Núria Masot - La sombra del templario

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En 1265, los caballeros del Temple, el Papa y un despiadado espía persiguen un pergamino con un poderoso secreto en su interior. Un secreto que podría cambiar la Historia. Bernard Guils, un templario que viaja en un barco con destino a Barcelona, es envenenado al final de su trayecto. Antes de morir, le dice a un judío que busque a otro templario, Guillem -un discípulo de Bernard-, para entregarlo unos papeles muy importantes. Los pergaminos de los que habló Bernard antes de su muerte desaparecen misteriosamente, dando lugar a una trama inteligentemente entretejida con traiciones, escondrijos y espías que pretenden hacerse con los valiosos papeles.

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– Casi de inmediato. Estábamos a punto de partir y el capitán estaba furioso, la tripulación era escasa y no podía permitirse continuar con un hombre menos. Admitió al primero que se presentó.

– ¿Y recordáis algo de ese nuevo tripulante?

– ¡Oh, sí, desde luego! Fue uno de los que me ayudó con Guils. Se portó muy amablemente conmigo, incluso se ofreció sin necesidad de pedírselo.

Frey Arnau y Guillem se miraron con preocupación.

– Abraham, amigo mío, ¿recordáis cómo era, qué cara tenía? -Frey Arnau había hecho la pregunta con curiosidad y tacto, no deseaba alarmar a su viejo compañero.

– Era de mediana edad, no tan alto como Guils. Normal, un hombre corriente.

– ¿«Normal, corriente»? ¿Qué demonios quiere decir esto? -La impaciencia volvía al ánimo de Guillem.

– Lo más posible, hermano Montclar -interrumpió de nuevo el boticario, lanzando una mirada de aviso al joven-, es que Abraham quiera decir que era de ese tipo de personas sin ningún rasgo característico que las definan. Caras y cuerpos anónimos hay muchos, ¿no es así, Abraham?

Frey Arnau sufría por su amigo, conocía su enfermedad y había notado las muestras de cansancio de éste ante el interrogatorio del joven. El día había estado lleno de emociones fuertes para su fatigado corazón, en una jornada excesiva para él. Guillem también percibía el agotamiento del anciano y decidió terminar. Tiempo habría para aclarar sus dudas. Sin embargo, era preciso empezar a tomar precauciones.

– Abraham -dijo en tono serio-, no podéis volver a casa por ahora. Éste es un asunto peligroso y alguien podría creer que sabéis más de lo necesario. No quiero arriesgar vuestra vida, ya hemos tenido bastantes muertos por hoy.

– Estoy totalmente de acuerdo -confirmó el hermano boticario-. Abraham se quedará aquí, conmigo, todo el tiempo que haga falta. No hay sitio más seguro en toda la ciudad que esta casa, nadie se atrevería a entrar.

– ¿Y Guils? -preguntó el anciano judío en tono bajo. -Hay que ir a buscarlo y darle una sepultura digna. Reconocer en su muerte lo que en vida no pudo manifestar a causa de su trabajo, enterrarlo como el magnífico templario que fue. -Frey Arnau había hablado con firmeza.

Guillem asintió en silencio, sabía exactamente lo que Bernard hubiera deseado y así lo manifestó.

– Bernard hubiera deseado descansar en Tierra Santa, en el desierto de Judea, junto al lugar donde reposa Alba, su mejor yegua árabe. Sentía un afecto especial por aquel caballo y juraba que tenía más corazón que la mayoría de personas que había conocido en su vida.

Abraham dio un respingo que casi lo hizo caer de la silla. Los dos hombres le miraron con asombro y cierta preocupación, Arnau creía que se trataba de un síntoma de su enferme dad. El anciano les explicó su sueño, al lado del moribundo Guils: un hermoso corcel blanco como la nieve, con su crin agitada al viento y con un relincho impaciente que atravesó sus oídos, despertándole.

Guillem estaba profundamente impresionado y contempló en la mirada de frey Arnau el mismo sentimiento. Finalmente el boticario habló.

– Posiblemente, el lugar donde enterremos al hermano Guils no sea importante. Lo que me transmite el sueño de Abraham es que él está donde quería estar, su alma ha vuelto al desierto que tanto amó, junto a su caballo blanco que le esperaba. Ambos ya están juntos de nuevo y nada volverá a separarles.

– Tenéis razón, Arnau. Estoy convencido de que soñé lo que Guils también soñaba y que ésta fue su manera de agradecer mi ayuda. Me regaló un sueño y un mensaje para su joven alumno, decirle que está bien, que no está solo en su viaje y que no debe preocuparse por él.

Ambos ancianos asintieron en silencio, mirándose con mutua comprensión. El mundo estaba tejido con hechos asombrosos y desconocidos, y uno de ellos los había convertido en espectadores involuntarios del milagro. Los dos sabían que la esencia misma del milagro no necesitaba comprenderse, únicamente contemplarse.

Guillem de Montclar observó a los dos sabios, con afecto. Entre ellos había encontrado el único consuelo que podían darle, el milagro de la esperanza. Lejos de desdeñar aquel sueño, le habían dado forma y consistencia, transformándolo en un mensaje de su querido Bernard. Una gran paz se adueñó de su interior, como un bálsamo que curara y aliviara sus heridas. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer a continuación y dando unas breves instrucciones a los dos ancianos, salió de la Casa. La noche caía sobre la ciudad y los grandes hachones encendidos iluminaban la fachada de la Casa del Temple. Más allá, la oscuridad levantaba su reino, y hacia ella se dirigió Guillem sin vacilar.

Capítulo IV La Sombra

«¿Habéis estado en otra orden y pronunciado vuestros votos y vuestra promesa? Porque si lo hubierais hecho y esta orden os reclamara, se os despojaría del hábito y se os de volvería a esta orden, pero antes se os habría vejado lo suficiente y habríais perdido la Casa para siempre.»

Guillem de Montclar no tardó mucho en llegar a la casa de Abraham Bar Hiyya. Había tomado todas las precauciones para comprobar que no le seguían y que nadie vigilaba la casa del anciano. Buscó la llave que le había entregado el médico y abrió la puerta. Un penetrante aroma a hierbas medicinales le dio la bienvenida, aunque también pudo percibir otro olor que empezaba a apoderarse de la casa, el del inconfundible aroma de la muerte.

Encendió un candil que encontró cerca de la puerta, tal como Abraham le había indicado, para que un poco de luz despejara la oscuridad que lo rodeaba. Y cuando lo hizo, comprendió que alguien se le había adelantado. La casa estaba patas arriba, revuelta hasta en los más mínimos detalles, los escasos muebles del judío, tirados o reventados en el suelo y sus frascos medicinales convertidos en miles de fragmentos cristalinos que, a la tenue luz del candil, devolvían reflejos fantasmales que danzaban en las paredes.

Fue hasta la habitación donde yacía el cuerpo de Guils atravesado en el lecho, en medio de un revuelo de plumas y paja. Habían destripado el colchón hasta dejarlo sin forma y el sillón del anciano, en un rincón, era un amasijo de maderas y cuero. Guillem, abatido, contempló a su viejo compañero. El cuerpo estaba boca abajo, el rostro ladeado contra los restos del colchón y su único ojo, ya cerrado, parecía dormir ajeno al desastre. Era la imagen patética del desvalimiento. El joven se desplomó en una esquina de la destrozada cama, la cara inundada de lágrimas, sin necesidad de contener más sus sentimientos y estalló en sollozos. «Guils, mi buen maestro, finalmente te he encontrado, demasiado tarde, pero he conseguido encontrarte. Siempre me avisaste de este momento, desde el primer día, pero yo jamás te creí, convencido de tu naturaleza inmortal y eterna, de que nadie lograría atraparte. ¡Qué voy a hacer ahora, Bernard!» Las últimas palabras resonaron en toda la casa, en un gemido de impotencia y rabia, sin que nada ni nadie pudiera escucharlas ni contestarlas. Pero en la mente de Guillem retumbó una carcajada de Guils. «¡Vamos, muchacho, no te duermas, que pareces un saco de mierda en medio de un establo!» Allí estaba el potente vozarrón inundando su cabeza, riéndose de su ritmo lento y torpe, perdido en divagaciones estériles y llorando como un crío. «Esto no es filosofía, carcamal, si quieres ser filósofo te vuelves a Barberá, bien protegido entre los muros del convento. Despierta de una vez, Guillem, se trata de la vida y la muerte y es de tu querido pescuezo de lo que estamos hablando, no de metafísica barata.»

Como siempre, Bernard tenía razón. Cogió una de las sábanas, tiradas en el suelo, tapó el cuerpo de su maestro y empezó a trabajar metódicamente. Registró la casa, palmo a palmo, las ropas de Guils y el propio cadáver y no encontró nada que le fuera de utilidad. Salió a la calle para inspeccionar la situación y ningún movimiento alertó su instinto, todo parecía en calma.

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