Juan Saer - Lo Imborrable

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Un clasico de la narrativa argentina que reconstruye las borraduras parciales que sufre la memoria. Una version cifrada sobre lo real, la percepcion y la literatura. Convertida en un clasico de la narrativa argentina, esta magnifica novela de Juan Jose Saer regresa con mas fuerza y renovada capacidad de resistencia. A traves de una prosa despojada y directa, la historia muestra al protagonista `Carlos Tomatis` deambulando por una ciudad fantasmal. El encuentro con dos extranos personajes `Alfonso y Vilma,` le plantea una serie de interrogantes que transforma al acto de leer en un gesto politico: Quien es Walter Bueno? Que se dice sobre su novela leida con furor? Como se construye un bestseller? Que es el exito? Como en toda la obra saeriana se despliega `mas que un argumento` una version cifrada sobre el estatuto de lo real, de la percepcion y de la literatura. Y si la memoria sufre parciales borraduras, ahi esta la ficcion para reconstruirla. Eso que Saer llama `lo imborrable` ha dejado su impronta en el cuerpo y en el imaginario colectivo atravesado por el terror, la represion y la censura. Por eso, imborrable es tanto lo que paso `la huella historica que no debe olvidarse bajo ningun concepto,` como lo que viene sucediendo desde el origen: la presencia humana en el mundo como un acontecer unico, increible, transformador del universo. Imborrable es el arte, el pensamiento y la palabra.

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– No -dijo-. Nada grave. Resulta que anoche me abordó un rosarino que dice ser amigo tuyo, y en estos tiempos nunca se sabe. Un tal Alfonso, de la distribuidora Bizancio.

– ¿El pelado Alfonso? -dice Reina. -Un tiro al aire. Pero buena persona. Es un amigo. Mucha plata y muchos problemas.

– Me llama maestro -le digo. Reina lanza una carcajada, la primera desde que empezó la conversación.

– Es el primer posmoderno -dice-. Ahora que me acuerdo, me dijo la vez pasada que te iba a llamar. Te respeta mucho, sobre todo desde que leyó tu brulote contra el imbécil de Bueno. ¿Cómo era? La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes. Divirtió mucho aquí en Rosario ese artículo.

– ¿Lo que gusta en Rosario es necesariamente pertinente y aplicable a la realidad en su conjunto? -digo.

– ¿Por qué no? -dice Reina.- Lo que le cuadra a la parte, le cuadra también al todo.

– Me dejo convencer -dijo- para volver a Alfonso. Anoche estuve hojeando sus catálogos. Aparte de algunos clásicos servidos en tajadas, todos sus autores son de segundo orden.

– Algunos de tercer y cuarto también -dice Reina.

– Pero es buena persona. Muchos problemas. Se le suicidó la mujer hace unos años.

– La victoria no da derechos -digo.

– Veo que estás completamente curado Carlitos -dice Reina.

– Lo acompaña una rubia, Vilma Lupo -digo.

– Pronto, pronto. Cuando afloje el frío -digo.

– Esperemos que afloje entonces. Tengo que colgar Se me hace tarde. Atiendo en el psiquiátrico esta mañana. Un abrazo -dice Reina.

– Chau, digo y cuelgo.

Cuando cierro la puerta de calle detrás de mí, y empiezo a caminar decidido en dirección al centro, me acuerdo de cómo hasta hace una semana nomás, me era imposible transponer el umbral para ir a tomar un café en el bar de la galería, como lo venia haciendo todos los días desde hacía más de veinte años. Únicamente después de su muerte, la agitación del agua negra, por las mismas razones misteriosas que la hicieron sacudirse, se fue calmando y una mañana en que, como hoy, me di una ducha y me puse ropa limpia con la intención de salir a la calle, tres o cuatro días después de haberla dejado bajo el pasto del cementerio, una fuerza interna probablemente me paralizaba en la punta de la escalera, y tuve que volver a mi "cuarto de trabajo" en el que me quedaba sentado el día entero, inmóvil, con la puerta abierta, mirando, sin verlo desde luego, y sin pensar en nada, el cielo vacío.

Dos o tres días después logré llegar hasta la puerta de calle sin decidirme a abrirla, y a la mañana siguiente, cuando lo conseguí, me quedé parado un buen rato en el umbral pero no bajé a la vereda.

Me daba lástima a mí mismo, limpio, recién afeitado, con la ropa impecable como hacía tiempo que no la llevaba, los zapatos bien lustrados, deshinchado gracias a la abstinencia de alcohol, el aspecto exterior de lo más saludable, pero incapaz de dar un paso hacia la vereda, desde el umbral de la casa de mi madre a la que había vuelto unos meses antes, pasados los cuarenta años, después de tentativas nupciales, de engendrar mi propia descendencia, de encuentros, de descubrimientos y de separaciones. Esa misma tarde llegué hasta la esquina -a unos veinte metros de la puerta-, pero no crucé la calle; la fuerza que había venido paralizándome mostraba ahora, inequívoca, su verdadera esencia: un terror puro, abstracto, sin contenido, respecto del cual la existencia efectiva del peligro era un dato secundario, por no decir irrisorio y, por esa misma razón, omnipresente, diseminado en la jungla de lo exterior y consubstanciado con ella. No actuar era, por lejos, la mejor solución -la inmovilidad vacía, entre voluptuosa y amarga, de una imagen interna recién restaurada, un poco frágil todavía. Únicamente cuando me movía el terror recomenzaba, prueba de que, igual que mi sombra, era indisociable de mí mismo, de modo que si quería seguir viviendo, tenía que habituarme a su compañía, aprender a reconocerlo en toda circunstancia y, sobre todo, para evitar la demencia, extraerlo del campo del delirio y ponerlo en el de la realidad, diciéndome casi a cada instante de los días vacíos y exhaustos que flotaban, igual que detritus, podría decirse, hacia las playas petrificadas del pasado. No me he vuelto loco todavía, porque el peligro es en efecto imaginario, pero el terror, en cambio, es bien real, y es del terror de lo que hay que ocuparse y no del peligro. Todo eso por los trescientos metros que me separaban del bar de la galería al que quería ir para tomar un café. Había tres o cuatro itinerarios posibles, y algunas veces los intenté pero siempre terminaba por volverme a mitad de camino, o apenas había salido de mi casa, o cuando estaba llegando a las proximidades del bar, hasta que una mañana me dije que, de todas maneras, inmóvil o en movimiento, el terror me acompañaría, así que me levanté de la cama, me vestí y salí a la calle concentrándome, no en el trayecto sino en el terror, y llegué al bar y me senté en una mesa, y cuando el guardapolvo verde de la chica que servía se apostó, paciente, a mi lado, levanté la cabeza y, tratando de que no me temblara la voz, le pedí que me trajera un café. Exactamente como en este mismo momento por otra parte, en que, parado junto al bar, le hago una seña a la misma chica que está preparando los expresos en su máquina italiana y me dirige una mirada interrogativa cuando me ve llegar- y la prueba de que era lo más fácil venir a tomar un café al bar de la galería, y de que lo era en especial para mí, es que, con un movimiento rápido y diestro, inclinándose hacia el mostrador, sin dejar de manipular la máquina, la chica deposita ante mí la primera taza de la serie que está preparando, cuando es evidente que no únicamente en las mesas del patio o de la galería sino también junto al mostrador, hay varios clientes que han pedido su café antes que yo.

En la mañana gris y helada -el reloj circular de pared marca las 10 y 27- reales únicamente para sí mismos y fantasmas para los otros, o al revés quizás -que me cuelguen si sería capaz de expedirme sobre la cuestión- mis conciudadanos, en las actitudes más convencionales, despliegan actividades ordinarias en las que, aún a distancia, no es difícil proyectarse: un hombre, por ejemplo, sentado en un taburete cerca de mí, acodado al mostrador, estudia los programas de la televisión nacional para esta noche; la cajera, durante unos minutos de inactividad, se ha quedado pensativa con los ojos bien abiertos, la mano derecha apoyada contra el cajón entreabierto de la registradora, la izquierda metida en el bolsillo de su guardapolvo verde, inmóvil, abstrayéndose por completo del exterior y, entre preocupada y melancólica, hurga quizás imágenes claras y llenas de detalles en su interior. Dos hombres maduros conversan en voz baja, pero con muchas gesticulaciones, en una mesa del patio, de negocios o de fútbol, o de historias sentimentales o sexuales probablemente, o quizás de política, aunque esto es menos seguro a causa de los tiempos que corren, en los que todo el mundo parece haber aceptado la consigna secreta de los tiranos, según la cual la culpa es siempre anterior al crimen.

Lo cierto es que -puedo comprobarlo cuando salgo de la galería a San Martín-, la mañana de invierno se ennegrece en vez de ir aclarándose. La llaga verdosa que supuraba, en el este, una luz lívida, persistencia fósil de un sol extinto, parece haberse obturado desde hace rato, a tal punto la uniformidad gris humo, cuyo único accidente son unos bulbos de rebordes de un gris todavía más oscuro, cubre estacionaria y baja la totalidad del cielo.

El verde pálido, químico, de cloro diluido que supuraba la llaga en el este, ha dejado un verdor oscuro, subacuático, diseminado en el aire -la impresión exacta es la de un mundo cerrado en el que el espacio y las cosas han adquirido una especie de intimidad y los movimientos

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