– Por ahora sólo tengo hambre, Natalia.
– Luigi y Marietta nos deben de tener algo casi listo, en la cocina. Basta con que les dé la voz.
– Deben de pensar que nos hemos muerto.
– También Julia y Cristóbal.
– ¿Y ésos quiénes son?
– La empleada y el mayordomo de mi casa de Chorrillos. ¿Te acuerdas de que los mandé llamar?
– Vagamente. Muy vagamente.
– ¿Almorzamos aquí o nos vestimos un poco y vamos al comedor?
Carlitos abrió y cerró varias veces el ojo izquierdo y optó por el comedor. Era un poco arriesgado salir de ese formidable dormitorio, entre campestre y palacio del Marqués de la Conquista, pero también era cierto que, en la medida en que existieran una sala y un comedor, por ejemplo, y Natalia sentada y comiendo, por ejemplo, y él saciando el hambre que tenía, por ejemplo, la teoría aquella de que hoy era domingo y verdad… En fin, que Carlitos optó por el comedor, por si acaso. Y lo cierto es que tuvo mucha, muchísima razón, porque antes Natalia lo invitó a meterse en la ducha con ella, para intercambiar jabonaditas y esas cosas que ella hacía como Dios manda, y que a él tanto lo afectaban, aunque en el mejor de los sentidos, porque hoy domingo y sin misa, o sea, tal como el Todopoderoso le explicó divinamente bien, justo cuando Carlitos regresó nuevamente de su sueño celestial, para pasar a otro bien de carne y hueso, aunque esta vez se trataba de una ducha modelo bacanal y de un jabón que olía a París, más una real delicia de curvas que jabonar, mientras a él lo enjuagaban con una esponjita de lo más sexual, agua bien templadita tan cuidosa como experta y aplicadamente, y cual reposo de guerrero herido. Carlitos confesó que, para él, todo era y sería siempre por primera vez, contigo, cuerpona, y Natalia le replicó que para ella también era la primera vez, porque ahora sí que era con amor, y que, en todo caso, en su vida había visto a nadie progresar a pasos tan agigantados como a tiiiiii…
Al comedor llegaron bien bañados, casi a las cinco de la tarde, luciendo dos maravillosas batas de seda, ambas de mujer, y realmente muertos de hambre, ahora sí, aunque la expresión de sus rostros continuaba exhalando tal ardor de estío que sonrojó de pies a cabeza a Luigi, Marietta, Julia y Cristóbal, que llevaban horas esperándolos.
– ¿Vino tinto, mi amor? -le preguntó Natalia a Carlitos, con voz de almohada sentimental, para que los cuatro sonrojados terminaran de enterarse, de una vez por todas, de la situación y sus circunstancias.
A Carlitos le guiñó bastante el ojo izquierdo mientras respondía que sí, y que el mismo tinto de siempre, Natalia de mi corazón, aunque a todos los aquí presentes les puedo jurar que ésta es la primera vez en mi vida que tomo vino. Pero bueno, como es domingo y verdad, ¿no?, mi nombre es Carlos Alegre di Lucca, y realmente encantado, Para serles sincero.
El gusto es todo nuestro, señor…
– ¿Ah, sí? Pues entonces escríbanme cada uno de ustedes, por separado, y en un papelito secreto, qué día es hoy por favor.
Natalia tuvo que intervenir:
– Y ahora una melodía para día domingo, Luigi. Y la pasta de los domingos, Marietta. Y usted, el mismo gran vino de todos los domingos, Cristóbal, mientras Julia arregla el dormitorio y el baño, que están hechos un desastre porque este domingo, por primera vez…
Los cuatro empleados reaccionaron, por fin, y minutos después llegaban la pasta y el vino y, de sabe Dios dónde, llegaba Siboney, en la versión de Stanley Black. Probablemente de la sala-hacienda que acababan de atravesar Natalia y Carlitos, como quien atraviesa Andalucía toda, pero por sus salones y patios, por sus fuentes cantarínas y uno que otro sensacional museo del mueble español.
– ¿Tenías el disco? -preguntó Carlitos.
– No, lo mandé comprar ayer, mientras dormías. Pero, en cambio, me olvidé de lo más importante. Me olvidé de la bata, mi amor, perdóname.
– ¡O sea, que hoy no es este domingo!
– Por supuesto que es este domingo, amor mío. No te asustes, por favor.
– ¡Y entonces!
– ¿No te das cuenta de que lo que llevas puesto es una bata de mujer?
– ¡Qué mujer ni qué ocho cuartos, Natalia! ¡Ya yo sabía que estaba soñando, maldita sea! ¡Si ésta fuera una bata de mujer me quedaría igual que a ti!
– Carlitos, mi amor. Por favor, abre los ojos. Y reflexiona un poco. Un poquito siquiera. Dos batas pueden ser exactas, pero jamás dos personas. Y mucho menos de distinto sexo.
– ¡Diablos! ¡Tienes toda la razón! Se ve que me dieron duro en la cabeza, el viernes. Y ademas mi abuela Isabel lo dice siempre: «¿Cuándo llegará el día en que Carlitos se fije en las cosas más elementales?» Perdóname, por favor, Natalia.
– Salud.
– Estos espaguetis están realmente deliciosos, oye.
– Perdona, pero se brinda con el vino, Carlitos.
– Verdad. Salud por primera vez en mi vida. Salud por ti, por mí, y por nosotros, siempre.
– También yo soy una volada, caray. He olvidado por completo que tu camisa quedó destrozada y tu pantalón completamente manchado de sangre.
– Dije salud, por primera vez en mi vida.
– Salud, mi amor. Pero no puedo dejar de pensar en tu ropa. Algo para mañana, aunque sea. ¿No crees que se podría llamar a tu casa sin que se enteraran tus padres?
– Excelente idea. Porque en mi casa siempre contesta el teléfono un mayordomo, Natalia. Tú envía a Luigi o a Cristóbal, y yo encargo que le entreguen una muda de ropa limpia. Y, de paso, les doy las gracias a Víctor y a Miguel por haberme ayudado a enfrentarme con esos cuatro malhechores. Y les cuento que estoy vivito y coleando, comiendo pasta y brindando contigo. Y por primera vez en mi vida.
– Y mañana, cuando vayas a estudiar, yo te compro más ropa. ¿De acuerdo?
– Bueno, pero le pasas la cuenta a mi papá.
– ¡Cómo! ¿Qué has dicho, Carlitos…?
– Caray, qué bruto. Perdóname. Ya ves, se me escapan las cosas más elementales. Perdóname, por favor. Nunca rnás…
– Salud, mi tan querido Carlitos Alegre di Lucca.
– Salud, Natalia de Larrea y… ¿Y qué? Me parece que todavía no me has dicho tu apellido materno.
– Y Olavegoya.
– Caray, parece que uno estuviera hablando con la historia de este país.
– Olvidemos esa historia y concentrémonos en la nuestra, Carlitos. ¿Tú qué piensas hacer?
– Facilísimo. Quererte toda la vida y ser un gran dermatólogo, como mi padre y mis abuelos… Y bueno, claro, seguir siendo un buen cristiano.
– ¿Tan fácil lo ves?
– Pues sí. Y además tenemos permiso de Dios, no lo olvides.
– Eres tú el que olvida que aquello fue un sueño. Un lindo sueño, Carlitos, pero nada más.
– No entiendes ni jota, Natalia.
– No, la verdad es que no.
– Pues te lo pondré de otra manera. Cuando se trata de un gran amor, Dios es absolutamente comprensivo.
– Perdona mi falta de respeto, pero creo que éste es el momento de recordar un dicho muy aplicable a nuestra limeña realidad y a nuestro entorno: «Y vinieron los sarracenos, y los molieron a palos. Porque Dios ayuda a los malos, cuando son más que los buenos.»
– No sabía que eras tan pesimista, Natalia.
– ¿Pesimista, yo? No me digas que has olvidado el escándalo que se armó el viernes? ¿Olvidaste ya que casi te matan?
– Eran cuatro contra uno, y aun así…
– Pues ahora será todo Lima contra nosotros dos. Un muchacho de diecisiete años y una divorciada de treinta y tres… ¿También te parece que aun así?
– Claro que sí. ¿O no me quieres?
– Te quiero mucho más de lo que tú crees. Te amo, Carlitos.
– ¿Y tienes miedo, aun así?
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