Alfredo Echenique - El Huerto De Mi Amada

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Novela ganadora del premio Planeta 2002, narra los amores entre Carlitos Alegre, un muchacho de 17 años hijo de una acaudalada familia limeña, y Natalia de Larrea, una mujer divorciada de 33 años que arrastra una leyenda de seductora. Carlitos desafiará las reglas de la obtusa sociedad limeña y se trasladará a vivir en el huerto de la finca de su amada a las afueras de Lima. Alfredo Bryce Echenique vuelve con esta historia a retratar los vericuetos de la alta sociedad de Lima que ya plasmó en una de sus obra más emblemáticas `Un mundo para Julius`. El humor nunca corrosivo, la perfecta descripción de los estados de ánimo y los guiños a este grupo social que el autor conoce tan bien se completan con la bella prosa de este escritor fundamental.

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– Todo intenté menos interrumpirte, Carlitos -le dijo Natalia, aterrada ante la perspectiva de haberlo podido herir, y pensando al mismo tiempo, por una mera asociación de ideas, que mañana habría que buscar un momento para ir a la clínica Angloamericana y que le saquen esos puntos de la ceja y que el ojo cada vez lo abre mejor y ojalá no esté el medicastro ese que parece bailar al ritmo de mi voz y mi ansiedad-. En fin, todo menos interrumpirte, mi amor…

– Apenas te oí, la verdad, y mucho menos te hice caso, Natalia. Porque vamos caminando juntos y es tan delicioso tener además de mar de fondo el huerto y a sus italianos y a los dos de Chorrillos que… Pues eso: apenas te oí, mucho menos te hice caso, y sí que se hace camino al andar, mi compañera adorada.

Felizmente que Carlitos le dijo adorada, al terminar su frase, porque a Natalia ya se le habían empezado a empapar los ojos con su llanto y sólo una palabrita mágica, adorada, logró contener ese desbordamiento y actuar con la eficacia de mil medidas preventivas. Lo que sí, continuaba sin entender nada, la pobre, y como sumamente ansiosa, lo cual le quedaba maravilloso sentada ahí al otro extremo de la mesa, coincidiendo además con el momento en que Cristóbal entraba con una inmensa fuente de plata y sabe Dios qué delicia que entre Luigi y Marietta les habían preparado de sorpresa.

– Te damos las gracias, Dios mío -dijo Carlitos.

– Te damos las gracias, Dios mío -lo imitó piadosamente Natalia, aunque la verdad es que era la primera vez en su vida que le daba gracias al Señor por unos alimentos, así, en la mesa y antes de comer, y como que le salió muy forzado a la pobrecita.

– Pero habrá que probarlos primero -se permitió bromear Luigi, que era agnóstico-. Ya después le agradecen a Dios y, de paso, a mi Marietta y a mí, que hemos sido los verdaderos factótum… ¿O se dice factótumes?

– Ni idea, Luigi. Pero, una vez más, creo que aquí nadie me entiende ni me escucha ni nada -soltó Carlitos, ante la mirada de incomprensión de todos los ahí presentes. Y luego se rió ostensiblemente, como quien comenta con mucha ironía la situación en general.

– ¿Puedes explicarte mejor, por favor? -le rogó Natalia, nuevamente a punto ya de soltar inconteniblemente el llanto.

Y había en su rostro tanta ansiedad, que a Carlitos no le quedó más remedio que hacer un supremo esfuerzo y enterarse de algo en esta vida. Y sólo entonces se dio cuenta de que todos ahí estaban en el mismo oasis, clavado en pleno centro de la sociedad de Lima, nada menos, para su total solaz y esparcimiento, para su felicidad siempre al alcance de la mano, aun en los peores momentos, y que, humano muy humano, en vez de tomar todos el mismo rumbo, cada uno se había metido por un caminito distinto, como en un jardín cuyos senderos se bifurcan, y Natalia por aquí y Luigi y su Marietta por allá, y, por acullá, todavía, Julia y Cristóbal.

– Alto ahí todos -dijo Carlitos. Y ahora, de pronto, era él el de la voz ansiosa y la mirada suplicante-: Por favor, perdonen si no me he hecho entender bien desde un principio, pero qué duda cabe de que una vez más en mi vida se me han escapado las cosas más elementales. Siempre me lo dijo Isabel, mi abuela paterna. Pero bueno, al grano.

– Se enfría la comida -se atrevió a decir Marietta.

– La comida puede enfriarse por una vez, querida Marietta -le dijo Natalia-, pero, con tu perdón, lo que Carlitos tiene que decirnos no puede enfriarse por nada de este mundo.

– Digamos que sólo por nada de este oasis, mi amor…

Se quedaron todos nuevamente turulatos, ahí, pero, al cabo de un momento, cuando todos a una empezaron a entender que había una vez una ciudad llamada Lima y un año calendario 1957 y un gran amor y unos padres contrariados y unos amigos falsamente escandalizados y una sociedad de doble filo, mil raseros, e hipocresía generalizada, y al borde de ésta, unos mellizos Céspedes Salinas, que siempre están a punto de alcanzar la cumbre del estrellato, como Sísifo, mas luego se desbarrancan una vez más, y así, queridos amigos, pero que, gracias al Señor Misericordioso, que ama y entiende el amor del bueno, que es supremamente generoso con él, y que para probárnoslos crea, en medio de esta Lima de la que les hablaba, un oasis como este huerto, todo plantas y frutales y hortalizas y fuentes y acequias cantarínas, por dentro, e impenetrables rejas y muros, por fuera, entonces…

Ahora sí, por fin, todos en el comedor del oasis entendían y reían y lloraban y aplaudían y, entonces, sí, Carlitos pudo continuar con menos tropiezos y explicarles, por ejemplo, que la mano de Dios, o tu divina mano, Natalia, que para este caso da lo mismo, se ha fijado hasta en los detalles menos conocidos de esta historia, como son que en mi casa dejé tirado en el suelo de mi dormitorio un rosario negro, negro y triste cual un misterio doloroso, ahora que lo pienso mejor. Y también que, en mi loca huida con la señora Natalia, contigo, mi amor, y bueno, también Natalia de mi corazón, por qué no, que se jodan los mellizos y empiecen a trepar otra vez…

Y todos en el comedor se mataban de risa y felicidad al alcance de la mano porque ahora sí captaban hasta el último detalle de la explicación de Carlitos, que continuaba contándoles que en su loca huida tampoco se le ocurrió ir por su misal negro, negro y horroroso y como que siempre de luto, patético, ahora que lo pienso bien, y, bueno, además, qué se me iba a ocurrir en un momento así, con cuatro borrachos frenéticos persiguiéndonos alevosamente, qué diablos se me podía ocurrir, si ni siquiera pude pensar en él, ir en busca de mi reclinatorio…

– Hay un anticuario en Lince -se atrevió a intervenir Luigi.

Y entonces fue cuando Carlitos corrió a besar a Natalia, a mares, y en seguida les contó a todos ahí que ella, la principal inquilina de nuestro oasis, antes de comprarme ropa de la más fina y acertar hasta con la talla de mis calzoncillos, amigos, me consiguió un alegrísimo misal de portadas de nácar y verdadero papel biblia con bordes de oro, y un rosario que es una reliquia digna del tesoro vaticano…

– Que no es tan digno, dicho sea de paso -se atrevió a comentar el muy agnóstico de Luigi.

– Eso lo podríamos discutir después, amigo mío.

Y mi adorada Natalia, divina, se fijó tan bien en todo, que hasta las cuentas son exactamente del mismo tamaño que las de mi triste rosario anterior, el tan negro y patético como mi misal, cosa que no deja de tener su importancia, porque andar frotando cuentas hasta en el fondo del bolsillo, toda una vida, crea mucho hábito, amigos míos. Y, aunque parezca mentira, tiene por consiguiente una gran importancia para cada beato que las cuentas de su rosario sean siempre del mismo tamaño. Y si no, pregúntenle a un ex alcohólico si además del alcohol no le falta también su vasito, tanto como al ex fumador su boquilla, por ejemplo. Pues bien, he aquí otro detalle que tampoco se le olvidó a mi amor. Nos conocíamos apenas, en aquel momento, pero ya me amaba tanto que hasta en mis hábitos se había fijado.

– Yo he oído decir que el hábito no hace al monje, don Carlitos -se atrevió a comentar Julia.

Y Carlitos le respondió que no, claro que no, Julia, y que precisamente estaba a punto de contarles, ya para ir terminando, cómo a él le habían cambiado un hábito por otro y sigo siendo el mismo monje, je, aunque muchísimo más feliz ahora, valgan verdades, je, je. La señora Natalia, en su infinita bondad, también pensó en un reclinatorio, del cual, les juro, yo no recuerdo haberle hablado jamás, sin duda por lo tremendamente incómodo que era el mío y por el cansancio que me producía usarlo. En fin, como que iba a dejar de arrodillarme para siempre, creo yo. Pero, buscando entre las cosas de sus antepasados, que conserva en un depósito secreto, la señora Natalia encontró la joya de reclinatorio que me ha traído y que ella asegura perteneció a ni sé cuál virrey que se mandó traer uno de Sevilla, tan pero tan cómodo que, les aseguro, ahora que ya lo he probado: puede pasarse uno el día entero de rodillas en él, y el que se cansa es otro. Pero bueno, resumiendo, ahora. Por todo ello y muchísimo más, amigos míos, yo empecé a adorar a la señora Natalia desde antes de conocerla. Y no hay nadie en el mundo entero -y mucho menos en esta ciudad del diablo, que tanto ha maltratado ya a la señora, a mi gran amor, nada menos- que logre quitarme de la cabeza que fue Dios quien puso a esta gran dama en mi oasis, y con toda su gente, utilizando para ello, además, los deliciosos compases de Siboney.

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