En fin, señora, bueno o malo éste es mi pueblo, el pueblo donde he nacido, que espero pueda usted conocer un día. Reciba el respeto y el afecto de s.s.s.,
E. S.
17 de mayo
Distinguida señora:
Sus intuiciones son certeras. Yo me crié con mis hermanas, concretamente con mi difunta hermana Eloína y, de chiquito, con mi difunto hermano Teodoro, el mayor y, por un tiempo, jefe de la familia. Soy el benjamín de los cuatro y cuando falleció nuestra madre apenas contaba tres años. No conservo recuerdo definido de ella sino algo así como una vaga luminosa presencia, pero cuando me esfuerzo en apresarla se superpone la de mi hermana Eloína, de tal modo que ambas imágenes se confunden. Mi difunto padre falleció dos años más tarde, al decir de la gente del pueblo de pura pena, pues el tío Baruque no le diagnosticó enfermedad.
Muerto el padre, mi hermano Teodoro se hizo cargo de la hacienda, más bien mermada, pero con su esfuerzo se las ingenió para sacarnos adelante. Yo era eso que en los pueblos dicen un tardío pues nací después de que mi difunta madre cumpliera los cuarenta y siete, caso raro de fertilidad en el mundo rural de aquellos tiempos. Las cosas fueron adelante mientras los hermanos vivimos juntos y en armonía, pero un buen día mi difunto hermano Teodoro, que era el puntal de la familia, se echó novia en Cornejo y entonces empezaron los recelos y más tarde, al contraer matrimonio, las desavenencias. Total, que repartimos, vendimos las hijuelas y yo, con quince años mal cumplidos, me vine a la capital con mi difunta hermana Eloína. Para entonces Rafaela, la maestra, tenía ya una escuela en propiedad en Alcullin, un pueblecito próximo, a media hora de autobús, y solía pasar con nosotros los fines de semana. En realidad, estábamos mejor separados, pues Rafaela, de carácter firme y más cultivada, no congeniaba con Eloína y la menospreciaba. Mi difunta hermana Eloína cosía para fuera y se ocupaba de las faenas domésticas y, dentro de su gran corazón, era un ser elemental, y la reconcomía que su hermana se presentara cada sábado en casa como una señorita, a mesa puesta. Los roces por este motivo menudeaban y a veces pienso que si mis hermanas no se distanciaron entonces fue por mi causa. Una y otra aspiraban a ganar mi preferencia no enalteciendo sus cualidades personales sino empequeñeciendo las de su propia antagonista. En el fondo, en las relaciones entre ambas, había mayor dosis de puerilidad que de mala fe y, mal que bien, al quedar las dos solteras, se vieron forzadas a conllevarse hasta que a la difunta Rafaela le llegó su hora, cinco años después de su jubilación. La pobre Eloína, aunque pagó un fuerte tributo a la artrosis y últimamente tenía unos andares lentos, como envarados, fue más longeva y falleció el año pasado, de puro vieja y con la cabeza pérdida.
Por unas cartas que encontré un día en la cómoda de la sala, supe que mi difunto tío Baruque, el médico, la había pretendido e incluso iniciaron unas relaciones que por razones no del todo claras nunca llegaron a formalizarse. Mi tío Baruque era ya entonces un viejo solterón, pero viéndole erguido, a horcajadas de su caballo alazán, daba el pego, tenía un algo, como una prestancia aristocrática, que fascinaba. Y se conoce que a Eloína le hizo mella su apostura y a pique anduvo de perder la cabeza y, si no lo hizo, según las viejas comadres del pueblo, fue porque le repugnaba la idea de darme un padre postizo y, con mayor motivo, borrachín y descreído como el tío Baruque era. Por otra parte, mi difunta hermana Eloína ni muerta me hubiera confiado a Rafaela, «sabidilla -decía- como todas las maestras». Total, que se mostró inflexible y probablemente no sólo por mí sino también por una proclividad al celibato que se viene dando en mi familia desde la generación de los abuelos.
En lo tocante a la difunta Rafaela, siguió su camino. Cinco años en Alcullin, tres en Pedrosillo el Ralo, provincia de Salamanca, seis en Medina del Campo y, finalmente, en Motril hasta la jubilación. Durante el Movimiento Nacional, a punto de cumplir los cuarenta, Rafaela tuvo una buena proposición. Sergio, un capitán de Regulares, que empezó siendo su ahijado de guerra, terminó declarándosela. Tenía doce años menos que ella, pero mi hermana, hasta que falleció, conservó un cutis terso, unos ojos vivaces, una figurita proporcionada y una atractiva gracia juvenil. Nunca aparentó, ni de lejos, los años que tenía. Sergio, el capitán de que le hablo, al marchar al frente, la dejó en prenda un cachorro de pastor alemán por el que sentía gran estima, pero el perro, que quedó en casa, se hacía todo por los rincones y mi hermana Eloína, harta, lo envenenó una noche y me hizo escribir a Rafaela a Pedrosilla diciéndole que había muerto del moquillo. Entre ellas, estas mezquindades eran frecuentes. Recuerdo que cada vez que mi difunta hermana Rafaela venía de vacaciones, Eloína, «que se negaba a hacerle de criada», se encamaba alegando una indisposición, y la otra, que no sabía ni freír un huevo, no tenía otro remedio que bajar a comer durante dos o tres días al bar de la esquina.
Pero es el caso que a las dos semanas de muerto el perro, el 31 de marzo de 1939, la víspera del fin oficial de la guerra, al bueno de Sergio lo mató en Igualada una bala perdida. Observará que en mi familia existe una manifiesta propensión a la soltería, por una razón o por otra, tampoco hubo suerte con las oportunidades que se presentaron. Quiero decir que si mi hermana Eloína se muestra un poco menos renuente con el tío Baruque o la tonta bala de Igualada no se hubiera disparado, es más que probable que en algún sentido mi vida hubiera cambiado de signo.
En lo que me concierne, al verme en la capital sin oficio ni beneficio, ni otros estudios que la primaria, me coloqué de repartidor en una tienda de ultramarinos. Era una actividad libre, aunque dura, pues en aquel entonces se llevaban los pedidos en cajones de madera, al hombro, como si la rueda no se hubiera inventado todavía. Mis hermanas consideraron mi decisión un despropósito, pero Eloína cosía poco y nada podía hacer para evitarlo y en cuanto a Rafaela, su deseo de costearme una carrera carecía de sentido, puesto que su sueldo apenas la alcanzaba a ella para sobrevivir.
Con el señor Urbano, el dueño de la tienda, permanecí catorce meses, al cabo de los cuales gané una oposición para botones del Círculo Mercantil, una oposición sencilla, a base de un dictado y cuatro operaciones aritméticas, pero que me infundió confianza en mí mismo. El trabajo, menos penoso que el de la tienda, se reducía a llevar flores o esquelas a alguna señorita, ya que al Círculo únicamente tenían acceso los hombres, o comprar cigarrillos o alguna botica para los socios. Como entonces aún no conocía a nadie en la ciudad, el uniforme, gris, con doble botonadura y el gorrito cilíndrico con barbuquejo negro no me afectaban.
En aquel tiempo yo ya escribía algunos poemas, los poemas que aprendí a componer con Ángel Damián en la escuela del pueblo y que secretamente dedicábamos a la señorita Paz, la maestra. Aleluyas fáciles, de rima sonora y naturaleza ripiosa, pero que me proporcionaban un desahogo y un inefable placer. También había tomado gusto a leer los diarios y así fue como una mañana pude enterarme de que El Correo de Castilla , el periódico local, necesitaba un ordenanza. Me presenté a don Juan Guereña, el gerente, un hombre de complexión fuerte, mirada gris, acerada, y un cierto aire germánico, pero de trato agradable, incluso paternal, quien, tras un breve diálogo, me concedió la plaza. Pero ésta es otra historia que le contaré a usted con calma más adelante.
Me sorprende que a su edad tenga ya cinco nietecitos. Las madres americanas, cuando llegan a esta situación, inician una carrera universitaria o rematan la que tenían inacabada. Claro que bastante tiene usted con el piano según me dice. ¿Nunca pensó dar a su hobby una proyección pública? Con sincero afecto,
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