La señorita Herminia Melon daba sus clases en el comedor del chalecito, y las sillas sí que eran una vaina. Una mezcla de hule y cuero y caucho, o lo que fuera, pero el pantalón de Carlitos, el fundillo del diablo, sobre todo, y un buen trozo de ambas piernas, también, se le pegaban al asiento, casi desde el comienzo, por lo cual él arrancaba una temprana y secreta lucha contra esa tremenda vergüenza con su sonidito sospechoso y todo, y la clase entera se la pasaba levantando muy lentamente un muslo y una nalga, posándolos de nuevo tras darles tiempo para que se deshumedecieran, arrancando luego la misma maniobra con la otra nalga y el otro muslo, y aquello era como un lento y permanente sube y baja incomodísimo y para morirse de vergüenza, sobre todo porque Carlitos vivía con la convicción plena de que la señorita Herminia, ese dechado de todo lo fino y sensible que hay en este mundo, le daba a su conducta dos interpretaciones, a cuál más bochornosa para él. La primera: como Carlitos quiere aprender francés en sólo tres semanas, se hace el que se queda pegado al asiento para que las clases no se acaben nunca. La segunda: está tomando impulso y pasión, el muy perverso, para despertar en mí el mismo impulso y pasión que me volcó en aquel beso que me llegó de sabe Dios dónde y por qué, aunque del cual no reniego, no, y mucho menos de su aroma. Y, encima de todo, por despegarse y despegarse y seguirse despegando lo menos vergonzosamente posible, Carlitos se olvidaba de pagarle a la señorita Melon, que ni siquiera un acento en la «o» tenía, la pobrecita, y seguro que de sus clases viven ella y sus ancianos padres. Y, más encima de todo, todavía, como la señorita Melon era finísima, se moría de vergüenza de cobrarle y, sin duda llevada por la necesidad y sólo así, se atrevía a hacerlo, pero para ello cerraba antes todas las cortinas y apagaba las luces, de tal manera que ambos pudieran morirse de vergüenza por su lado, uno por no pagar y la otra por cobrar, pero en una habitación tan oscura que el asunto dinero imposible verlo ya, y así ambos evitaban presenciar el descalabro moral del otro y ella no lo veía ponerse rojo como un tomate y él se perdía ver lo bonita y finísima que se ponía ella cuando se ruborizaba y sus mejillas sonrojadas se convertían en una verdadera delicia tipo melocotón bien madurito y colorido.
Pero al cabo de tres lecciones, el francés de Carlitos seguía igual o hasta peor que el primer día, si se puede, o sea, espantoso, dificilísimo de aprender, y pegajosísimo. El francés era el idioma pegajoso, por excelencia, según Carlitos, que, sin embargo, logró su prometida proeza de recibir a Natalia en francés, a su regreso de Europa -el viaje, felizmente, a este nivel, se alargó una buena semana más-, y de mantener una conversación bastante correcta, aunque con algunas ayuditas de parte de ella, claro, durante el camino feliz de regreso del aeropuerto al huerto.
Lo que no supo Natalia, hasta un prudencial tiempo después, es que el verdadero mérito didáctico no había sido de la señorita Herminia Melon, aunque ciento por ciento por culpa de las sillas, por supuesto, sino de Melanie Vélez Sarsfield. Desesperado por el problema de esos asientos pegadizos que le impedían concentrarse y progresar con su francés, Carlitos pensó en ella. Melanie, recordaba él, le había contado alguna vez que su francés era tan bueno como su inglés y que ambos los sabía ella casi mejor que su castellano. Y, como la pobre Melanie vivía pegada en aquel sofá gigantesco, sólita con lo de su menstruación ignorada, Carlitos optó por correr donde ella en busca de ayuda, no bien lograba despegarse de las sillas de la señorita Melon.
– Me imaginé que era una visita interesada, malvado -le dijo, el primer día, Melanie -, pero bueno, cómo te voy a negar yo nada a ti, si vivo esperando que la veterana de tu amante se vuelva vieja y bruja, para yo, a mi vez, haber crecido algo, y hasta que la muerte nos separe, después, Carlitos, porque uno aprende a quererte mucho, sentada siempre aquí y sin hacer nada. Y, en lo que a esperar se refiere, pues digamos que estoy esperando ya el día en que me lleves al altar con un anillo y con mi papi sobrio, por una vez en la vida.
– Melanie, si me dijeras todo eso en francés, al menos serviría de algo…
– Venga ese francés, Carlitos Alegre. Ponte aquí, ven, vamos.
– Pero sin tocarme, por favor, Melanie.
– ¿Y si te toco en francés? Te tengo en mis manos, ¿eh, Carlitos?
– Te lo ruego, Melanie.
Noches enteras se quedaron estudiando francés Carlitos y Melanie. Se amanecían, ahí en la sala gigantesca aquella, y Carlitos progresaba, y mucho, sí. Tanto que, al final, iba donde la señorita Herminia Melon y se pegaba crujientemente en las sillas detestables, pero ni cuenta se daba hasta el final de la clase, mientras que la señorita no salía del asombro de ver lo mucho que progresa este muchacho, claro, se ha abstraído del mundo, con lo del francés, su mente entera sólo retiene el mundo si éste está en francés, es un distraído total para todo lo que no sea ese idioma, y así, cómo no, el escándalo de despegada con que se levanta de la silla, aunque ahora sí muy puntualmente y sin olvidarse de pagar y sin que le importe nada más que el francés, en este mundo. Y cada clase sabe como doce clases más y pronuncia mejor, ce grand distrait…
Aunque había sido testigo mudo -pero vaya sonrisas comentariosas, las del hombre- de varios papelones y de más de una amarga derrota de los mellizos Céspedes, en sus incursiones en el mundo de los contribuyentes lustrosos [sic] de la república, Molina odió a Carlitos por contárselo todo en francés a Natalia, en el camino del aeropuerto al huerto. Pero bueno, en francés, en castellano, o en chino, lo primero que les sucedió a los pobres Arturo y Raúl fue algo bastante similar a lo de las descendientas del Almirante Miguel Grau, que más finas y descendientas no podían ser, pero que no sólo no tenían fortuna sino que además no usaban dinero. Y ellos, que tan acostumbrados estaban a que, año tras año, don Luciano Quiroga volviera a ocupar el primer lugar entre los más importantes contribuyentes de la república, esta vez se encontraron con que había surgido uno que lo superaba con creces, que lo humillaba, casi, pero que, en cambio, como que había surgido de la nada, de la noche a la mañana, con el espantoso apellido de Quispe Zapata, el inefable nombre de Rudecindo, y con el atroz lugar de nacimiento de Chimbote. En fin, que Rudecindo Quispe Zapata era casi un caso clínico-social para los mellizos, una verdadera anomalía, una de esas excepciones que, lejos de confirmarlas, arruinan todas las reglas y cómo lo joden a uno, además, Raúl, ¿a mí me lo vas a decir, Arturo?, tremendo padrón y tanto empeño y un millón de averiguaciones para que, al final, el número premiado salga en Chimbote.
– Bueno, nuestro padre era de Chiclayo, que tampoco anda tan lejos y…
– Nuestro padre fue de Chiclayo, murió, y, antes, hizo todo lo posible por casarse con una limeña y, después, para que sus hijos nacieran en esta ciudad.
– Y lo logró.
– No así el tal Rudecindo ese, cuya esposa e hijas también son chimbotanas y, lo que es peor, lo parecen, según me cuentan.
La verdad, el contribuyente número uno de la república nadie sabía muy bien de dónde había salido, allá en Chimbote, ni si al mundo llegó ya con su pan bajo el brazo, si terminó su secundaria, si realizó algún estudio superior. Pero, en cambio, de golpe y porrazo había resultado ser poseedor de toda una colección de haciendas, fundos y chacras, en el norte del país, construía carreteras en el sur del país, poseía una fábrica de gas y otra de ladrillos en la capital del país, y hasta había amanecido un día siendo accionista importante del Banco Internacional del Perú, pero, por ejemplo, aún no era miembro del Club Nacional, ni lo había intentado siquiera, tampoco había viajado a Europa en el Reina del Pacífico, ni lo había intentado siquiera, y sus hijas, medio impresentables, según dicen, habían llegado de un colegio de Chimbote al británico San Silvestre, de la capital. Y, aunque hacía cuatro o cinco años que el tal Rudecindo Quispe Zapata venía metiéndose por los palos, en la carrera de los contribuyentes importantes, jamás nadie sospechó que un año la iba a ganar por varias cabezas, ni mucho menos que la avenida Javier Prado amanecería un día con el primer caserón en la ciudad de tres pisos y ascensor principal, ascensor de servicio, y ascensor de servicio culinario (uno chiquito en que se suben las comidas rápido, para que no se enfríen, o los tragos con su hielo bien compacto, entre otras cosas, o también para que nadie tenga que traerte nada hasta tu cuarto, si estás calato en la cama, por ejemplo, habían averiguado los mellizos), y que el arquitecto era un inglés de fama mundial, aunque en Lima los caprichos de la familia Quispe Zapata le arruinaron bastante su proyecto y, de paso, su fama, y que la esposa del tal Rudecindo se llamaba Greta Zetterling, que era de origen austrohúngaro, un lomazo, y qué ojos azules, y que adoraba a su marido y lo respetaba y hasta le llevaba las cuentas sin ayuda de nadie, como cuando recién empezaron su vertiginosa ascensión económica.
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