Alfredo Echenique - El Huerto De Mi Amada

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Novela ganadora del premio Planeta 2002, narra los amores entre Carlitos Alegre, un muchacho de 17 años hijo de una acaudalada familia limeña, y Natalia de Larrea, una mujer divorciada de 33 años que arrastra una leyenda de seductora. Carlitos desafiará las reglas de la obtusa sociedad limeña y se trasladará a vivir en el huerto de la finca de su amada a las afueras de Lima. Alfredo Bryce Echenique vuelve con esta historia a retratar los vericuetos de la alta sociedad de Lima que ya plasmó en una de sus obra más emblemáticas `Un mundo para Julius`. El humor nunca corrosivo, la perfecta descripción de los estados de ánimo y los guiños a este grupo social que el autor conoce tan bien se completan con la bella prosa de este escritor fundamental.

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– ¡El colmo! -exclama, desde la platea, Carlitos Alegre-. ¡Un corredor de una sola bombilla! ¡La cumbre! ¡Lo que se dice la cumbre!

Va recogiendo las mismas piedras que a él le han lanzado desde el escenario y se apresta a arrojarlas, pero no sabe si primero a Raúl y después a Arturo ni, elementalmente, tampoco sabe cuál es cuál, de tal manera que a él le caen más pedradas todavía. Furioso, Carlitos Alegre lanza todas sus piedras juntas.

¡Porque da lo mismo! ¡Porque cada uno es, además, el otro! ¡Y porque a la señora Céspedes ya sólo le falta un callejón de un solo caño, carajo! ¡Habráse visto cursilonería igual!

– ¿De dónde me has sacado semejantes amigos, amor?

– Digamos que ellos me sacaron a mí, Natalia de… No, no te digo ni te diré más, Natalia de mi corazón, porque, perdona, parece cosa de este par de sublimes.

El telon se viene abajo con estrépito y se diría que para siempre, por el estado en que ha quedado.

Pero nunca se sabe con una obra como Acto seguido porque ahora, por ejemplo, se ha vuelto a abrir la puerta de la calle en la casa que alquila y paga puntualmente doña María Salinas, viuda de Céspedes, que ya tiene la comida prácticamente lista, y que sólo estaba esperando que llegara su hija Consuelo para llamarlos a todos a la mesa. Y sí ahí llega ya Consuelo, ni bonita, ni feíta, ni inteligente ni no. Consuelo cursa el cuarto año de secundaria en el colegio Rosa de América, con resultados bastante discretos aunque año tras año gana el Premio al Esfuerzo y/o el Premio a la Constancia, que matan ambos de vergüenza a sus hermanos Arturo y Raúl.

Aunque la verdad, reconoce la señora María, es que su hija es una chica muy constante y esforzada, que no sólo estudia mucho en el colegio sino que, además, se da tiempo para seguir unos cursos de presecretariado bilingüe inglés-castellano, todas las tardes al salir del Rosa de América. Y la pobrecita llega a casa a la hora de la comida, come, me ayuda a lavar los platos, estudia en el mismo saloncito que sus hermanos, sobre todo ahora que ellos lo hacen por las mañanas y tardes y con ese amigo que se han conseguido sabe Dios dónde, el distraidito, sí, que parece muy bueno pero que un día la llama a una doña María, otro señora de la Amargura, y ya alguna vez me ha llamado doña Viuda. Pero educado es y, según mis hijos, pertenece a una familia muy distinguida de médicos dermatólogos y tiene un abuelo italiano muy famoso, de apellido Nobel.

– ¿Pero a qué hora estudia la pobre Consuelo, María.

– Ah, sí, claro. Ella estudia después de la comida, no bien termina de ayudarme con los platos y las ollas. Estudia robándole horas al sueño, la pobrecita.

Muv merecidos se tiene entonces esos premios que se gana. ¿Son, me dijo usted?

– A la Constancia y al Esfuerzo, doña Estela. Y aquí le dejo su chequecito de todos los meses.

– Usted siempre tan puntual, María. Espero también que siempre me cuide mucho mi casa.

– Tengo un chico que me ayuda con la limpieza, doña Estela Porque los muchachos, ya usted lo sabe, a esta edad piensan en otras cosas y todo lo de la casa les fastidia. Y además ahora que se preparan para el ingreso y estudian tanto…

– Pero le queda Consuelo…

– Ella ya tiene bastante con lo que hace, doña Estela. Y, con su permiso, debo retirarme ya…

Los mellizos Céspedes se morían de vergüenza con los premios que ganaba su hermana Consuelo, ni bonita, ni feíta, ni inteligente ni no, y así todo, una vaina, una real vaina nuestra hermana Consuelo. Y se morían de vergüenza precisamente porque eran unos premios consuelo, creados para chicas como ella, humilditas, sencillitas, calladitas, solitarias y obedientísimas, pero que no destacaban en nada o sólo destacaban porque la vida es una mierda y lo único que les queda a las pobres es esforzarse constantemente, carajo. Claro que Carlitos jamás se fijaría en Consuelo, salvo para tropezarse con ella, como ya lo había hecho en más de una oportunidad cuando se quedaban estudiando más de lo previsto y, por ejemplo, ella llegaba y él se iba, y uno subía la escalera al mismo lempo que el otro bajaba y él andaba tan distraído que le decía Usted perdone, me equivoqué de escalera, y se daba media vuelta y otra vez para arriba. Increíble, pero había sucedido un par de veces, por lo menos. Y otras veces lo que sucedió fue que ella le dijo Buenas noches, Carlitos -porque Consuelo, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, una vaina, una real vaina, maldita sea, a lo del secretariado bilingüe continuaba yendo todas las tardes, aunque fuera verano y todos los estudiantes anduvieran de vacaciones-, y él le respondió Buenas noches, Martirio, una vez, otra Remedios, otra Soledad, Concepción, y así. Para matarlo, el tal Carlitos, pensaban los mellizos, pero acto seguido Consuelo terminaba de subir la escalera y pasaba un ratito a saludarlos y era a ella a quien querían matar, entonces.

Acto seguido (continuación)

El despacho presidencial de palacio de gobierno. Elegancia suprema. Muebles franceses. Mucho oro y mucha plata por todas partes. Lámparas maravillosas con las bombillas más poderosas del mundo. Don Fortunato Quiroga de los Heros es el nuevo presidente del Perú y acaba de sentarse por primera vez en su escritorio. ¿Quién es el extraño hombre que lo acompaña?

– Y que se jodan todos los peruanos, pero yo no gobernaré hasta que no me mate usted a la parejita esa, Lucas.

– El trabajo sucio déjemelo siempre a mí, señor presidente.

– ¿Y cuánto cree usted que tardará en eliminarlos sin dejar la más mínima huella?

– ¿Veinticuatro horas le parece bien a su excelencia?

– Tenga. Mil dólares ahora y mil más cuando me los haya liquidado a los dos. A él, sobre todo, oiga usted. Métale todos los plomazos que pueda, en mi nombre. A ella, en cambio, un sólo balazo, y en el corazón. ¿Entendido?

– Sí, su excelencia.

– Como me la desfigure o algo así, lo mando colgar de los huevos, Lucas. ¿Me oyó usted bien?

– Sí, su excelencia.

– Pues entonces mucho cuidado con lo que hace. Porque yo quiero estar en ese entierro y contemplar por última vez ese rostro maravilloso. Y además quiero darle el único beso de toda mi puta vida. Ese beso que ella jamás permitió que yo le diera.

– Sí, su excelencia.

– Y ahora largúese, carajo.

Lucas sale disparado y el presidente llora amargamente.

– ¡Adiós, Natalia!

Meses antes. El saloncito de las tres bombillas de sesenta vatios y una lámpara modelo Carlos Gardel. Arturo y Raúl Céspedes se miran, miran el techo, vuelven a mirarse, vuelven a mirar el techo… Se los ve preocupados, indecisos.

– Yo creo que nos convendría alejarnos un poco de Carlitos. Es un buen amigo y hay que reconocer que nos ha ayudado en todo, desde que preparamos el ingreso con él…

– Sí, pero…

– Porque si don Fortunato Quiroga es elegido…

– Carajo, justito ahora que íbamos a salir con las hermanas de Carlitos…

– ¿Tú crees que es verdad? ¿Que don Fortunato está realmente loco por la tal Natalia?

– Carlitos dice que no cesa de merodear por el huerto y que llama cada cinco minutos, día y noche.

– Pero si lo que necesita es casarse, únicamente para que haya una primera dama, ¿por qué diablos no se busca otra mujer?

– Porque en Lima no ha nacido todavía la mujer que se pueda comparar con Natalia de Larrea y Olavegoya…

– En eso sí que tienes toda la razón. Y Carlitos en el mello. Carajo, me moriré y seguiré sin creerlo.

Apenas se divisa un letrero que dice «El huerto de mi amada». Lucas gatea entre las plantas. Luego se le deja de ver hasta que enciende una discreta linterna e introduce un pequeño alambre en una cerradura. Después apaga la linterna, y se pierde en el interior de la casona. Silencio total. Y de pronto, como cien plomazos. Y otra vez silencio y luego otros cien plomazos. Ladridos de perros, luces que se encienden, gritos de pavor.

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