Frey Arnau se mostró totalmente de acuerdo, el peso de las emociones también le afectaba. Comentó que se ocuparía de Abraham y salió en busca de algo que comer, no sin antes señalar que no olvidaría las medicinas del anciano.
– ¡Señor, las medicinas! -susurró Abraham-. Ni siquiera he recordado que debía tomarlas, creo que incluso he olvidado que estoy enfermo. Siento mucho no haber podido hacer algo más por vuestro compañero, Guillem.
– Hicisteis lo humanamente posible, Abraham, no permitisteis que muriera solo, abandonado en la playa, como un fardo de mercancía olvidado. Y eso fue importante. Pero debéis cuidaros. No sabía que estuvierais enfermo y lamento haberos presionado tanto con mis preguntas. Espero que me perdonéis.
– No hay nada que perdonar, muchacho, mi salud es la propia de mi edad y me alegra poderos ayudar en lo que sea. No dudéis en presionarme si este viejo judío todavía os sirve de auxilio.
Guillem se despidió con afecto del anciano y salió de la habitación. Andaba despacio, hacia el gran patio de armas, el corazón de la Casa. Necesitaba aire fresco y soledad para pensar y ordenar sus pensamientos. Todo era excesivamente confuso y las emociones todavía dominaban su alma. Tenía que poner orden, situar cada pieza en el lugar correspondiente y prescindir de lo superficial. En una palabra, aferrarse a los hechos, y uno de ellos era la muerte de Bernard Guils. ¿Por qué había muerto? Alguien quería apoderarse de lo que llevaba, no había otra razón. Sabían que no podían robarle fácilmente, no a Guils, no al mejor. Necesitaban matarlo antes y eso indicaba que le conocían, que sabían quién era. Pero ¿veneno? ¿En una nave en que casi todos compartían la comida, en que cualquier irregularidad alertaría a Bernard? ¿Cómo se lo habrían suministrado sin levantar sus sospechas? Era muy desconfiado y precavido, y en sus largos años de servicio acumulaba una gran experiencia. ¿Cómo lo habían hecho?
¿Y cuál había sido el momento del robo? Averiguarlo determinaría a los posibles sospechosos, a los que se encontraran más cerca de él y tuvieran la posibilidad de sustraer aquel misterioso paquete. Hay que empezar desde el principio, pensó, buscar a todos los que estuvieron cerca de Guils, oír sus versiones. Alguien tenía que haber visto algo, por estúpido que fuera, algo a lo que no había dado la menor importancia y que, sin embargo, la tenía.
Iniciaría sus investigaciones por la mañana. Necesitaba descansar y dejar de pensar, de dar vueltas y vueltas sobre el mismo eje sin llegar a parte alguna. Pensó en pasar unos instantes por la capilla de la encomienda pero desistió. De nada serviría alargar aquel interminable día y era mucho mejor dormir en una cama que en un banco de la iglesia. No, dejaría los rezos para el día siguiente, con la mente clara y el cuerpo a punto. «Si tu vida depende de una oración, reza, pero si depende de ti, cosa harto frecuente, olvídate de letanías y mueve el culo, chico.» Máxima número dos mil quinientas treinta, del interminable libro de instrucciones de Bernard Guils, pensó Guillem con una triste sonrisa.
– ¡Maldita sea, Bernard., no voy a poder sacarte de mi cabeza en lo que me resta de vida!
A la mañana siguiente, después de un sueño reparador y un buen desayuno en la cocina del convento, Guillem de Montclar se encaminó, con paso decidido, hacia el barrio marítimo. Antes de salir, había preguntado por frey Dalmau, el oficial templario encargado de los asuntos comerciales de la zona del puerto y le habían contestado que ya había salido hacía unas horas y que le encontraría allí.
La mañana aparecía gris y sobre la ciudad caía el peso de oscuros nubarrones que amenazaban lluvia. Guillem husmeó el aire, inspirando la fría humedad, y apretó el paso en tanto su mente ordenaba el plan del día. La amenaza de lluvia no influía en la actividad del barrio, en pleno rendimiento, con una muchedumbre deambulando en todas direcciones. El joven pensó que éste constituía un magnífico lugar para pasar desapercibido, aunque cambió de idea al observar los penetrantes ojos de frey Dalmau clavados en él desde la distancia. No había nada que escapara a la observación de aquel hombre, habituado a distinguir lo que le interesaba entre una multitud. Se acercó a él, lentamente, con una sonrisa irónica ante la agudeza visual de su hermano.
– Buenos días, frey Dalmau, empezáis muy pronto el día. -Buenos días, hermano Guillem. Por lo que parece, el tiempo está bien repartido, unos empezamos al alba y otros lo acaban empujando una carretilla.
– Las noticias corren muy rápido en la Casa.
– Ya sabéis, hermano, lo mucho que le gusta al Temple estar bien informado y esto debe contagiarse a sus miembros. Últimamente estábamos un poco aburridos y la verdad, todos preferiríamos seguir aburridos si con ello evitáramos la muerte de uno de los nuestros. Pero no os haré perder el tiempo con palabrería. Decidme en qué puedo ayudaros.
– Quería que me indicarais dónde puedo encontrar al tal Camposines, el comerciante del que me hablasteis. -¿Camposines? Con gusto lo haré, aunque dudo de que él os pueda ayudar demasiado. El problema de los comerciantes, un problema que ellos consideran virtud, es que su mirada pocas veces se aparta de su mercancía y me parece que no estáis interesado en pigmentos para el tinte.
– Frey Dalmau -rogó Guillem con una sonrisa-, por algo hay que empezar y en mi situación cualquier camino es bueno.
– ¿Tan mal andamos? -Dalmau lo observaba con atención, intentando encajar al joven en su particular escala de valores-. Veréis, muchacho. Ayer, cuando la barca arribó a la playa y dejaron a Guils tendido en la arena, me fijé en un detalle un poco extraño que quizás os sirva de algo.
– ¿De qué se trata?
– Cuando Abraham hablaba con Camposines, vi que el hombre que se había quedado con Guils se largaba, y uno de los miembros de la tripulación se acercó al enfermo como si estuviera interesado en su estado. Pero no era interés por su salud lo que demostró. En realidad, hizo un registro completo de Bernard, con unas manos realmente rápidas y educadas en estos menesteres. Y esto no es lo más extraño…
– Me tenéis en ascuas, hermano Dalmau. -El joven estaba nervioso ante la precisión de los recuerdos del administrador. -No perdáis la paciencia, muchacho. Después del registro, el individuo se levantó de un salto, parecía muy sorprendido y enfadado. Miró a su alrededor, luego a Guils y cuando estaba seguro de que nadie lo observaba, le pegó un brutal puntapié al hermano Guils, que gracias a Dios estaba inconsciente. Después se largó en dirección al barrio de Santa María, hacia la Ribera. ¿Qué opináis?
Guillem se había quedado sorprendido ante la historia y no acababa de comprender el significado de aquello. Frey Dalmau, el administrador, viendo su desorientación, continuó:
– Escuchad, lo que quiero decir es que este hombre buscaba algo y estaba convencido de que lo tenía Guils. Cuando no lo encontró, se sorprendió y enfureció hasta el extremo de desahogar su frustración en un pobre moribundo, arriesgándose a ser visto por alguien. Y lo que es más, me he enterado esta mañana de que ese tipo se ha largado, dejando plantado al capitán D Amato. El veneciano está de un humor de perros buscando un sustituto para poder largar amarras. ¿No lo encontráis interesante?
Guillem pensó unos segundos antes de contestar, empezaba a comprender el hilo conductor que le brindaban.
– Indica que lo que quería este individuo, fue robado a Guils antes de llegar a la playa. No se os escapa nada, frey Dalmau, me extraña que la orden no os haya dado un trabajo como el mío.
Dalmau lanzó una carcajada. Le gustaba aquel chico. -Porque esta misma habilidad es lo que salva al Temple de los malos negocios, Guillem, y ya sabéis que sin buenos negocios estamos perdidos.
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