Había cogido la hoja por la parte superior, abarquillada bajo la palma de la mano, sintiendo el suave tacto de su superficie, y no me faltaba más que tirar, rasgarla por la línea de grapas, plegarla y guardarla en el bolsillo. La cosa era bien simple. No obstante me sentí incapaz. Mis dedos se paralizaron, quedaron fláccidos, como sin fuerza, mientras mis ojos se volvían hacia el picaporte. ¿Qué hubiese pensado la enfermera si me sorprende en este trance? ¿No estaban aquellas publicaciones sobre la mesa para solaz de los pacientes, y yo, con mi actitud incivil, estaba truncando su objetivo? Escuché. Aparte del runrún de la voz del doctor del otro lado del tabique, no se oía nada, el silencio, y, entonces, me decid¡, tiré de la hoja y la arranqué, con tal premura y turbación que desgarré parte de la hoja opuesta. ¡Qué amargos momentos, amiga mía! Allí me vería usted doblarla apresuradamente y ocultarla, con un movimiento desmanotado, en el bolsillo de la cartera. Durante cinco minutos estuve sintiendo los rudos golpes de mi corazón hasta que me calmé, pero cuando, al poco rato, se presentó la enfermera, los golpes se reanudaron, en tanto yo miraba la revista que acababa de mutilar con aprensión, como si la portada fuera transparente, y aquella muchacha pudiera darse cuenta del desaguisado de un vistazo.
Ahí tiene usted, señora mía, de qué azarosa manera he establecido contacto con su mensaje de La Correspondencia Sentimental . Confío no haberla importunado con los renglones que anteceden. Mi nombre completo es Eugenio Sanz Vecilla y, si lo tiene a bien, puede usted contestarme a Cánovas, 16, 3.º, derecha.
Con respeto y amistad,
E.S.
2 de mayo
Muy señora mía:
No le falta a usted razón. Por mi oficio y talante imaginativo soy proclive a andarme por las ramas, rara vez me centro, poso los pies en el suelo. Trataré, pues, de ir al grano: el pasado diciembre cumplí sesenta y cinco años, soy periodista jubilado -recién jubilado, en febrero-, soltero, y mido, como usted, un metro sesenta, siquiera mi peso, ochenta y cinco kilos, no esté proporcionado a mi estatura, denote una inequívoca propensión a la obesidad. Un viejo amigo, Onésimo Navas, habla de la curva de la felicidad, refiriéndose a mi vientre voluminoso pero felicidad, lo que se dice felicidad, no la he conocido fuera de los años de la infancia. Eso sí, en mi profesión he trabajado con denuedo y entusiasmo, he conocido algunos éxitos, he sufrido no pocos descalabros y he llegado al retiro en paz con Dios y con mi conciencia.
¿Enfermo dice usted? No es exactamente el caso. El hecho de que hiciera antesala en casa del doctor obedecía a otro médico. El doctor Hidalgo es mi médico del Seguro, un amigo que se aviene a refrendar las recetas que me prescribe otro amigo y contertulio, el doctor Romero. Es decir, esa tarde acudí a casa de aquél a recoger las recetas extendidas por el otro. Quizá el procedimiento no sea ortodoxo, pero gracias a él me ahorro unas pesetillas, nada despreciables al precio que se están poniendo las boticas con esto de los laboratorios multinacionales.
En la tertulia de los domingos, en el único café superviviente del barrio antiguo, a la que concurren varios doctores, he oído comentar que el más reciente descubrimiento de la medicina social es el médico de familia, aquel médico, hoy olvidado, que lo mismo se sentaba un rato de cháchara con el enfermo que le ponía una cataplasma o le trataba unas paratíficas; esta figura es la que se pretende resucitar ahora con objeto de establecer un tamiz al ingreso en residencias y hospitales, hoy abarrotados. Y ¿sabe usted lo que cuesta diariamente una cama de hospital en nuestra ciudad? ¡Diez mil pesetas! Imagine usted las cosas que pueden hacerse con diez mil pesetas.
En las afueras del pueblecito donde nací, en la comarca de Villarcayo, adquirí hace tiempo una vieja casa de piedra de dos plantas donde he pasado siempre las vacaciones y, ahora, ya retirado, proyecto refugiarme parte del año. Pues bien, en la titular de ese término, como en tantas otras, el médico ha quedado relegado a la condición de un expendedor de volantes para la Residencia de la capital. Como es lógico, el doctor se siente disminuido pero no se atreve a nadar contra corriente y arrogarse una responsabilidad que nadie le reclama. Si dispone de una ambulancia, ¿para qué correr el riesgo de que el enfermo se agrave y se le muera entre las manos? ¿Qué explicación podría dar, en este caso, a la familia del difunto? La actual organización de la medicina social en nuestro país es mala por varias razones pero fundamentalmente por una: al médico se le priva del derecho de curar.
Yo recuerdo antiguamente, en mi pueblo, a mi difunto tío Fermín Baruque, ¡qué ductilidad! Aquel hombre hacía de todo, atendía a partos, remendaba cabezas descalabradas, aplicaba sanguijuelas… cierto que su responsabilidad era muy crecida pero quedaba compensada por la posibilidad de devolver la salud, de sentirse médico en toda la extensión de la palabra. Y había que verle, que le estoy hablando de cuando yo era chiquito, y el tío Baruque, como un dios omnipotente, recorría el término en su caballo alazán, nevase o apedrease. Ésta es, según rumores, la gran revolución que se cuece ahora en Madrid para resolver los problemas de la Seguridad Social: inventar a mi tío Fermín Baruque.
Pero a lo que iba, señora. Yo soy un enfermo saludable o, si lo prefiere, un enfermo que nunca se muere ni acaba de sanar del todo. En la tertulia me tienen por un maniático. Mis hermanas, que gloria hayan, también me tenían por un maniático, pero yo creo que lo mío, antes que manías, son alifafes, las goteras propias de la edad, si bien la edad de las goteras se ha manifestado temprano en mi caso. Como contrapartida puedo asegurarle que no recuerdo haber guardado cama por causa de enfermedad desde que era chiquito, allá en el pueblo, cuando mi difunta hermana Eloína me llevaba un ponche a la cama y una aspirina para combatir las fiebres. ¡Cómo recuerdo aquella vieja cama de hierro, con laterales de finos barrotes negros, y un colchón de muelles, que chirriaba cada vez que yo me daba media vuelta! Junto ala cabecera había una mesita de noche de nogal veteado y, encima, un vaso de agua cubierto con un pañito y la palmatoria y, en el compartimiento bajo, un orinal blanco, de loza, con los bordes desportillados.
Las visiones de infancia, señora, no se esfuman, perduran a través del tiempo. Yo no olvido las misas dominicales en la ermita de abajo, durante el verano, cuando mi difunta hermana Eloína me enrollaba al cuello una gruesa bufanda de lana, aun en los días más cálidos, para preservar mi garganta de los cambios bruscos de temperatura. Desde niño he sido muy sensible al frío, o, por mejor decir, al frío y al calor. Aunque de constitución pícnica, soy hipotenso y las temperaturas extremas me afectan mucho. A partir de octubre los pies se me enfrían y no reaccionan ya hasta bien entrado mayo. Y ¿qué decirle del calor? La canícula me muele, literalmente me hace polvo y, por las noches, en la cama, no puedo soportar la ropa. La alternativa es irresoluble: el calor de la colcha me impide conciliar el sueño, pero, si prescindo de ella, me enfrío. En todo caso, mi difunta hermana Eloína se equivocaba al arrebujarme la bufanda, porque mi garganta aunque pagase las consecuencias, no era la puerta de acceso al frío. En un principio pensé que el frío entraba en mi cuerpo por los pies, fue cuando resolví ponerme calcetines altos de lana, pantorrilleras de las que usaban los pastores de mi pueblo. Más tarde que por la cabeza y aunque conservo un cabello fuerte y abundante, si que entrecano, me aficioné a la gorra de visera y con ella sigo. Éste es otro de mis muchos defectos. Remedio que adopto ya no sé dejarlo, se incorpora a mi modo de ser con carácter vitalicio, aunque los hechos evidencien su ineficacia.
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