Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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– Me han dicho que os habéis vuelto loco. Acaso vuestro arrepentimiento sea causa de vuestra locura, y un demente no tiene conciencia, hijo mío. -Monseñor estaba roto por la duda, quería creer en él, en su arrepentimiento, en sus lágrimas, pero algo retenía aquel deseo.

– Jamás dejé de pensar en vos, en la seguridad de vuestro abrazo, como un pequeño que busca el consuelo que le es negado, pero temía vuestra legítima ira, decían que vos ya no me amabais.

– Levantaos, hijo mío, levantaos. -El tono había cambiado, la cólera luchaba con el deseo, la esperanza borraba lentamente la duda.

D'Arlés intentó incorporarse, con dificultad, pero los sollozos le obligaron a arrodillarse de nuevo, escondiendo la cara entre las manos. Monseñor corrió hacia él, como un padre turbado ante el dolor de su hijo, y le cogió entre sus brazos, levantándolo del suelo. El hombre se aferró a su abrazo, entre lágrimas, y así permanecieron durante unos minutos, Monseñor acariciando la cabeza del sufriente, transmitiéndole todo el deseo y la alegría por la llegada del hijo pródigo. Transcurrido ese tiempo, su rostro experimentó un cambio, de nuevo el asombro y el estupor aparecieron, sin aviso alguno que los provocara. Monseñor caía con lentitud, sus ropas formando una danza -circular de destellos de seda, todavía abrazado al hijo que lo sostenía.

– Eres el padre de todos los demonios del Averno -le susurraba D'Arlés al oído, en voz muy baja, todavía abrazado a él con fuerza-, mi mejor maestro, y yo soy tu engendro especial, también el mejor engendro, el más hermoso. Padre, he venido en tu ayuda.

Monseñor se deslizó hasta el suelo, suavemente. El dolor comenzaba a aparecer tras aquel golpe seco, duro, que había conmocionado su rostro. Sus hermosas ropas empezaron a empaparse del fluido vital que corría, libre, lejos de sus cauces, y un sopor profundo le invadió. Su mirada se detuvo, por un instante, en los ojos de aquel al que había amado tanto, y vio la locura en sus pupilas, en el fino estilete que le mostraba con una sonrisa. Se le otorgó una última gracia, algún dios oscuro y olvidado se apiadó de él y le sumió en la inconsciencia que precede a la agonía, borrando la imagen de aquel rostro y de su cuchillo. Cuando D'Arlés, empapado en sangre, iniciaba su macabro ritual, Monseñor se alejaba, perdido en sueños de grandeza y ambición.

Capítulo XIII Dies irae

«Nosotros, en nombre de Dios y de Nuestra Señora Santa María, de Monseñor San Pedro de Roma, de nuestro padre el Papa y de todos los hermanos del Temple, os admitimos a todos los favores de la Casa, a aquellos que le fueron hechos desde su comienzo y que le serán hechos hasta el final.»

La luz del amanecer entraba sin prisas en la habitación. Guillem se removió en el lecho, estirando los brazos, relajado y tranquilo. Hacía muchos días que no se encontraba tan bien, por unas horas había conseguido arrancar de su mente la figura de Bernard y los problemas que había causado su muerte, incluso podía recordar su carta, línea a línea, con las palabras exactas, sin sentir una profunda turbación. Se volvió buscando la calidez de la piel ajena, el abrazo que lo guiara de nuevo a la luz del día y sin embargo, sólo halló el vacío, la delicada huella de un cuerpo frágil había desaparecido. Se levantó, inquieto, y se vistió rápidamente. Un penetrante olor a leche recién ordeñada inundaba la escalera, indicándole el camino a la cocina donde la mujer de la posada atendía sus múltiples quehaceres. Dos niños de corta edad fijaron su atención en él, abandonando por unos segundos los vasos de leche y la pelea que mantenían por la posesión de una reluciente manzana. La luminosa sonrisa de la mujer, dándole los buenos días, le tranquilizó.

– ¡Buenos días, caballero! ¿Deseáis algo de comer?

– Os lo agradezco, tengo un hambre de mil demonios. ¿ Habéis visto a la mujer que me acompañaba?

– Claro que sí, señor. Bajó a la cocina muy temprano, antes del alba. Quería dar un paseo y me preguntó si había alguna iglesia por aquí cerca.

– ¿Una iglesia? -Guillem parecía sorprendido.

– Sí, señor. Le indiqué el camino a la ermita de San Gil. Aunque tiene un buen trecho, es la única que tenemos cerca, y ella parece una joven fuerte y decidida, no como yo, aquella cuesta tan empinada y estrecha ya me hace resoplar.

Guillem se quedó pensativo. Una intuición extraña y desconocida le llenó de ansiedad y después de preguntar por el camino, se dirigió a la ermita con paso rápido. Detrás de la casa, se adivinaba un pequeño sendero que subía lentamente hacia una colina. Los prados se extendían a un lado, ofreciendo toda la gama de los verdes salpicados de alfombras rojas de amapolas. Su estado de ánimo no le permitía disfrutar del placer que la naturaleza le brindaba; más bien al contrario, a cada paso crecía su inquietud. Intentaba tranquilizarse, pensando que al fin y al cabo no era tan extraño que la joven deseara un momento de recogimiento. Las cosas habían ocurrido con mucha rapidez, y ninguno de ellos había supuesto que el deseo se impondría con la fuerza de un vendaval y él mismo ignoraba cuáles eran sus sentimientos, sus emociones. La muchacha le había atraído desde el primer momento y a pesar de haber construido un espeso muro de razonamientos, reglas y deberes, no podía evitar preguntarse, de forma continua, por la profunda turbación que sentía, por el violento desasosiego interior que le producía contemplarla. Ahora empezaba a comprender la poderosa fuerza que había estallado en su interior. Por unas horas había dejado de sentirse solo, la delicada piel de la muchacha había envuelto su alma con la mejor medicina posible, como una piedra filosofal que lo protegía contra la soledad y el desamor. ¿Debía sentirse culpable por ello? Pensó en Bernard, en sus misteriosas escapadas, algún día descubriría todo aquello que le ocultó, aunque fuera con la mejor de las intenciones.

Tras un recodo, el sendero empezaba a subir en una pendiente rocosa y abrupta, estrechándose y alejándose de los campos verdes que dormían más abajo. El rumor del agua empezaba a oírse, tenuemente, mezclado con el canto de los pájaros y la brisa que mecía los arbustos, llevando un agradable aroma a tomillo. Tardó todavía media hora en llegar a un pequeño salto de agua que brincaba entre las rocas, para desaparecer cuesta abajo, y media hora más en llegar a la ermita, en un claro rocoso en lo más alto de la colina. Era una construcción pequeña y sencilla, aislada entre el terreno pedregoso y árido, su espadaña medio derruida daba una sensación de desamparo y soledad. No se veía un alma. Comprobó que la puerta estaba cerrada y dio la vuelta al edificio, sin encontrar a nadie, encogido por una sensación helada que le recorría el cuerpo. Algo llamó su atención, unos metros más al este de la ermita, cerca del borde de la roca. Se acercó, la capa de la muchacha estaba extendida, repleta de amapolas rojas y ya mustias, como una ofrenda a algún dios antiguo. Guillem cayó de rodillas sobre las flores, sin querer pensar, sin atreverse a mirar hacia abajo, esperando un milagro que sabía con certeza que no ocurriría. De su garganta salió un gemido, un sollozo débil que fue aumentando hasta convertirse en un grito desesperado, inhumano, como una fiera herida.

Unos metros más abajo, en una repisa rocosa de forma extraña, como un trono incrustado en la pared vertical, Timbors dormía. Su hermoso rostro, vuelto hacia el cielo, sonreía, ya nada ni nadie volvería a turbarlo. Su sueño se había hecho realidad.

– Dudo de que esto funcione, amigo mío. -Dalmau se quitó el parche que llevaba en el ojo y se sentó con gesto cansado. -El rumor se ha extendido con rapidez, Dalmau. Los hombres de D'Arlés creen que Bernard está vivo, y la noticia no tardará en llegarle. Va a salir bien, no te preocupes. -Jacques miraba con afecto a su compañero de armas. Sin la barba parecía más joven a pesar de que había sido una difícil tarea convencerlo de la necesidad de rasurársela. Un caballero templario sin su fiera barba no era nada y Dalmau parecía muy afectado por su cambio de imagen.

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