Núria Masot - La sombra del templario
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Guillem subió los empinados escalones hasta la puerta y entró en la torre. Las saeteras dejaban entrar una tenue luz gris y mortecina y esperó unos instantes hasta que su vista se acostumbrara a la pálida claridad. No había nada en la estancia. Su desnudez sólo estaba rota por una colosal chimenea en el lado norte, donde la torre se fundía con la roca viva. Guillem se acercó al hogar, viejos rescoldos en descomposición eran el último vestigio de una presencia humana, y el joven recordó la exquisita meticulosidad de Bernard en el arte de borrar cualquier rastro de su presencia. Sacó de la alforja una pequeña tea preparada y los utensilios para encenderla, y una luz rojiza brillante inundó de improviso la estancia, iluminando sus altos muros. Entró en la chimenea, alzando el brazo en su interior hasta que su mano rozó la forma de una cadena, y tiró con un movimiento brusco. La pesada losa que cerraba el hogar se levantó lentamente, casi sin un ruido y a la luz de su antorcha, pudo ver el comienzo de una angosta escalera tallada en la piedra. Respiró hondo varias veces, como si intentara llenar sus pulmones con todo el aire contenido en la torre y emprendió el ascenso. Doscientos cincuenta y dos escalones, pensó, dos más cinco más dos, nueve. «Si estás abatido, piensa en el nueve, dibújalo en el aire, dentro de tu mente», le aconsejaba Bernard el Cabalista: nueve días, nueve horas con Timbors, nueve maldiciones en tu honor, querido maestro.
Se detuvo a descansar, sentado en la estrechez del frío escalón, contemplando el agujero negro que seguía delante de él y que seguía a sus espaldas. Con un último esfuerzo, empujó la trampilla de madera con la espalda, y quedó tendido en el suelo, respirando con dificultad y absorbiendo el aire helado, limpio, que le llegaba. Después de unos largos minutos allí, boqueando como un pez arrojado fuera del agua, se levantó y caminó por la áspera roca, desembocando en una impresionante balma, una gran cueva abierta como una herida en el corazón de la montaña, azotada por el viento y la lluvia. Desde cientos de metros de altitud, contempló la inmensidad del paisaje que se abría ante sus ojos, la diminuta silueta de la torre allá abajo, perdida su arrogancia en un punto indefinido, devorada por los picos montañosos que la rodeaban.
Se sentó, recordando el asombro que le produjo el lugar la primera vez que lo visitó con Bernard, su incredulidad ante aquella obra de la naturaleza. Y pensó que sus emociones cada vez, habían sido distintas, como si el paraje cambiara constantemente para sorprenderlo. La gruta tenía la forma de una lágrima horizontal. Su punto más estrecho, en el inicio de la lágrima, era un pasadizo natural que se abría al exterior y donde se hallaba la trampilla de madera, el final de la larga escalera que ascendía por el vientre pétreo. Desde allí, la caverna se abría a lo largo y ancho, extendiéndose y formando una gran bolsa y, a la vez, ocultándose a la mirada humana.
A1 final, en su lado más amplio, en el lado contrario de donde se hallaba el joven, una sencilla construcción se erigía dentro de la balma, aferrada a los mismos bordes de la cornisa más extrema que caía sobre un precipicio vertical de piedra casi lisa. Sólo las águilas eran las fieles guardianas del Santuario Madre.
Bernard le había explicado muchas leyendas acerca del lugar, de cómo al construir la torre de defensa sobre unas antiguas ruinas paganas, se habían encontrado la escalera tallada en roca viva, los doscientos cincuenta y dos escalones pacientemente esculpidos, del olvido de sus constructores, perdidos en el laberinto de las memorias, y de sus poderosos dioses. Le explicó que la torre había sido construida especialmente para proteger aquel lugar secreto e inaccesible, que nadie sabía el nombre del lugar hasta que él decidió bautizarlo como el Santuario Madre, el primigenio, el principio y fin de todas las cosas. Leyendas acerca de otros túneles, cegados o destruidos que perforaban las entrañas de la tierra y nadie sabía a dónde llevaban. Guillem había quedado impresionado por el misterio, la cavernosa voz de Bernard, el contador de cuentos y enigmas le sobrecogía de terror con sus historias de espectros y dioses antiguos. Sonrió con ternura ante el recuerdo y se levantó, estirando sus doloridos miembros, casi se había olvidado del por qué se hallaba allí.
Se encaminó hacia el pequeño templo, en el interior de la cueva, y de nuevo las cruces templarias le dieron la bienvenida. En el interior, iluminado por un rústico rosetón, la desnudez era también la protagonista de la nave. Un único sepulcro de mármol ocupaba el centro exacto, como el punto máximo de gravedad del que dependiera la estabilidad de toda la montaña. Se acercó a él y con esfuerzo tiró de la pesada losa que lo cubría, buscando en su interior. Extrajo un paquete cuidadosamente envuelto y lo dejó en el suelo, a su lado, observándolo con respeto. Volvió a mirar en el interior y pareció sorprenderse, otro envoltorio estaba esperando en el interior del sepulcro. Se apartó, apretando contra sí el segundo paquete, abandonando su primer hallazgo en el suelo como si fuera portador de una extraña peste y volvió al exterior, sentándose contra el muro, casi sin atreverse a respirar. A pesar del aire helado, el joven sudaba cuando arrancó el cordel y una hermosa espada resbaló hasta el suelo, provocando que su eco metálico se multiplicara a través de la bóveda de piedra, quedándose en el suelo desnudo y lanzando destellos ante la hipnótica mirada del muchacho. El resto del paquete se escurrió de entre los dedos de Guillem, esparciéndose el contenido, fragmentos de ropa dispersa y el vuelo de la capa blanca cayendo suavemente hasta quedar inmóvil. Un pequeño papel se mantuvo en el aire, mecido por el viento, acercándose al joven que lo atrapó al vuelo. «Tu capa blanca y mi compañera de acero. Ya no necesitarás nada más. Bernard.»
Se quedó allí, encogido, entre las ropas dispersas de un caballero templario, con la mirada fija en la empuñadura de la espada. Un destello carmesí en el centro de una cruz paté, le observaba sin intervenir, esperando.
Se despertó de golpe incorporándose sobre el lecho, chorreando sudor. Su mente, inundada de rojo escarlata, inmersa todavía en su pesadilla de muerte. Las manos enguantadas de Monseñor seguían ante él sin que nada lograra hacerlas desaparecer, danzando al son de una melodía muda. Se levantó de la cama en un intento de vencer a los espectros que le perseguían, y se dio cuenta de que estaba empapado, sus manos rojas y húmedas. Se arrastró hasta apoyarse en la pared, frente a la cama. Un cuerpo yacía allí, cubierto con una sábana, rojo, rojo, rojo… D'Arlés lanzó un aullido de terror. Monseñor le había perseguido hasta allí y clamaba venganza, no estaba dispuesto a partir sin él. Pero no podía permitírselo, si era necesario lo mataría cien veces, mil veces. Vio su estilete en el suelo, la afilada punta enrojecida, a un solo metro de él, y arrastrándose con cautela se apoderó de él, la silueta bajo la sábana no pareció oír. Esta vez no iba a fallar, Monseñor moriría definitivamente, desaparecería de su vida. Retiró la sábana de golpe, con el cuchillo fuertemente aferrado y dispuesto. Una larga melena oscura tapaba el rostro, el cuerpo estaba irreconocible, un simple amasijo de sangre y hueso en desorden. D'Arlés estaba sorprendido, aquello no parecía Monseñor, sus manos eran demasiado pequeñas, sin sus guantes. Estuvo a punto de sonreír. ¿Acaso su amado mentor no encontraba la puerta de regreso del infierno? De repente, recordó a la delgada prostituta, tan orgullosa de su interés por ella. Aquella infeliz de los ojos redondos. Una carcajada sorda y silenciosa se apoderó de su cuerpo. El maldito bastardo de Monseñor intentaba invadir su sueño, atraparlo en la pesadilla, pero no lo había conseguido, él era más fuerte. Pretendía viajar en compañía, no quería estar solo en la puerta del Averno. ¡Maldito esbirro del diablo! No lo conseguiría, no volvería a dormirse, no le daría aquella oportunidad. Todavía riendo, se acercó a la jarra de agua y se limpió, tiró la camisa ensangrentada y se quedó desnudo, admirado de la perfección de las formas de su cuerpo. No tardaría en largarse de aquella maldita ciudad, faltaban pocas horas para embarcar y esperaría la protección de la noche para huir, desaparecería para siempre. Robert D'Arlés la leyenda, la Sombra, se desvanecería en la niebla. Se vistió lentamente, con extremada pulcritud, atisbando de vez en cuando por el ventanuco de aquella espantosa posada. Desde allí tenía una inmejorable vista de la nave con la que pensaba huir, y seguía allí, mecida por las olas, esperándole. Su rostro se ensombreció al recordar a Bernard Guils, otro espectro que le perseguía con saña, porque sólo podía ser eso, un miserable y vengativo aparecido. Lo había matado, nadie era capaz de sobrevivir a su pócima. ¿Por qué Guils iba a ser diferente? Sólo intentaban asustarle, ¡a él, la Sombra! ¡Hatajo de inútiles! Volvió a estallar en carcajadas contenidas, sordas, tapándose la boca con ambas manos. Empezaría de nuevo, podía hacerlo, incluso era posible que volviera al servicio del de Anjou, ¿por qué no?, sólo se trataba de encontrar una bonita historia y todos caerían rendidos ante él. Siempre había sucedido así, nada había cambiado.
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