sus ojos sería una hipocresía. No soy hombre sereno, ni mucho menos imperturbable, aunque haya logrado un cierto dominio sobre mí mismo. En lo que atañe a las suyas, a sus cartas quiero decir, responden a una lógica cartesiana. No hay gratuidad en ellas, unas cosas se apoyan en otras, están machihembradas como una primorosa obra de carpintería.
Creo que se equivocó usted al abandonar sus estudios de Letras tras aprobar los Comunes. Admito los celos de su marido, entonces su novio, ya que hace ocho lustros las muchachas no hacían número en la Universidad y las relaciones hombre-mujer se entendían de otra manera. Pero nunca es tarde. Le hablaba en días pasados de las madres maduras americanas, de su vuelta a los estudios una vez que sus hijos adquieren vuelo propio, no las necesitan. ¿Porqué no se matricula usted? El estudiante ideal sería aquel que dispusiera de las facultades de los veinte años y la experiencia de los cincuenta. A nuestros universitarios les falta lo segundo; a usted, lo primero. El problema estriba en descifrar cuál es más importante.
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