Javier Cercas - La Velocidad De La Luz

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Ésta es la historia de una amistad, una amistad que empieza en 1987 cuando el narrador, un joven aspirante a novelista, viaja a una universidad del Medio Oeste estadounidense y conoce a Rodney Falk, su compañero de despacho, un ex combatiente de Vietnam huraño e inabordable, ferozmente lúcido y corroído en secreto por su pasado. Pero ésta es también la historia de una experiencia radical en el abismo indescifrable del mal y la culpa, que el propio narrador sólo logrará entender y asumir años más tarde, como en una fulguración, cuando conozca el éxito y lo que éste tiene de corrupción insidiosa. Para entonces la figura imprecisa de Rodney y su historia devastadora acabarán imponiéndosele con la fuerza de lo necesario, como un emblema de su propia historia, y acaso de la condición humana.

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Aquella noche tardé mucho tiempo en dormirme, y al día siguiente me desperté muy temprano. Cuando Dan y Jenny se levantaron ya casi tenía listo el desayuno. Mientras desayunábamos, un poco precipitadamente porque era lunes y Dan tenía que ir al colegio y Jenny al trabajo, esquivé un par de veces la mirada de Jenny, y al terminar me ofrecí a llevarlos en coche. El colegio de Dan era, según comentó Jenny cuando aparcamos frente a él, el mismo en el que había trabajado Rodney: un edificio de ladrillo visto, de tres plantas, con un gran portón de hierro por el que se entraba al patio, rodeado de una verja metálica. Frente a la entrada ya se había congregado un grupo de padres e hijos. Nos sumamos al grupo y, cuando por fin se abrió el portón, Dan dio un beso a su madre; luego se volvió hacia mí y, escrutándome con los grandes ojos marrones de Rodney, me preguntó si iba a volver. Le dije que sí. Me preguntó que cuándo. Le dije que pronto. Me preguntó si le estaba mintiendo. Le dije que no. Asintió. Entonces, porque creí que iba a darme un beso, inicié el gesto de agacharme, pero me frenó alargándome la mano; se la estreché. Luego le vimos perderse con su mochila de párvulo por el patio de cemento, entre el guirigay de sus compañeros.

Mientras regresábamos al coche Jenny me propuso tomar un último café: aún tenía un rato antes de empezar a trabajar, dijo. Fuimos a Casey's General Store y nos sentamos junto a un ventanal que daba a los surtidores de gasolina y, más allá, al cruce de entrada a la ciudad; por los altavoces sonaba en sordina una melodía country. Reconocí a la camarera que nos atendió: era la misma que el domingo me había indicado de cualquier manera el camino hasta la casa de Rodney. Jenny cruzó unas palabras con ella y luego le pedimos dos cafés.

– Cuando Rodney volvió de España me dijo que querías escribir un libro sobre él -dijo Jenny en cuanto la camarera se hubo marchado-. ¿Es verdad?

Yo me había preparado para que Jenny me preguntara por el reportaje, pero no por lo que me preguntó. La miré: sus ojos grises habían adquirido una irisación violácea y revelaban una curiosidad que iba más allá de mi respuesta, o eso me pareció. Mi respuesta fue:

– Sí.

– ¿Lo has escrito?

Dije que no.

– ¿Por qué?

– No lo sé -dije, y recordé la conversación que sobre el mismo asunto habíamos mantenido Rodney y yo en Madrid-, Lo intenté varias veces, pero no pude.

O no supe. Creo que sentía que su historia no estaba acabada, o que no la entendía del todo.

– ¿Y ahora? -preguntó Jenny.

– ¿Ahora qué?

– ¿Ahora está acabada? -volvió a preguntar-. ¿Ahora la entiendes?

Como en una súbita iluminación, en aquel momento me pareció comprender el comportamiento de Jenny desde mi llegada a Rantoul. Creí comprender por qué me había contado los últimos días de Rodney, por qué había querido mostrarme su tumba, por qué había querido que aquella noche me quedara a dormir en su casa, por qué había querido que viese el reportaje sobre la Tiger Forcé: igual que si las palabras tuvieran el poder de dotar de sentido o de una ilusión de sentido a lo que carece de él, Jenny quería que yo contara la historia de Rodney. Pensé en Rodney, pensé en el padre de Rodney, pensé en Tommy Birban, pero sobre todo pensé en Gabriel y en Paula, y por vez primera intuí que todas aquellas historias eran en realidad la misma historia, y que sólo yo podía contarla.

– No sé si está acabada -contesté-. Tampoco sé si la entiendo, o si la entiendo del todo. -Volví a pensar en Rodney y dije-: Claro que a lo mejor no hace falta entender del todo una historia para poder contarla.

La camarera nos sirvió los cafés. Cuando se hubo marchado, Jenny preguntó removiendo el suyo:

– ¿Qué es lo que no entiendes? ¿Por qué lo hizo?

No contesté enseguida: probé el café y encendí un cigarrillo mientras con un escalofrío recordaba el reportaje.

– No -dije-. En realidad creo que eso es lo único que entiendo. -Igual que si pensara en voz alta añadí-: Si acaso lo que no entiendo es por qué no lo hice yo.

La taza de Jenny quedó en el aire, a medio camino entre la mesa y sus labios, mientras ella me miraba de forma dubitativa, como si mi observación fuera obviamente absurda o como si acabara de concebir la sospecha de que yo estaba loco. Luego desvió los ojos hacía el ventanal (el sol le dio de lleno en la cara, incendiando el pendiente dorado que quedaba a mi vista) y pareció reflexionar hasta que volvió a mirarme con una media sonrisa y la taza concluyó su viaje interrumpido, mojó sus labios y acabó posándose en la mesa.

– Bueno, ayer intenté explicártelo: tú no has matado a nadie. -«Me ha mentido», pensé en un segundo, en una fracción de segundo. «Ha visto el reportaje.» En cuanto volvió a hablar descarté esa idea-. Ni siquiera accidentalmente -dijo, y luego añadió-: Además, después de todo eres escritor, ¿no?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Todo.

– ¿Todo?

– Claro }¿no lo entiendes?

No dije nada y nos quedamos mirándonos un momento, hasta que Jenny aspiró hondo, espiró mientras desviaba otra vez la vista hacia el ventanal y quedaba un momento absorta contemplando al hombre que en aquel momento llenaba el depósito de su camioneta en la gasolinera, y cuando se volvió de nuevo hacia mí me inundó una especie de alegría, como si hubiera entendido de veras a Jenny y entenderla me permitiera también entender todo lo que hasta entonces no había entendido. Acabé de tomarme el café; Jenny hizo lo mismo.

– Se está haciendo tarde -dijo-. ¿Nos vamos?

Pagamos y salimos. Jenny me acompañó hasta el coche, y al llegar a él le pregunté si quería que la llevara a su trabajo.

– No hace falta -dijo-. Está muy cerca. -Sacó una libreta de su bolso, garabateó algo en una hoja, la arrancó y me la entregó-. Mi correo electrónico. Si te decides a escribir el libro, mantenme informada. Y otra cosa: no le hagas caso a Dan.

– ¿A qué te refieres?

– A lo que te ha dicho a la puerta del colegio -aclaró.

– Ah -dije.

Hizo una mueca de contrariedad o de disculpa.

– Supongo que está buscando un padre -aventuró.

– No te preocupes. -Aventuré-: Supongo que yo estoy buscando un hijo.

Jenny asintió, sonriendo apenas; pensé que iba a decir algo, pero no dijo nada. Se metió una mano en el bolsillo del pantalón, en un gesto que me pareció tímido o embarazado, como si no acabara de decidir cómo debíamos despedirnos, y luego me la alargó; cuando se la estreché, noté algo frío y metálico en ella: era el Zippo de Rodney. Jenny no me dejó reaccionar.

– Adiós -dijo.

Y se dio la vuelta y empezó a alejarse. Tras un momento de indecisión me guardé el Zippo, monté en el coche, arranqué y, aguardando a incorporarme a la avenida que salía de Rantoul, miré a la izquierda y la vi todavía a lo lejos, caminando por la acera en sombra, sola y resuelta y frágil y sin embargo animada por algo como una inflexible determinación de orgullo, empequeñeciéndose a medida que se adentraba en la ciudad, y no sé por qué pensé en un pájaro, un colibrí o una garza o más bien una golondrina, pensé en e¡ vuelo nervioso y sin miedo de una golondrina y luego pensé en el póster de John Wayne que pendía de una pared del Bud's Bar y que tantas veces habría visto Rodney y sin duda Jenny también, absurdamente pensé en esas dos cosas mientras seguía mirándola y esperando que en algún momento notase mí mirada y se diese la vuelta y ella también me mirase a mí, como si ese gesto último pudiera ser también una señal inconfundible de asentimiento. Pero Jenny no se dio la vuelta, no me miró, así que me incorporé a la avenida y salí de Rantoul.

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