– Tan de plástico, sí, mi Duquecito.
En total había veintinueve teléfonos en la casa y ni uno solo del mismo color. Y, el paso del telefonote aquel viejo y negro de pared de la casona de quincha y adobe, en la calle de la calle Amargura, a este mundo en el que incluso había un teléfono a cuadritos, era, por consiguiente, para los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas, un paso obligado, y un gran paso al frente, sí, señor, cómo no.
Mientras tanto, la fiesta del colegio Rosa de América, en casa de una alumna que vivía en una transversal de la avenida Brasil, tal vez en el distrito de Breña, tal vez en el de Pueblo Libre -en fin, por ahí, como dijo Molina- y que tenía un solo teléfono, y negro y cualquiera, era una mezcla de carnaval sin disfraces y clase media que mira al porvenir con relativo optimismo, y se apoyaba sobre todo en los ritmos muy alegres y los boleros sublimes que habían llevado entre varias muchachas y en la calidad bastante dudosa de un tocadiscos que, por momentos, daba alarmantes signos de fatiga. Distraidísimo como siempre, Carlitos Alegre no cesaba de preguntar de qué playa lejana o de qué veraneo tropical llegaba tanta gente tan bronceada, tan uniformemente quemadita y morena, en esta época tan gris del año, y la pobre Consuelo tuvo que vencer su inmensa timidez y explicarle, muy subrayadamente y muy al oído, que en el Perú «no todo el mundo es siempre rubio, Carlitos», segundos antes de que un fornido mestizo piurano, apodado Piano'e cola, le partiera el hocico de un bofetadón, por andarse burlando de la concurrencia, blanquinoso de mierda, y oñoñoy, y ni que fuera albino, el muy valiente puta este. En fin, que casi arde Troya, por lo bruto que había estado Carlitos, pero ya varias amigas de Consuelo se habían dado cuenta, felizmente, de que el pobre más bueno y noble y simpático no podía ser, y más despistado, también, sí, pero malintencionado jamás, y con un buen par de merengues la fiesta recobró su sana alegría y el bailongo se fue animando cada vez más, a pesar de los desmayos de un tocadiscos que varias veces estuvo a punto de entregar el alma, pero que finalmente aguantó hasta la madrugada con verdadero pundonor.
Para Consuelo y Carlitos, sin embargo, el problema se fue agravando con el paso de las horas, o, más bien, de los discos que intentaron bailar. En primer lugar, porque ella no tenía la menor idea de lo que era bailar, y porque él, ni en sueños, lograría aprender tampoco a bailar, jamás de los jamases, por lo cual, tras una etapa inicial de sinceros y hasta calculados y contados esfuerzos, uno, dos, tres, cuatro, uno, dos, tres, cuatro, y muy medidos y esmerados intentos de hacerlo bien, atravesaron otra etapa de forcejeos y pisotones mil, y entonces sí que pasaron a una tercera etapa de franca desmoralización y papelón general, ahí enmedio de tanto bailarín genial; y, en segundo lugar, por la maldita aparición de la serpentina verde aquella, que una compañera le lanzó a Consuelo, de lo más sonriente, para que ésta, de lo más sonriente, también, se la enrollara en el cuello a Carlitos, a manera de collar hawaiano, o algo así, aunque también con su componente de paloma mensajera, porque cada serpentina traía su mensajito impreso en letras bien negritas, y ahora era a Carlitos al que le tocaba leer en voz alta qué frase divertida o traviesa o qué piropo tan gracioso o picarón le había traído por los aires su serpentina verde. Y el pobre leyó, de lo más entusiasta, al principio, pero sólo al principio, lo siguiente: «Hágase tu voluntad.» Y, sí: «Hágase tu voluntad» era la frase que, voluntaria y sonrientemente, e inefablemente, también, y como demasiado humilde e implorantemente, también, y, bueno, como desastrosamente, por fin, le había hecho llegar un destino llamado Consuelo. Y a Consuelo, sentadita ahí a su lado y llorosita, ya, se la había tragado para siempre la tierra.
O sea que nada, absolutamente nada, ganó Carlitos con tener ideas geniales aquella noche, porque, la verdad, cada idea genial resultaba, al fin y al cabo, más patética que la otra. Y, así, la primera, notable, iniciativa, fue, nada más y nada menos, la de invitar a Consuelo a bailar, a sabiendas de que en aquel asunto ya habían fracasado estrepitosamente. Hay que reconocer, eso sí, que, al pobrecito, con aquello de la serpentina verde y su mensaje pavoroso, la memoria como que se le había evaporado. Un abrir y cerrar de ojos, pero eterno para ellos dos, duró esta feliz iniciativa. La segunda, por lo menos, duró hasta que el Daimler llegó a la avenida Javier Prado, con Molina sospechosamente desgarrado, ahí al volante, porque el buen hombre lo estaba sospechando todo y además escuchaba clarito cuando Carlitos le proponía a su pareja, sorda y muda, parece ser, un paseo por la casa de los Quispe Zapata Zetterling, a ver si aparecen tus hermanos y se mueren de rabia y de envidia al vernos paseando felices en este lindo automóvil. El fracaso de esta iniciativa fue rotundo, por el simple hecho de que ya ni el pobre Molina era feliz en ese maldito Daimler, más bien todo lo contrario, y porque de la fiesta en el caserón de los mil estilos, los coloridos líquidos y hielos, los ascensores para todos y para todo, salió hasta la última hormiga que se paseó aquella noche por la avenida Javier Prado, pero los mellizos se demoraron aún más en abandonar la casa que esa hormiga, aquella misma noche, extasiados como estaban en la contemplación, una y otra vez, y una última vez más, por favor, Luchita, por favor, Carmencita, de todo aquel arsenal telefónico, de todito aquel arcoiris multicolor y redundante de teléfonos, y éste, a cuadritos, éste, sí, éste, ¿por éste le vas a hablar a tu Duque, mi amor?
– Toda una vida, mi vida.
La última iniciativa de Carlitos fue recorrer Lima por sus zonas más bonitas, pero también estaba fatalmente condenada a un fracaso final, pues debía terminar obligatoriamente ante la fealdad de la casona demolible, en la oscura calle de la Amargura en que aquel calvario llegaría a su fin para la pobre Consuelo. Y así fue, claro, pero con un toque de añadida crueldad que sólo al destino se le ocurre admitir en un momento semejante. Aunque fueron palabras pronunciadas por Carlitos, simples palabras de esas que a veces uno suelta con la mejor intención del mundo, y que, mil años después, cuando uno menos lo piensa, reaparecen en tu memoria, se abalanzan sobre ti, como un feroz asaltante de caminos, y te hacen pegar tremendo respingo y nadie a tu alrededor comprende qué diablos te puede estar pasando, qué te pasa, ¿qué le sucede a este tipo, oye?
Y es que, al bajar del Daimler, ahí en la casona demolible de la calle de la Amargura, a la pobre Consuelo no se le ocurrió nada mejor que despedirse de Carlitos con las siguientes palabras de sumisión, y más gemiditas que pronunciadas:
– «Hágase tu voluntad.»
Y al pobre Carlitos no se le ocurrió nada peor, con la mejor intención del mundo, que:
– «Aquí sólo se hace la voluntad de Dios. Y así en el cielo como en la tierra.»
El pobre quiso desviar el tema ese tan triste de la serpentina verde, y todo eso, pero, bueno, esto fue lo que le salió, y aquella noche en el huerto sí que hubo serenata de lágrimas y amaneceres tan tristes, que Luigi hasta empezó a iluminar la piscina con cierta antelación, a ver si de alguna manera mágica al avión en que regresaba la señora Natalia se le ocurría anticipar su aterrizaje en Lima, con la señora adentro, por supuesto, para ponerles fin a tanta tristeza y melancolía, y sobre todo para levantarle el ánimo al poveretto giovane Carlitos, que anda como alma en pena, desde el sábado pasado.
Y así, en este deplorable estado llegaba Carlitos, tres veces por semana, a su clase de francés con la señorita Herminia Melon. Deplorablemente, también, tomaba asiento, y más deplorablemente aún se quedaba pegado horas y horas en su silla, aunque los progresos realizados desde la clase pasada la dejaban cada vez más turulata a la sabia, entrañable y finísima señorita solterona, porque este muchacho debe de pasarse las noches en vela, concentradísimo en la lengua de Racine, Corneille y Molière, porque, en efecto, ya vamos terminando nuestra tercera semana y cada día se expresa mejor y no hay palabra u oración que no entienda, ni complicadísimo subjuntivo que no domine. Asombrosos, realmente asombrosos los progresos de mi alumno Carlitos Alegre, comentaba la sabia maestra, ignorando por completo, claro está, que, no bien lograba despegarse de una de esas sillas atroces, Carlitos salía disparado en dirección a la avenida San Felipe, donde casi todas las noches lo esperaba Melanie Vélez Sarsfield, sentadita siempre en aquel gigantesco sofá del caserón tudor, llena de cuadernos y lápices de varios colores y con una excelente colección de libros para el estudio del francés.
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