Miguel Delibes - Cartas de un sexagenario voluptuoso

Здесь есть возможность читать онлайн «Miguel Delibes - Cartas de un sexagenario voluptuoso» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Cartas de un sexagenario voluptuoso: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Cartas de un sexagenario voluptuoso»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso nos habla del amor, la esperanza o el codiano quehacer de un peculiar sexagenario convirtiéndonos en cómplices privilegiados del sorprendente desenlace de su historia.
Un viejo solterón castellano y periodista jubilado establece una corresponencia progresivamente amorosa con una viuda andaluza a través de una revista sentimental. Esta novela nos habla, con sutil ironía, del amor, la esperanza o el cotidiano quehacer para convertirnos en destinatarios de las confesiones de ese peculiar sexagenario y en cómplices privilegiados del sorprendente desenlace de su historia.

Cartas de un sexagenario voluptuoso — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Cartas de un sexagenario voluptuoso», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Pero a lo que iba, con los años descubrí que por donde yo me enfriaba, ¡pásmese usted!, era por los muslos, por la cara anterior de los muslos. Me enfriaba, por supuesto, sin sentir frío, lo que me obligó a ser prevenido y llevar en el bolsillo del gabán un chal con el que me arropaba los muslos cada vez que me sentaba. Esto originó no sólo una servidumbre sino un nuevo riesgo ya que si en alguna ocasión, por fas o por nefas, no podía apelar al chal, inevitablemente cogía un resfriado, lo que, a su vez, me indujo a improvisar sobre la marcha nuevos procedimientos de abrigo, cosa que me ponía, con frecuencia, en situaciones embarazosas. Ahora recuerdo que almorzando en una ocasión en un restaurante de lujo con don José Miguel Ostos, presidente del Consejo, en los días que me escamotearon la dirección del periódico, sentí un cierto repeluzno, y aprovechando que don José Miguel estaba en los lavabos, me puse las dos servilletas, la suya y la mía, sobre los muslos. Cuando empezamos a comer, el maître se disculpó y trajo otras, pero yo pasé la comida más pendiente de ocultar las tres servilletas que de las palabras del presidente. ¡Y tantas situaciones semejantes como podría referirle!

Mi difunta hermana Rafaela, la menor, que era maestra de escuela y una mujer excepcionalmente bonita, siempre que venía por casa me aconsejaba lo mismo: «Uge, eso lo resolvías de una vez con unos calzoncillos largos, de felpa, como los que usaban padre y el abuelo». Pero todos tenemos prejuicios, señora, y uno de los míos es el de declinar una senectud prematura y los hábitos lamentables que ello comporta. Y no por presunción, como pudiera pensarse, sino por un principio estético elemental. Incluso ahora que estoy en el umbral de eso que llaman tercera edad, que yo sospecho que es la misma vejez de antes, me resisto a ello. Si claudico en estas cosas a los sesenta, ¿quiere decirme, señora, qué dejo para los ochenta? Esta actitud mía, dilatoria, abriendo perspectivas al tiempo, me infunde cierta seguridad. De modo que rehusé el consejo de mi hermana, lo cual no quiere decir, y usted perdone, señora, si desciendo a estas intimidades, que yo gaste esos calzoncillos esquemáticos, como braguitas, que ahora se llevan, sino calzoncillos de perniles, blancos, holgados, a medio muslo, de los que se usaban antes de la guerra.

Una de mis fijaciones es, pues, la de cerrarle puertas al frío. El frío es alevoso y yo me sublevo cada vez que oigo decir al ministro del ramo, con esto de la crisis de energía, que es preciso ahorrar calefacción, que la temperatura en centros oficiales no debe sobrepasar los dieciocho grados, que, por añadidura, es más saludable. Y yo pregunto, ¿saludable, para quién? Hay quien genera calor dentro de sí y lo expande y quienes precisan recibirlo de fuera. Yo soy de estos últimos, hasta tal extremo que si, al acabar de comer, no coloco la palma de la mano durante media hora sobre mi estómago, éste se paraliza, no inicia la digestión. Una vez comenzada, el mismo proceso digestivo genera la temperatura necesaria para concluirla. Mas la puesta en marcha hay que aplicarla desde fuera, lo tengo comprobado.

Otro día le hablaré de otros achaques de este su bien amigo que la saluda con afecto,

E.S.

9 de mayo

Distinguida amiga:

Dice usted que el campo, por sí solo, no le procura felicidad, que únicamente le resulta alegre si trae usted la alegría dentro y que, en resumidas cuentas, el campo no le parece un sitio para estar sino simplemente para pasar. Tal vez tenga razón, aunque sospecho que usted no ama al campo porque no lo conoce, porque se le ha hurtado la oportunidad, pongo por caso, de escuchar el rumor de una nogala mecida por el viento en tanto el ruiseñor le pone el debido contrapunto desde la fronda del arroyo. En el campo no debe usted buscar la alegría tanto como la serenidad, esto es, la posibilidad de ordenarse por dentro. Para ello, lo único que el campo nos exige es acomodar la vida a su ritmo. Si cada cual tira por su lado no hay nada que hacer, la armonía quiebra. Usted es probable que haya pasado en el campo uno o dos días y en ese plazo es imposible el acoplamiento. Uno arrastra el apremio urbano y la pausa del campo, en principio, le irrita, el tiempo le cuelga y no acierta a sustituir una actividad por otra, ni a sacar provecho del silencio y la soledad. Esto se va aprendiendo gradualmente, sin más que dejarse estar. Lo que me resisto a admitir es que usted que ama la música, que en sus cartas demuestra una fina sensibilidad, no comprenda al campo, no haya llegado nunca a una identificación con él.

Mi pueblo, contra lo que usted supone, no es Villlarcayo, sino Cremanes, quince kilómetros arriba, hacia la montaña, un acceso fácil y cómodo, pues la carretera, aunque angosta y sinuosa, está recién pavimentada. En este pueblo nací y en él me crié. A los quince años, por exigencias de la vida, hube de abandonarlo y me instalé en la capital con mis hermanas, que gloria hayan. Con los años, cuando mis medios de fortuna mejoraron, adquirí una casa arruinada a media ladera y la fui reconstruyendo con amor, piedra a piedra, con la ayuda de Ramón Nonato, el barruco del pueblo, un muchacho repolludo, silencioso y tardo, pero sumamente eficaz. Cabe la casa, a mano derecha, se yerguen dos olmas gigantescas, a cuya sombra construí una mesa con un ruejo que me vendió el Aquilino Fernández, el molinero, un tipo avispado que hizo dinero con la maquila en la posguerra, cuando los años del hambre. Ahí, en esa mesa, paso las horas muertas, como, leo, hago crucigramas, escucho el transistor, incluso en los días serenos escribo alguna cuartilla, pero, sobre todo, observo. Cada verano el petirrojo saca sus pollos del nido del cerezo silvestre y, torpes aún para cazar insectos, bajan a picotear las migas de pan a mis pies. No tienen todavía el pecho pintado y mediante sus frágiles patitas de alambre se desplazan a saltos con increíble rapidez. Las tardes sofocantes, infrecuentes en mi pueblo, suben a sestear a los olmos desde los pobos del soto las tórtolas y los arrendajos. Y muy rara vez, cuando me quedo traspuesto en la hamaca, siento gallear insolentemente a la picaza en la copa.

Al atardecer (en Cremanes el crepúsculo es temprano debido al Pico Altuna, a poniente, con sus buenos mil quinientos metros de altitud) suelo bajar a la huerta o me doy un paseo por la carretera, empujando el carrito de Ángel Damián, con quien siempre es grato recordarlos años de infancia. En los últimos veranos he relegado un tanto los paseos. La edad pesa y si a la ida, cuesta abajo o por el llano, uno camina desahogado, el regreso, con la varga de la Penilla por medio, se hace agitado y fatigoso. Tal vez se deba a un exceso de kilos; lo más probable.

La labor de huerta es más reposada, o se gradúa mejor, y, como por juego, uno trabaja la cintura, flexionándola. Conseguir con las propias manos lo que uno precisa para sobrevivir resulta, por otro lado, gratificador. Lo mismo que comprobar el progreso de las plantas. Mi huerto es chico, media obrada a todo tirar, pero siembro en él un poco de todo: arvejos, habas, zanahorias, vaínas, calabacines, cebollas, ajos, remolacha de mesa y, sobre todo, patatas. Esta zona da buena patata, es famosa por ello.

La finca colindante, en erío desde hace qué sé yo el tiempo, es propiedad de Ángel Damián. Ángel y yo, siendo chiquitos, nos enamoramos simultáneamente de la señorita Paz, la nueva maestra, allá por el año 26, pero la coincidencia, en lugar de enfrentarnos, nos hermanó. ¡Figúrese usted el contrasentido, enamorarse uno a los doce años y a los sesenta y cinco seguir soltero! Evidentemente el destino nos juega malas pasadas.

Los padres, los abuelos y los bisabuelos de Ángel Damián proceden del valle, pero sus hijos, el Ángel y el Julito, emigraron por la década de los sesenta. El uno, Ángel, marchó a Alemania y el otro, el Julito, a Villarcayo y de aquí a Bilbao. Ahora el Julito vuelve cada verano en su coche rojo (varía de marca y de modelo pero no de color) con la Petrita, su mujer, y los chicos a casa de su padre, que lleva tres años impedido en una silla de ruedas a causa de una hemiplejía. Julito llama a las niñas Begoña y Aránzazu y al niño le dice Iñaqui. En la luneta trasera del coche lleva una pegatina con una ikurriña y una leyenda en vascuence. El hombre está muy integrado. No llevará en Bilbao arriba de nueve años pero cuando llega aquí y se junta con los de su tiempo, todo se le vuelve decir: «Porque a nosotros los vascos…» o «si no fuera por nosotros, los vascos…». Incluso en el 76 tuvo un altercado con el alcalde, cuando la Virgen de agosto, porque se obstinó en colocar una ikurriña junto a la bandera nacional en el balcón del Ayuntamiento.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Cartas de un sexagenario voluptuoso»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Cartas de un sexagenario voluptuoso» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «Cartas de un sexagenario voluptuoso»

Обсуждение, отзывы о книге «Cartas de un sexagenario voluptuoso» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x