Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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– ¿Y ahora qué hacemos, Jacques? -Dalmau se rascaba la barbilla, casi inconscientemente, se encontraba casi desnudo sin su barba.

– Debemos esperar la reacción de D'Arlés. No tardará mucho, entonces se hará visible a nuestros ojos y podremos actuar.

– Estoy preocupado por Arnau y Abraham, Jacques. -Dalmau no tenía la seguridad del Bretón.

– ¡Santo Cielo, Dalmau, abandona este pesimismo! Por lo menos sabemos que no están en poder de D'Arlés.

– ¿Y cómo estás tan seguro? No lo puedes saber, en realidad no estamos seguros de nada, Jacques. Trabajamos a oscuras, esperando que un golpe de suerte nos traiga a D'Arlés hasta nuestras narices.

– No sabemos casi nada, tienes razón, ni bueno ni malo, y eso es ya una buena noticia. Si les hubiera ocurrido algo malo, ya tendríamos conocimiento. La verdad, Dalmau, estás consiguiendo desmoralizarme. -Jacques parecía enfurruñado con la insistencia pesimista de su amigo.

Una llamada a la puerta hizo que se levantara rápidamente. El viejo Mauro entró en la habitación con una media sonrisa, observando la situación. Dalmau, en una esquina con aspecto abatido y el Bretón con cara de pocos amigos.

– ¿Y bien? ¿Qué noticias traes?

– Vamos por partes, caballeros, hay noticias para todos los gustos que no me atrevo a descifrar. La primera y más importante es que Monseñor ha muerto.

– ¡Muerto! -Dalmau pareció despertar de su somnolencia. -¿Cómo ha ocurrido, qué demonios le ha pasado al viejo cuervo? -Jacques estaba realmente intrigado.

– Sólo hay rumores, os lo advierto, los he recogido todos como si fuera la recolección de manzanas, pero son sólo eso, rumores. Dicen por ahí que D'Arlés lo ha convertido en picadillo para cerdos: Uno de sus hombres me ha dicho que tienen órdenes de hacer desaparecer cualquier rastro del asesinato, y de largarse después. En una palabra, Monseñor jamás ha estado en la ciudad.

– ¡Por los clavos de Cristo! D'Arlés se ha vuelto loco. -Jacques estaba asombrado ante la noticia.

– En eso llevas razón, Bretón, por las habladurías, parece que este hombre ha enloquecido completamente, y ya vuelan los emisarios a toda velocidad para comunicárselo al de Anjou. La ciudad está revuelta ante la acumulación de rumores, a cada hora hay uno nuevo. ¡Ah! Y Bernard Guils está vivo, o eso dicen por ahí. -Mauro soltó una risa cavernosa, cogiendo de la mesa el parche que Dalmau se había quitado-. No puedo negar que habéis hecho una buena representación, caballeros.

– ¿Sabes algo de D'Arlés? -preguntó Dalmau, volviendo a su abatimiento.

– Ha desaparecido de la faz de la tierra. Todo el mundo le busca con muy malas intenciones -respondió Mauro, mirándolos con curiosidad-. Pero tengo algo para vosotros.

– ¿De qué se trata, Mauro? -saltó Jacques. -Alguien quiere hablar con vosotros, hacer un trato. -¿Qué clase de trato? -casi gritó Jacques, nervioso ante la lentitud del viejo.

– Me ha parecido intuir que se refiere a D'Arlés, pero no estoy seguro. Esa persona sólo desea hablar con vosotros, sin intermediarios. Quizá sea una trampa, no lo sé.

– ¿Vas a tenernos aquí todo el día, en ascuas, dándonos información gota a gota? -estalló Jacques.

– No te pongas nervioso, Bretón, digo lo que sé, nada más. Ese hombre me ha dado una cita, un lugar y una hora. Quiere hablar con vosotros. El resto es cosa vuestra.

– ¿Podemos contar contigo, Mauro? -preguntó Dalmau con suavidad.

– Lo siento, chicos, de verdad, pero tengo que partir inmediatamente, son órdenes de Bernard. Y Ya sabéis que jamás discuto las órdenes de Bernard.

– ¡Por todos los infiernos posibles! ¿Es que tú también te has vuelto loco? ¿Qué quiere decir que tienes órdenes de Bernard, maldita sea? -Jacques estaba perdiendo la paciencia.

– Eso he dicho y es lo único que me es posible comunicaros, caballeros. -Mauro conservaba su media sonrisa, inmune a las maldiciones del Bretón. Comunicó a sus compañeros la cita que les esperaba y volviendo a insistir en sus enigmáticas órdenes, desapareció sin añadir nada más. Dalmau y Jacques se miraron con estupor.

– Vamos a acabar todos como D'Arlés, si es que no lo estamos ya, Jacques.

Guillem cambió el rumbo de su montura, hacia el noreste, hacia el punto indicado por Guils. No apresuró el paso, nada le obligaba a cumplir las órdenes con rapidez. Dejó que el caballo encontrara el ritmo más cómodo, como un vagabundo al que no importara su destino. Su mente intentaba ordenar lo sucedido, colocar cada pieza en el lugar adecuado y comprender su significado. Aquella mañana había vuelto a la posada, pidió unas sogas para recuperar el cuerpo de Timbors y contempló la infinita tristeza de la posadera ante la noticia, sus inútiles excusas. Intentó tranquilizar su ánimo, nadie podía esperarse algo así, le dijo, no tenía culpa alguna por el hecho de indicarle el camino a la ermita, si no hubiera ocurrido allí, hubiera ocurrido en otro lugar.

Hablaba mecánicamente, sin saber qué sentir. Timbors no deseaba vivir, su existencia sólo era sufrimiento y dolor, nada podía salvarla porque nada conocía, sólo la pena. Los hijos mayores de la posadera le ayudaron, dos muchachos adolescentes de mirada grave, impresionados ante la juventud de Timbors, su belleza. «¿Por qué?», preguntó uno de ellos a un conmocionado Guillem, y éste no supo qué responder, sólo contener el sollozo que subía por su garganta. Había sido un trabajo arduo, colgado de la pared vertical, mirando fijamente el abismo que había sido la última compañía de la joven. «Timbors, Timbors», repitiendo su nombre como un talismán que impidiera su caída, que detuviera la duda de reunirse con ella para siempre, de alejarse del dolor. ¿Por qué no? Abrazó el frágil cuerpo roto, hundiendo su cabeza en su pecho, confundiéndose en el mismo dolor, pero ya no estaba allí, el sufrimiento había desaparecido liberando a la joven, ya no había nada.

Pidió enterrarla en uno de los campos de amapolas, solo, sin ayuda, llevando el cuerpo a sus espaldas. Antes de dejarla en su tumba, contempló su rostro, el vestido blanco que la posadera le había dado para enterrarla, y la tapó con una fina sábana de hilo, para que la tierra no la molestara. «¡Timbors, Timbors! Un puñado de tierra en medio del esplendor rojo. No pude salvarte, mi dulce Timbors.» Se quedó en la posada durante todo el día, contemplando desde la ventana el campo de amapolas. No tenía prisa ni nada en qué pensar, cerraba los ojos para contemplar un espacio en blanco, sin color, como si una espesa niebla se hubiera instalado en su mente dejándola en paz. No se movió del lugar durante horas y al alba, sin despedirse de nadie, preparó su montura y desapareció. Dos muchachos, desde los ventanucos de la buhardilla, le vieron partir en silencio. Sólo paró su montura una sola vez, para perder su mirada en el campo rojo.

El almacén estaba atestado de sacos ordenados en hileras y amontonados hasta la altura de dos hombres. Entre ellos había un mínimo espacio convertido en camino de un laberinto. Los dos hombres caminaban con precaución, las armas desenvainadas, el paso cauteloso, sin levantar un simple murmullo. El Bretón se detuvo haciendo un gesto de aviso a su compañero.

– No hay peligro, sólo quiero hablar con vosotros. -Una voz se oyó a su izquierda, apareciendo una silueta.

– ¿Te parece un buen lugar esta pocilga? -El tono de Jacques era burlón.

– No te preocupes, Bretón, he procurado disponer de un lugar adecuado para nosotros. No es exactamente la corte pontificia, pero creo que nos servirá.

Giovanni les guió hasta lo que parecía el centro de aquel laberinto de sacos y mercancías. Allí dos candelabros esperaban a sus visitantes, y varios sacos dispersos estaban preparados como improvisados asientos.

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