La noticia le dejó sobrecogido, inmerso en una especie de temor sobrenatural. Finalmente, el rumor se había confirmado, y varios de sus hombres juraban que habían visto a Guils en persona. Al principio, se había negado a creer en tales habladurías, pensaba que se trataría de simples supersticiones de ignorantes… A1 fin y al cabo, su propia fama se la debía al rumor que había sabido distribuir sabiamente: la Sombra era un nombre que imponía temor. Después las noticias adquirieron la solidez de testimonios fiables, pero a pesar de todo, la duda seguía instalada en la mente de Robert d'Arlés. ¿Era aquello posible? No podía serlo, de ninguna manera, él sabía mejor que nadie que la dosis ponzoñosa administrada a Guils podía matar a diez personas sin vacilación. Pero ¿y si Guils, al encontrarse mal, había vomitado y había logrado expulsar gran parte del veneno? Eso sería posible, desde luego, y mucho más con un médico de la categoría de Abraham Bar Hiyya a su lado. ¡Posible, desde luego, pero el veneno utilizado jamás le había fallado!
Tenía que pensar con rapidez, de lo contrario el estúpido de Giovanni iba a tener razón, se estaba quedando en desventaja. Sin embargo, carecía de libertad de movimientos y no estaba acostumbrado, no podía arriesgarse por las calles con el Bretón y Dalmau rondando como lobos hambrientos, y quizá Guils. ¡Guils, Guils, Guils! ¡Dios Santo, cuánto había amado a aquel hombre! Todavía no podía evitar el recuerdo de su desprecio y la hostilidad con que recibió su confesión de afecto, la repugnancia con que lo rechazó y sus continuadas tretas para alejarlo de él, sus intentos para expulsarlo de aquel cuerpo de élite formado en Tierra Santa. Pero lo había pagado caro, él y sus malditos compañeros, siempre unidos en aquella extraña cofradía de la que él nunca fue parte: «¡ Malditos hijos de Satanás! -pensó D'Arlés-. Por lo que a mí respecta, pueden pudrirse en el infierno».
D'Arlés estaba en una elegante habitación, rodeado de una hermosa biblioteca de fina madera de castaño, pulida hasta brillar como si fuera un metal precioso. En su escritorio se amontonaban las cartas que no había contestado desde hacía días. El de Anjou estaba inquieto y nervioso ante sus continuados fracasos y quería resultados inmediatos. Aquel maldito arrogante creía estar en una banal cacería de zorros. «¡Que los perros hagan su trabajo! Pero los perros están hartos -pensó D'Arlés-, que venga él mismo a husmear y a buscar sus malditos pergaminos.» Nunca pensó que el juego iba a complicarse tanto, que pudiera encontrarse en aquella situación de extrema debilidad, sin la victoria al alcance de la mano. Nunca antes le había ocurrido y le costaba aceptar las dificultades. Debía encontrar una salida.
Apartó los papeles de la mesa de un manotazo, empujando la silla de un puntapié y dejando caer los puños con fuerza encima del escritorio. La rabia de la impotencia le estallaba en el cerebro, era un dolor agudo al que no estaba habituado y que no podía soportar. Resbaló, dejándose caer, hasta que sus rodillas tocaron el suelo, con los ojos fuertemente cerrados. Vio a Guils bebiendo el agua que se le ofrecía, el destello del reconocimiento en sus pupilas, la mirada irónica mientras tragaba sin apartar la mirada de él. Le había reconocido, estaba seguro, y a pesar de todo, bebía el líquido emponzoñado. ¿Por qué?, se preguntó D'Arlés, por qué le hacía aquello, acaso deseaba morir?
Sabía que Guils no llevaba los pergaminos auténticos. Le conocía lo suficiente para saber que no se arriesgaría a llevarlos en la travesía. ¿De qué demonios se mofaba aquel bastardo del infierno? ¿De que a pesar de que le matara no iba a encontrar nada? D'Arlés se encogió en el suelo, con las manos en la cabeza a punto de estallar. ¿Qué hacía él en aquella nave, sabiendo que no encontraría lo que buscaba? El deseo de matar a Bernard, simplemente, acabar con aquella mirada despreciativa, con la sonrisa irónica con que le taladraba, con su desprecio.
Se estiró en el suelo cuan largo era, acariciando las hermosas losas de mármol, siguiendo el dibujo del mosaico con los dedos y apartando los papeles caídos. «¿Dónde has escondido los pergaminos, maldito hijo de perra? ¿Dónde estuviste durante doce horas, con quién hablaste? ¿Sabría algo aquel miserable judío?» No se había dado cuenta de la presencia de uno de sus hombres que lo contemplaba atónito, tendido en el suelo, arrastrándose y hablando solo con sus espectros.
– ¡Malditos inútiles! ¡Tenéis la culpa de todo! -Perdonad, señor, me ordenasteis que os avisara de cualquier pequeño cambio. -El hombre temblaba.
– ¿Y te crees lo suficientemente importante para prescindir de una llamada a la puerta, estúpido? -D'Arlés se levantó con lentitud.
– Lo siento, señor, es la urgencia de la noticia. Fray Berenguer ha sido arrestado, señor.
– ¿Arrestado ese cerdo?
– Monseñor se lo ha llevado, señor. Hay rumores…, se dice que este fraile sentía un malsano interés por los jóvenes, que…
D'Arlés estalló en grandes carcajadas, se retorcía sobre sí mismo como un poseso ante el asombro de su esbirro que, retrocediendo con cautela, intentaba llegar a la puerta. Se paró en seco, al ver que su señor lo miraba fijamente, enmudeciendo las risas.
– ¿Y tú quién eres? -preguntó D'Arlés con los ojos extraviados.
– Dubois, señor, soy Dubois. -Temblaba de miedo ante el comportamiento de su patrón. Trabajaba para él desde hacía cinco años y conocía su refinada crueldad, pero ahora era diferente. Parecía descontrolado, enloquecido. Llevaba días sin contestar los apremiantes mensajes que llegaban de París, de la Provenza, de Roma… Nadie sabía qué hacer. Muchos de sus compañeros habían huido ante la situación, atónitos y atemorizados, con la convicción de que debían dar aviso de su comportamiento antes de que los matara en un arranque de furia destructora. Él no tardaría en hacer lo mismo, no podía soportar aquella incertidumbre. Había tenido suficiente con la muerte de Peyre, su compañero, a manos de su propio patrón. Aquel encarnizamiento había sido atroz y le era difícil borrarlo de su memoria.
– ¡Lárgate, Dubois, no te conozco, no sé quién eres! -Le hizo un gesto de desdén con los brazos, como si intentara ahuyentarlo. El hombre respiró tranquilo y salió de la habitación apresuradamente, para no volver.
D'Arlés volvió a sentarse en el suelo. Aquellos inútiles eran incapaces de hacer un buen trabajo, ni tan sólo le permitían pensar, únicamente se obstinaban en traerle malas noticias. Carlos d'Anjou no le perdonaría aquel fracaso y eso iba a reportarle muchos problemas, su influencia se convertiría en polvo y su ascenso, que consideraba imparable, se vería detenido, paralizado… o mucho peor. Alguien tenía que sacarle de aquel atolladero, pero ¿quién? Por un instante pensó en Monseñor, en aquel maldito arrogante con el que había aprendido tantas cosas, y estalló de nuevo en carcajadas. El buitre negro tenía muchos problemas, se estaba apagando a la velocidad del rayo y el Papa tampoco iba a ser muy generoso con sus fracasos. ¿Quién si no él le había puesto en el camino del crimen y la conjura? ¿Quién si no él había conseguido que ingresara en la orden del Temple para convertirlo en su mejor espía? Aquel demonio oscuro le había cambiado, le había moldeado a su gusto y placer, sin tener en cuenta sus propios sentimientos. Se dio cuenta de que nunca le había manifestado lo que realmente pensaba de él, que no se había atrevido a escupirle la repugnancia que le producía el roce de sus manos. Ahora quería comunicarle la salvaje alegría que sentía ante su imparable caída, a la que había contribuido con todas sus fuerzas. El fuego no había sido suficiente, el hijo de perra había sobrevivido.
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