Alfredo Echenique - Cuentos

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Se golpeaba la frente con el puño como golpeamos un radio a ver si suena. Ya no nos mirábamos; no volteábamos nunca para no vernos. Todo aquello era muy serio. Sentía el peso de su mano sobre mi hombro, y también yo mantenía mi mano sobre su hombro. Todo aquello tenía algo de ceremonia.

– Es como lo de los indios -dijo Manolo-. Jamás podré acordarme.

– ¿Acordarte de qué, Manolo?

– Los recuerdos se me escapan como un gato que no se deja acariciar.

– Poco a poco, Manolo.

– Un día -continuó-, ella me pidió que la llevara a Montmartre; ella misma me pidió que la llevara… Me hubieras visto; ¡ay caray! La hubieras visto… Morena… Sus ojazos negros… Su nombre se me atraca en la garganta; cuando lo pronuncio se me hace un nudo, y todo se detiene en mí. Es muy extraño; es como si todo lo que me rodea se alejara de mí…

– En Montmartre -dije, como si lo estuviera llamando.

– Yo estaba feliz. Nunca me he reído tanto. Ella me decía que parecía un payaso, y yo la hacía reír a carcajadas, y le decía que sí, que era el bufón de la reina, y que ella era una reina. Y ella se paraba así, y se ponía la mano aquí, y se reía a carcajadas. Entramos en un café. Vino y limonada. Vino para mí. Hablábamos. Ella tenía un novio. Había venido a pasear, pero iba a regresar donde el novio. Cuando hablábamos de amor, hablábamos solamente del mío, de mi amor… Amaba la forma de sus labios dibujada en el borde de su vaso. Empezaba a amar tan sólo aquellas cosas que podían servirme de recuerdo. Ahora que pienso, todo eso era bien triste… La música. Conocíamos todas las canciones, y empezábamos a estar de acuerdo en casi todo lo que decíamos… Estaba contenta. Muy contenta. No quería irse. El perfil. Su perfil. Yo estaba mirando su perfil… Lo recuerdo. Lo veo… De eso me acuerdo. Hasta ahí. Hasta ese instante. Y ella empezó a hablar: «Eres un hombre…». ¿Qué más…? ¿Qué más…?

– Comprendo, Manolo. Comprendo. Te gustan tus recuerdos y por eso te gusta pasar las horas sentado en un café. Si tu recuerdo está allí, presente, todo va bien. Pero si los recuerdos empiezan a faltar, y si no hay nada más…

– ¡Exacto! -exclamó Manolo-. Es el caso de esas palabras. Me he olvidado de esas palabras, y son inolvidables porque creo que me dijo… ¡No, no sé!

– ¿Y lo de los indios?

Manolo me miró fijamente y sonrió. La ceremonia había terminado, y bajamos nuestros brazos. Aún había vino en las copas, y terminarlo fue cosa de segundos. Podríamos haber estado más borrachos.

– Paguemos -dijo Manolo-. En mi casa tengo más vino, y puedes quedarte a dormir, si quieres.

– Formidable.

Sonreíamos al pagar la cuenta. Sonreíamos también mientras nos tambaleábamos hasta la puerta del café. Creo que eran las once de la noche cuando salimos.

Creo que fue una caminata de borrachos. Orinamos una o dos veces en el trayecto, y me parece haber dicho «ningún peruano mea solo», y que a Manolo le hizo mucha gracia. Después de eso, ya estábamos en su cuarto. No encendimos la luz. Nos dejamos caer, él en una cama, y yo sobre un colchón que había en el suelo.

– Una botella para ti, y otra para este hombre -dijo Manolo.

– Gracias.

Abrir las botellas fue toda una odisea. Nuevamente fumábamos, bebíamos, y yo empecé a sentir sueño, pero no quería dormirme.

– La historia de la monja, Manolo -dije-. Debe ser muy graciosa.

– También un día me costó trabajo acordarme de eso. Es un recuerdo de cuando era chico; tenía diez años y estaba en un colegio de monjas. Había una que me traía loco. Un día me castigó y era para pegarse un tiro. Quise vengarme, y rompí un florero que estaba siempre sobre una mesa, en la clase, pero nunca falta un hijo de puta que viene a decirte que la madre lo guardaba como recuerdo de no sé quién. Me metieron el dedo; me dijeron que la monja había llorado, y me entró tal desesperación, que me trepé al techo del colegio. Te juro que quería arrojarme.

– ¿Y?

– Nada: era la hora de tomar el ómnibus para regresar a casa, y bajé corriendo para no perderlo. A esa edad lo único que uno sabe es que no se va a morir nunca.

– Y que no debe perder el ómnibus -agregué, riéndome.

– ¡El ómnibus! -exclamó Manolo-. Espérate… Eso me recuerda… ¡Los indios! Los dos indios. ¡Espérate…! Lentamente… Desde el comienzo. Déjame pensar…

Sentía que el sueño me vencía. El sueño y el vino y los cigarrillos. Encendí otro cigarrillo, y empecé a llevar la cuenta de las pitadas para no dormirme.

– El ómnibus del colegio me llevaba hasta mi casa -dijo Manolo-. Llegaba siempre a la hora del té… Sí, ya voy recordando… Sí, ahora voy a acordarme de todo… Había una construcción junto a mi casa… Pero, ¿los dos indios…? No, no eran albañiles… Espérate… No eran albañiles… Recuerdo hasta los nombres de los albañiles… Sí: el Peta; Guardacaballo; Blanquillo, que era hincha de la «U»; el maestro Honores, era buena gente, pero con él no se podía bromear… Los dos indios… No. No trabajaban en la construcción… ¡Ya! ¡Ya me acuerdo! ¡Claro! Eran amigos del guardián, que también era serrano. Sí. ¡Ya me acuerdo! Pasaban el día encerrados, y cuando salían, era para que los albañiles los batieran: «Chutos», «serruchos», les decían. Pobres indios…

Me quemé el dedo con el cigarrillo. Estaba casi dormido. «Basta de fumar», me dije. Sobre su cama, Manolo continuaba armando su recuerdo como un rompecabezas.

– Tomaba el té a la carrera -las palabras de Manolo parecían venir de lejos-. Escondía varios panes con mantequilla en mi bolsillo, y corría donde los indios. Ahora lo sé todo. Recuerdo que los encontraba siempre sentados en el suelo, y con la espalda apoyada en la pared. Era un cuarto oscuro, muy oscuro, y ellos sonreían al verme entrar. Yo les daba panes, y ellos me regalaban cancha. Me gusta la cancha con cebiche. Los indios… Los indios… Hablábamos. Qué diferentes eran a los indios de los libros del colegio; hasta me hicieron desconfiar. Éstos no tenían gloria, ni imperio, ni catorce incas. Tenían la ropa vieja y sucia, unas uñas que parecían de cemento, y unas manos que parecían de madera. Tenían, también, aquel cuarto sin luz y a medio construir. Allí podían vivir hasta que estuviera listo para ser habitado. Me tenían a mí: diez años, y los bolsillos llenos de panes con mantequilla. Al principio eran mis héroes; luego, mis amigos, pero con el tiempo, empezaron a parecerme dos niños. Esos indios que podían ser mis padres. Sentados siempre allí, escuchándome. Cualquier cosa que les contara era una novedad para ellos. Recuerdo que a las siete de la noche, regresaba a mi casa. Nos dábamos la mano. Tenían manos de madera. «Hasta mañana.» Así, durante meses, hasta que los dejé de ver. Yo partí. Mis padres decidieron mudarse de casa. ¿Qué significaría para ellos que yo me fuera? Estoy seguro de que les prometí volver, pero me fui a vivir muy lejos y no los vi más. Mis dos indios… En mi recuerdo se han quedado, allí, sentados en un cuarto oscuro, esperándome… Voy a…

Eran las once de la mañana cuando me desperté. Manolo dormía profundamente, y junto a su cama, en el suelo, estaba su botella de vino casi vacía. «Sabe Dios hasta qué hora se habrá quedado con su recuerdo», pensé. Mi botella, en cambio, estaba prácticamente llena, y había puchos y cenizas dentro y fuera del cenicero. «Me siento demasiado mal, Manolo. Hoy no puedo ocuparme de ti.» Me dolía la cabeza, me ardía la garganta, y sentía la boca áspera y pastosa. Todo era un desastre en aquel pequeño y desordenado cuarto de hotel. «He fumado demasiado. Tengo que dejar de fumar.» Cogí un cigarrillo, lo encendí, ¡qué alivio! El humo, el sabor a tabaco, ese olor: era un poco la noche anterior, el malsano bienestar de la noche anterior, y ya podía pararme. Manolo no me sintió partir.

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