Y esperaron. Cada uno absorto en sus propios pensamientos, inmóviles, sin intervenir, recordando la primera muerte que les había traspasado el alma. Abraham pensaba en la muerte de su padre, ocurrida a poco de acabar sus estudios de medicina. «Nada puedes hacer por mí, márchate», le había dicho en su agonía, intransigente y orgulloso. No le había perdonado, nunca lo haría, pero él no se marchó, se quedó a su lado probando todos los remedios que conocía, inútilmente.
Frey Arnau estaba perdido en los desiertos de Palestina donde su hermano encontró la muerte, entre sus brazos, arropado con la blanca capa del Temple para protegerlo del frío final. Casi un niño, sin tiempo para crecer. «No me dejes solo, Arnau -había murmurado-, no me dejes solo.»
Así, de esta manera quedaron los tres, estatuas mudas, que no podían evitar la soledad del momento, testimonios de las palabras del sabio poeta que clamaba contra el árido desierto que se extiende en el interior de los seres humanos.
Fue el más joven el que rompió el silencio, cuando ya los dos ancianos se perdían en laberintos de antiguas culpas. Los rescató de su propia memoria, como ocurre en las ocasiones en que la juventud rescata a la vejez del ensimismamiento de antiguas sombras, siempre acechantes en momentos de reflexión.
– ¿Qué ocurrió, Abraham?
– Alguien le envenenó en el barco -respondió Abraham-. Los últimos días de la travesía los pasó en el jergón de la bodega, sin poder aceptar ningún alimento porque su cuerpo lo rechazaba. Tampoco quiso ayuda alguna, por mucho que intenté convencerle. Me pareció que, en cierta manera, deseaba morir. Cuando llegaron las barcas ya no se tenía en pie, aunque su único deseo era pisar tierra firme. En el corto trayecto hasta la playa, perdió el conocimiento y no conseguí que lo recuperara, así que lo trasladé hasta mi casa, pensando que era posible salvarlo. Pero no lo conseguí, el veneno había invadido todo su cuerpo, su avance fue fulminante. Creo que aguantó mucho, era un hombre fuerte. La persona que lo envenenó debía dudar de la eficacia de su acción, al ver que pasaban los días y Guils seguía vivo. Quizás incluso ahora, ignora que su plan ha tenido éxito.
– Hicisteis todo lo posible por él, Abraham -le interrumpió frey Arnau, que conocía la pena que le causaba la muerte. -Sólo hice lo que sabía, Arnau, y por los resultados no sabía lo suficiente.
– Abraham, ¿os dijo algo?, ¿os confió algo que llevara? -Guillem despertaba de la impresión, su misión seguía siendo la misma y el trabajo se imponía.
– Os llamó repetidas veces y después me rogó que guardara algo que llevaba entre las ropas, pero nada encontré. Registré su ropa, pieza por pieza, desconociendo si lo que re clamaba era grande o pequeño, delgado o grueso. Pero allí no había nada.
– ¿Y durante el trayecto, os fijasteis si ocultaba algo en la embarcación o en algún otro lugar?
– Observé, por su gesto, que guardaba algo entre sus ropas. Su brazo parecía pegado al torso, custodiando algo celosamente, quizás en el pecho o bajo el mismo brazo. Recuerdo que su mano iba repetidamente hacia su pecho, como si comprobara que fuera lo que fuese, seguía allí. Pero acabé pensando que era una simple precaución, la tripulación de estas naves no son gente de fiar ni tampoco muchos de sus pasajeros. No sé si sabéis a qué tipo de gente me refiero, pero hay algunos que parecen salidos directamente de la mazmorra. Supongo que pensé que cuidaba de su bolsa, como todos los demás, y no le di importancia.
– ¿Y cuando desembarcasteis? -Guillem empezaba a tener una sospecha.
Abraham pensó durante unos segundos, intentando recordar con precisión.
– Tuvieron que ayudarme a bajarlo a la barca, y después a llevarlo hasta la playa. Aquellos asnos creían que estaba borracho y no pararon de hacer bromas groseras durante todo el trayecto, casi tuve que suplicar su ayuda.
– Veamos, Abraham. ¿Quién os ayudó a bajarlo a la barca? ¿Quién se acercó a él durante el trayecto hasta la playa? -El joven se aferraba a su disciplina de trabajo, guiando al anciano judío por los rincones de su memoria. «Debes empezar por el principio -le decía Guils-, con paciencia, no te descontroles, abandona toda especulación que creas cierta y aférrate a los hechos. Esto no es un trabajo para filósofos, chico, sino para artesanos.»
– Está bien, joven Guillem, procuraré ir en orden y no confundirme. Veamos: cuando lo bajamos a la barca, me ayudó el fraile más joven y dos miembros de la tripulación, uno de ellos muy fuerte y tosco. También me ayudaron D'Aubert y Camposines. Recuerdo que el viejo fraile despotricaba contra borrachos y judíos y se negó a prestarnos la más mínima ayuda. Incluso ya en la barca, se colocó lo más lejos posible de nosotros. Cuando llegamos a la playa, creo que me ayudaron los mismos y unos mozos de cuerda que esperaban para embarcar. En cuanto al trayecto, nadie se nos acercó. Yo sostenía a vuestro amigo mientras los demás nos contemplaban como a auténticos leprosos.
– Lo más probable es que el robo tuviera lugar al bajarlo o en la misma playa -interrumpió frey Arnau-. Tuvo que ser en un momento de confusión entre tanta gente, de lo contrario alguien se hubiera dado cuenta. Haced un esfuerzo, Abraham, quizá recordéis algo de utilidad.
– ¡D'Auberti -exclamó Abraham, excitado-, se quedó solo con Guils cuando yo buscaba ayuda para transportarlo a mi casa. Fui a hablar con Camposines y al volverme, D’Aubert había desaparecido. Guils estaba tendido en la arena, solo, y aunque yo sólo estaba a unos pasos, le rogué que se quedara unos segundos con él.
– ¿D’Aubert? ¿Quién es este hombre? -preguntó Guillem. -Según él, un mercenario y no puedo negar que se esforzaba en comportarse como tal, ya sabéis, contando heroicidades y fantasías que nadie creía.
– ¿Y pensáis que ocultaba algo?
– Es muy posible -respondió Abraham, pensativo-. Lo único que os puedo decir, es que no me pareció que fuera quien decía ser. Se esforzaba demasiado en demostrar lo que nadie le pedía. No me caía bien, lo siento, me desentendí de su persona a los pocos días.
– Decidme, Abraham, ¿pasó algo durante la travesía que os llamara la atención? -siguió interrogando Guillem.
– Una tormenta espantosa que estuvo a punto de engullirnos a todos -contestó de inmediato el anciano-. Estuve convencido de que el Altísimo había decidido mi hora, jamás viví algo parecido, os lo juro.
Abraham quedó mudo por el recuerdo, nunca volvería a pisar una nave si podía evitarlo. De golpe, algo le vino a la memoria como un relámpago.
– Tuvimos un asesinato en Limassol, antes de embarcar.
– ¡Un asesinato! -Guillem y frey Arnau habían soltado la exclamación al unísono, asombrados.
– Abraham, amigo mío, podríais haber empezado por ahí -le comentó el boticario. Pero todas las alarmas se habían encendido en el cerebro de Guillem.
– ¿Recordáis los detalles, Abraham, o sólo oísteis rumores? -Fuimos espectadores de primera fila, Guils y yo. El capitán D Amato me rogó que, en mi condición de médico, le diera mi opinión sobre la muerte de un marinero cuyo cadáver había aparecido aquella misma mañana. Fuimos hasta allí y encontramos a Guils, que estaba examinando al muerto. A1 principio no hallamos señales de violencia. D'Amato temía que hubiera muerto a causa de alguna enfermedad contagiosa, pero al rato, Guils me indicó una finísima marca en la base del cuello. Llegamos a la conclusión de que alguien había atravesado al infeliz con un estilete muy fino que casi no dejó marca. Guils me pidió que no dijera nada de ello y así lo hice. En realidad, no sé por qué, no le conocía de nada, pero era el único que me inspiraba confianza. Cuando el capitán se interesó por mis conclusiones, mentí y le dije que lo más probable era que hubiera muerto del corazón. -Abraham -preguntó Guillem con cautela-, ¿se sustituyó el hombre asesinado, se buscó a alguien que hiciera su trabajo?
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