Y ahora, llegado ya el momento de lo social, el matrimonio Quispe Zapata Zetterling y sus hijas Lucha y Carmencita, que, desgraciadamente, muchísimo tenían del papá y casi nada de doña Greta, habían aterrizado en Lima y a lo grande. Por lo pronto, se comentaba ya que en la gigantesca casona de Javier Prado, en la que lo aerodinámico se daba la mano con lo neocolonial y con algún toque bávaro-selva negra, los tres ascensores no paraban de subir y bajar, día y noche y semana tras semana, y que el fiestón con que las dos muchachas habían sido presentadas en sociedad, antes de tiempo, es cierto, pero, de ser necesario, la fiesta la podemos repetir, a su debido tiempo, habrían afirmado doña Greta y don Rudecindo, aunque lo cierto es que hasta ahora nadie había encontrado un solo invitado a aquel fiestón al que no le faltaran palabras para contarte lo que fue aquello, hija. Y, pocos meses después, las chicas terminaron el colegio y, bueno, para qué te cuento, realmente todavía no se ha escrito lo que fue aquello, de fábula, de cuentos de hadas, de otros tiempos, hija mía.
O sea que los mellizos ya no pudieron más de curiosidad, de ansiedad, de inquietud, en fin, de todo lo que eran ellos, quintaesencialmente, cuando de la sociedad limeña se trataba. Y Carlitos Alegre andaba suelto en plaza, porque Natalia de Larrea acababa de partir en uno de sus modernísimos viajes a Europa, o sea, en avión y por negocios, y no en el Reina del Pacífico y por placer, ni tampoco con el maletón especial para pamelas, y además fotografías en las páginas de sociedad de los diarios limeños. Sí, Carlitos andaba suelto en plaza, justo ahora que los mellizos volvían a necesitarlo para que se descolgara telefónicamente en la casa de unas desconocidas, gracias a su simpatía y espontaneidad innatas, haciéndose pasar por Raúl, primero, luego, por Arturo, y presentándose así, nomás, de puro simpático o de puro loco, tremendo aventado, en todo caso, el tal Carlitos, y arrancando una cita y otra más, sin incurrir jamás, por supuesto, en el uso y hasta el abuso de un vocabulario que escapaba a su control, o inconscientemente sublime hasta lo ridículo o lo mediopelero. Era un genio para descolgarse, el gran Carlitos, sin duda de lo puro distraído y como ausente de los códigos de comportamiento y de las normas sociales que vivía, y en cambio los mellizos cada día parecían más acróbatas de circo pobre, por la habilidad que habían adquirido para colgarse de aquel viejísimo teléfono, siempre pendiente de la misma húmeda y titubeante pared de adobe y quincha, a pesar de que ya más de una vez el aparatote negro ese se había venido abajo, dejando un buen agujero y hasta alguna tubería o cable de electricidad colgando horrorosos y muy peligrosos, y a ellos dos patas arriba en el piso del corredor de los cuarenta vatios y su tristeza correspondiente.
Pero, por más que lo intentó y por más divertido que estuvo, en su improvisada metida de letra, Carlitos fracasó ciento por ciento con las hermanas Lucha y Carmencita Quispe Zetterling, que sencillamente no lograban captarle la gracia al loquito este del teléfono, y más bien consideraron que ya se estaba poniendo pesado con tanta chachara y tanta broma totalmente incoherente. La verdad, ahí el primero en darse cuenta de que el asunto no funcionaba, ni iba a funcionar nunca, fue el propio Carlitos, que hasta empezó a perder la paciencia y a hartarse de lo brutas que eran las pobres hermanas, qué bárbaras, no pescan ni una, no aciertan con ninguna, y a mí no me entienden ni me entenderán jamas.
– ¿No será que son excesivamente chimbotanas? -les dijo, por fin, a los mellizos, poniendo precavidamente una mano sobre el inmenso auricular, para no ofender a nadie, allá en el caserón de los múltiples ascensores y estilos. Y, como los mellizos continuaban intensamente colgados y mirándolo sin saber muy bien qué hacer, añadió-: ¿Y por qué no lo intentan ustedes, que tienen algo de chiclayanos? Todo eso es por allá, por el norte, y, a lo mejor, ustedes cuatro nacieron para entenderse a las mil maravillas. De cualquier manera, yo hace ya como una hora que lo intento todo con esas dos chicas y, la verdad, como si les hablara en chino. Y miren que les he contado la historia de las sillas que te atrapan para siempre, en Barranco, de cómo el francés es el idioma más pegajoso del mundo, y de cómo Melanie, que es casi una niña, es quien me está enseñando francés a mí, en tiempo récord sudamericano, cuando menos, y no la señorita solterona Herminia Melon, sin acento en la «o», que es una profesora genial y de fama mundial, y que es la que me da clases tres veces por semana, oficialmente, pero siempre pegado a una silla atroz, por decir lo menos. En fin, ustedes son testigos. Lo he probado todo, creo, ya, pero las hermanas Lucha y Carmencita Quispe Zetterling, como quien oye llover.
– A ver -dijo, por fin, Arturo, descolgándose, y haciéndole una seña a Carlitos, para que le entregara el auricular.
– ¿Aló? -dijo éste-. No, no se ha colgado. Fui un instante en busca de un traductor, al ver que… Bueno, al comprobar lo mismo que tú y tu hermana estaban comprobando, también…
– ¿Cómo…?
– Nada, nada. Y mira, aquí te paso nuevamente a Raúl Céspedes, pero en versión norteña, ahora.
Acertó, Carlitos, y el mundo se llenó de cumbres del estrellato y mecas del firmamento, pero hasta tal punto que ahora era Carlitos el que colgaba peligrosamente del teléfono de la calle de la Amargura, mientras que las dos hermanas Quispe Zetterling colgaban, una de un teléfono rosado, y la otra de un teléfono verde, para felicidad de los mellizos. Y también para su gran desesperación, porque, a ver, tú, Raúl, y tú, Arturo, ¿adivinen de cuál de estos dos teléfonos estoy hablando yo? ¿Del rosado, del azulito? ¿Y de cuál está hablando mi hermana? ¿Del rojo, del verde?
– Pregúntenles que si están colgando del amarillo -les soplaba Carlitos, cual apuntador teatral, y los muy brutos no le entendían ni papa.
– ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Y por qué? -le preguntaban, una y otra vez, los mellizos, con unas gargantas operadísimas de algo atroz en las cuerdas vocales, para que ellas no se fueran a enterar, no vaya a ser… ¿Y para qué, Carlit…?
– Par de animales -se desesperaba éste-. Pues para irse enterando de toda la inmensa gama de teléfonos que hay en ese caserón, del gigantesco arcoiris de teléfonos que poseen ese par de chicocas.
– ¿El verde y el azul y el rojo y el celestito? -les gritaban, casi, entonces, los mellizos a las hermanas.
– Así no vale -les coqueteaban ellas, multicolormente felices, con su arsenal de teléfonos-. No, así no vale. Tienen que responder, por ejemplo: Tú, Carmencita, estás en un teléfono de tal color, mientras que tú, Luchita, estás…
– ¿En el firmamento y en el arcoiris…?
– Ah, no. Así tampoco vale…
La conversación telefónica más larga, intensa y feliz que hubo en Lima, en la década de los cincuenta, duró hasta que Carlitos Alegre se vino abajo con un buen trozo de pared a cuestas y entre los desafortunados gemiditos y gemidillos de la pobre Consuelo, a la que sus hermanos casi matan a insultos por el solo hecho de tener que pasar por ahí en ese momento, justo cuando ellos acababan de llegar a un casi histórico acuerdo con las hijas del primer contribuyente de la república, qué muchachas tan encantadoras, qué sencillez, cuánto firmamento en su horizonte y cuánta meca en su cumbre, y ni hablar del gigantesco y multicolor arcoiris de teléfonos que poseen en la casa de los ascensores para todo y para todos, sí, señores, hay que ver, y que viva el lujo y quien lo trujo, y antigüedad es clase, aunque la verdad, Arturo, mejor lo de antigüedad lo dejamos, por ahora, ¿no te parece?, no vayamos a embarrarla, sí, Raúl, aunque dime, tú, ese gigantesco arcoiris multicolor de teléfonos…
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