Alfredo Echenique - Cuentos

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…Ah, sí, hay algo más que se me estaba olvidando. Cuando los turistas del mundo entero empezaban ya a soñar con una Ciudad luz de limpísimas y nada resbalosas veredas, cuando alcaldes de ciudades grandes y pequeñas, de pueblos y aldeas de toda Francia lanzaban campanas al vuelo y hacían saber urbi et orbi que por fin se le había encontrado una solución a un insuperable problema de higiene y seguridad públicas, varios millones de personas han clamado, y no necesariamente en el desierto, que robots sin caquita, eso sí que no.

Y es que, si uno observa detenidamente el asunto, resulta muy cierto que no son sólo sus amos los que sacan al perrito a hacer su puff, un par de veces al día, si no más. Fíjense ustedes bien, y van a ver hasta qué punto son millones y millones los seres humanos que necesitan que el perrito los lleve a ellos a pasear, y no sólo por puff. Fíjense ustedes y verán.

Total que, en un país tan democrático como Francia, tan libre expresión y derechos humanos, tan ejemplar en estos y en otros asuntos, qué otra cosa se puede esperar más que un referéndum sobre el tema caquita-sí-o-caquita-no, responda usted Ouio u Non…

Pues en todas estas cosas, ni más ni menos, andaba pensando Rodrigo Gómez Sánchez, la noche del día triste aquel en que su esposa lo obligó a tomar una decisión: o el gato o ella.

– Y mira, Rodrigo, que además de todo te estoy dando una semana para que te lo pienses. Más buena de lo que soy no puedo ser, pero eso sí: si a mi regreso del sur, dentro de una semana, encuentro a ese monstruo en casa, me largo. ¿Me oyes, Rodrigo?

– …

– ¡Me largo!

– Ya, Betty, ya. Ya te oí.

– Entonces, chau..

– Chau chau, mujer.

Era bastante injusto el asunto, la verdad, pues había sido Betty la que había insistido en traer al monstruo aquel al departamento enano del bulevar Pasteur. Rodrigo se opuso siempre a que le metieran animal alguno en un dos piezas en el que apenas cabían su esposa y él, y una y otra vez alegó que para tener animales domésticos se necesita una casa grande, y por lo menos un jardincito.

– Como en Lima, Betty, donde los perros y los gatos caseros son felices porque les sobra espacio para correr y jugar. Aquí, en cambio, ya sabes tú. Aquí los castran, los abandonan días enteros, los tiran a la calle en vacaciones, les pegan… En fin, piensa, Betty… Para tener un animal doméstico en París hay que ser, cuando menos, europeo. Y nosotros somos peruanos. Venimos de otro mundo… Del Nuevo Mundo, nada menos… Del inmenso espacio americano… En Lima hay casas en las que hasta un león puede correr feliz por el jardín e incluso bañarse en la piscina, sin que los niños que juegan a su alrededor corran el menor peligro… ¿Me entiendes, Betty?

– Mira, Rodrigo, si en vez de ponerte a soñar tus novelas, las escribieras…

– Juan Rulfo sólo escribió dos libritos, y es un genio, un inmortal…

– Mira, idiota, vuélveme a mencionar los dos libritos de Rulfo y yo mañana mismo, a primera hora, te traigo dos gatos, en vez de uno.

Y así, entre amenaza y amenaza, llegó Gato Negro al departamento enano de los Gómez Sánchez. y llegó tal como se iba a ir, o sea ya viejo, ya inmenso de gordo, ya horroroso y encima de todo ya absolutamente neurótico. Llegó sin edad y sin nombre, e igualito se iba a ir, porque lo de Gato Negro era una mera convención, una forma de llamar a ese espantoso animalejo que los Gómez Sánchez empleaban sin el más mínimo resultado, sin que el tal Gato Negro les hiciera nunca el menor caso, sin que se diese siquiera por aludido ni se dignara soltarles un maullido, pegarles una miradita o hacer algo con esa inmensa cola, por lo menos, cuando de cosas tan importantes como su comida se trataba. Nada. Nada de nada.

O lo que el Gordo Santiago Buenaventura, el único amigo divertido que tenían los Gómez Sánchez, solía explicarles así:

– Ese pobre gato no está acostumbrado a oír un francés tan malo como el que ustedes dos hablan. ¿No les da vergüenza? Como treinta años en París y siguen sin aprender el idioma. Todo un récord. ¿Y qué culpa puede tener ese pobre bicho? Por más horroroso y neurótico que sea, de eso sí que no lo pueden culpar. Está en su país y tiene sus derechos.

Gato Negro jamás escuchó estas conversaciones. Jamás supo, tampoco, que entre todos los amigos de Rodrigo había uno que, por lo menos, no lo odiaba tanto. Y es que poco a poco fue desapareciendo en el departamento enano de los Gómez Sánchez. Simple y llanamente se metía en el cajón inferior de la única cómoda que éstos poseían (situada, nada menos, que en el dormitorio del dos piezas) y ahí permanecía una eternidad, antes de que alguien lo volviera a ver. ¿Cómo lograba abrir el cajón el animal ese de miércoles? Inútil intentar saberlo, porque Gato Negro era como invisible. Y el día en que al cajón le pusieron una chapa y le echaron llave, Gato Negro, silenciosísimo, además de transparente, sencillamente abrió un agujerote por el lado izquierdo de la cómoda y volvió a tomar posesión de su mundo.

De ahí sólo salía para comer, pero ¿en qué momento, diablos?

Los Gómez Sánchez se desesperaban. ¿Era total indiferencia o puro despecho lo de ese miserable gato? Rodrigo pensaba que era despecho, estaba seguro de que era purito despecho de un animal que, debido a lo enano que era el departamento, tenía que oírlos cada vez que se repetía la eterna y odiosa discusión que lo concernía:

– Hoy te toca darle de comer a ti, Betty.

– A mí nunca me toca darle de comer, idiota. Yo le abro su lata esa asquerosa sólo cuando me da la gana…

– Pero habíamos quedado en turnamos, mujer. Al menos cuando no estás de viaje.

– Sí, pero yo trabajo, y tú no escribes.

Las horas y el lugar en que meaba o defecaba Gato Negro fueron siempre un misterio para sus dueños, aunque en algún momento tenía que pegarse su escapada callejera o techera, porque de lo contrario un departamento tan enano como ése hace siglos que habría empezado a apestar a muerte. Pero bueno, éste era un problema que los Gómez Sánchez ni se planteaban, casi.

– Alguna virtud tiene que tener ese asqueroso animal -repetía, muy de tarde en tarde, Betty Gómez de Gómez Sánchez-. Alguna virtud tiene que tener el monstruo ese.

Y puede ser muy cierta la siguiente explicación del Gordo Santiago Buenaventura, el único amigo divertido que tenían Betty y Rodrigo:

– Con toda seguridad, Betty, Gato Negro te ha oído decir esas cosas de él, un día en que andaba de muy mal humor, debido a un fuerte y perseverante insomnio. Si no, ¿qué otra explicación puede haber para semejante cambiazo, así, de la noche a la mañana…?

En efecto, qué otra razón podía haber para que, en menos de lo que canta un gallo, se produjera un cambio tan grande en el comportamiento de Gato Negro. De una vida tan encerrada en sí mismo, y en el cajón de la cómoda, que lo volvía prácticamente invisible, Gato Negro se convirtió en una verdadera ladilla, en una real pesadilla para Betty Gómez de Gómez Sánchez. Pulga, ladilla, chinche, el gato del diablo ese, siempre tan inmóvil, siempre tan pesadote y tan lento, ahora en una fracción de segundo aparecía y desaparecía tras haberse meado bien desparramadito por toda la maleta ya lista para cerrar de la tal Betty.

Ella que tanto preparaba sus equipajes, ella que se gastaba en ropa una fortuna que para nada tenía y ella que estaba a punto de cerrar su maleta, imitación Louis Vuitton, y salir disparada rumbo a la estación de tren, rumbo al aeropuerto. ¡Mierda! ¡Gato de mierda! ¡En qué momento le había desparramado toda esa pestilencia sobre sus blusas de seda y sus faldas de marca! ¿En qué momento, ¡mierda!, si ella no se había movido del dormitorio y la maleta tampoco de ahí encima de la cama? Y ahora, ¿qué…?

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