Eduardo Mendoza - El Misterio De La Cripta Embrujada

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El protagonista se encuentra en un manicomio encerrado. Entonces, el comisario Flores y la monja del colegio de las Madres Lazarista, lo sacan del manicomio a cambio de que él descubra que pasa con las niñas que desaparecen en el colegio. Cundo sale del manicomio, va en busca de su hermana Cándida, para que le ayude, pero esta no quiere, y cuando se va se encuentra con el novio de esta, el sueco. El que horas más tarde aparece muerto en la pensión donde se hospedaba el protagonista.
El protagonista, empieza a investigar y empieza por Isabel Peraplana y a Mercedes Negrer. La primera de ellas desapareció hace seis años pero apareció sin saber a donde había ido. Esta no le contó nada, pero cuando encontró a Mercedes, se lo contó todo, puesto que aquella noche siguió a Isabel. Y se lo empezó a contar, cuando Isabel se iba, había alguien que le abría las puertas, hasta llegar a la cripta, donde se hallaba un hombre con una daga que le travesaba. Entonces Mercedes se desmayó, y no recordaba nada de lo que pasó después. Las expulsaron a las dos del colegio y a ella la hicieron ir a vivir al pueblo donde ahora se hallaban el protagonista y Mercedes.
El protagonista empezó a atar cabos. Un día que siguió al Sr. Peraplana, que llevaba un bulto que metió en el maletero. Era la hija del dentista. Por la noche el protagonista se introdujo al colegio, salteando a los perros que había en el jardín. Allí empezó a buscar a la hija del dentista, y la encontró. Le hizo oler éter, y la llevó a la cripta, pero la perdió por dentro de la cripta. Allí dentro, con el mareo del éter, el protagonista empezó a alucinar. Vio al muerto que le querían cargar, el sueco, y se desmayó. Cuando se despertó, estaban el comisario, el doctor que tenía en el manicomio, Mercedes y las monjas. Mercedes había llamado al comisario tal y como habían acordado ella y el protagonista. Luego, siguieron al comisario hasta el fin de la cripta, donde encontraron un funicular, al cual subieron y donde encontraron una mansión. Pero no encontraron nada, puesto que allí hacía diez años que vivía una familia.
El loco, cuenta que el Sr. Peraplana aún estaba metido en negocios sucios, y él era el que hacía que las niñas fueran a la cripta y encontraran el cadáver, puesto que anteriormente el colegio había sido suyo, y como conocía la cripta, por donde entrar y salir lo tuvo fácil, además que lo mas seguro, fuera que el Sr. Peraplana tuviera aún alguna llave. El comisario le dijo al protagonista, que no lo podían demostrar porque no tenían pruebas. A pesar de que a él le quedaban algunos cabos que atar lo tuvo que dejar. Y volvió a la rutina de siempre antes de salir del manicomio.

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Percibí débilmente tras el paño una voz de mujer que decía:

– Ábrele, Pluto. A lo mejor sí que nos puede ayudar.

– … cuatro… y cinco. Buenas noches tengan ustedes.

La puerta se abrió y en el vano se recortó la figura que poco antes había visto en el portal. La mujer que se retorcía las manos se las seguía retorciendo a espaldas de su mando el dentista.

– Espere -dijo este último-. Nada se pierde con hablar. ¿Quién es usted y qué tiene que decirme?

– No es preciso que se entere el vecindario, doctor -dije yo-. Invíteme a pasar.

El doctor se hizo a un lado y entré en un recibidor pobremente iluminado por una bombilla de bajo voltaje enjaulada en una lámpara de hierro forjado. Había en el recibidor un paragüero de loza, un perchero de madera oscura labrada y un sillón frailuno. En el papel de las paredes se repetía simétricamente una escena campestre. En la parte interior de la puerta había un sagrado corazón de esmalte que decía: bendeciré esta casa. Las baldosas del suelo eran octogonales, de varios colores y bailoteaban al paso.

– Tenga la bondad -dijo el dentista señalando un pasillo estrecho y tenebroso que no parecía tener fin.

Eché a andar por el pasillo seguido del doctor y de su mujer y arrepintiéndome de no haber propuesto que la entrevista se celebrase en terreno neutral, porque no sabía lo que me esperaba al fondo del pasillo y es notoria la capacidad de hacer daño que tienen los dentistas.

Capítulo XV EL DENTISTA SE SINCERA

PERO mis temores resultaron infundados, porque a medio pasillo me rebasó el doctor y prendió solícito una luz que iluminó un saloncito modestamente amueblado pero confortable, en uno de cuyos sillones me indico que me sentara, al tiempo que decía:

– No podremos obsequiarle como desearíamos, pues tanto mi esposa como yo somos abstemios. Puedo ofrecerle un chicle medicinal que me ha enviado de propaganda un laboratorio. Dicen que va bien para las encías.

Decliné el ofrecimiento, esperé a que el matrimonio se sentara y dije así:

– Ustedes se preguntarán quién soy y a título de qué me injiero en sus asuntos. Les responderé diciendo que lo primero carece de importancia y que a lo segundo no sabría dar explicación, salvo que opino que andamos todos metidos en el mismo ajo, aunque tal cosa no me atrevo a afirmar hasta que no hayan contestado ustedes a unas preguntas que yo, a mi vez, les haré. Hace unos instantes le vi a usted, doctor, transportar un fardo y meterlo en el portamaletas de un coche. ¿Lo admite?

– Sí, en efecto.

– ¿Admitirá usted también que el fardo en cuestión contenía o, mejor dicho, era propiamente un ser humano, presuntamente una niña y, osaré aventurar, su hija de usted, por añadidura?

Vaciló el odontólogo y su mujer tomó la palabra para decir:

– Era la nena, señor, tiene usted toda la razón.

Reparé en que era una mujer algo fondona, pero aún aprovechable. Sus ojos y el rictus de sus labios expresaban no sé qué y emanaba su persona un hálito que no supe a qué atribuir.

– ¿Y no es asimismo cierto -proseguí recordando el elegante estilo que el ministerio fiscal desarrollaba en las vistas en que yo intervenía en calidad de acusado y, tengo para mí, en todas las demás- que la niña del fardo, su hija de ustedes, es la misma niña que desapareció hace dos días del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio?

– Calla -dijo el dentista a su mujer-. No tenemos por qué contestar.

– Nos han descubierto, Pluto -dijo ella con un deje de alivio en la voz-. Y me alegro de que así sea. Nunca, señor, habíamos infringido la ley antes de ahora. Usted, que tiene pinta de hampón, estará de acuerdo conmigo en que no es fácil acallar la conciencia.

Expresé mi acuerdo y continué diciendo:

– La niña no desapareció del colegio, sino que fue sacada de él sin conocimiento de las monjas y traída a esta casa, donde ustedes la ocultaron mientras fingían estar muy apesadumbrados por lo que quisieron hacer pasar por secuestro o fuga, ¿no es así?

– Tal y como usted lo cuenta -dijo la señora.

La siguiente pregunta venía rodada.

– ¿Por qué?

El matrimonio guardó silencio.

– ¿Cuál era el objeto de esta farsa insensata? -insistí.

– El nos obligó -dijo la señora. Y agregó dirigiéndose a su marido, que le lanzaba miradas reprobatorias-. Más vale que lo confesemos todo. ¿Es usted policía? -me dijo a mí.

– No, señora, ni muchísimo menos. ¿Quién es él? ¿Peraplana?

La señora se encogió de hombros. El odontólogo ocultó el rostro entre las manos y prorrumpió en sollozos. Daba pena ver llorar a un dentista con tanto desconsuelo. Esperé pacientemente a que se rehiciera y, una vez dueño de sí, el doctor abrió los brazos como quien va a exponer sus desnudeces y dijo lo que sigue:

– Usted, caballero, que parece observador y despejado, habrá colegido del barrio en que vivimos, la sencillez de nuestro vestuario y menaje y el hecho de que apaguemos automáticamente las luces al salir de una habitación, que pertenecemos a la sufrida clase media. Tanto mi señora como yo proveníamos de modesta cuna y yo, personalmente, hice todos mis estudios con ayuda de becas y de unas clases particulares que me proporcionaron los jesuitas a través de la congregación. La cultura de mi señora se limita a unos conocimientos culinarios no exentos de altibajos y unas habilidades en el terreno de la costura que le permiten transformar trajes de verano en batas de casa que jamás usa. Aunque hace trece años que contrajimos matrimonio, nuestro menguado peculio sólo nos ha permitido tener una hija, bien a nuestro pesar, viéndonos obligados desde hace ya mucho a recurrir a los anovulatorios, no obstante ser ambos católicos practicantes, lo que ha privado a nuestras relaciones sensuales de todo goce, por razón del remordimiento. Huelga añadir que nuestra hijita, desde el momento mismo de su concepción, se convirtió en el centro de nuestras vidas y que por ella hacemos incontables sacrificios, por los que nunca le hemos pedido cuentas, al menos explícitamente. La suerte, que en tantas otras cosas nos ha sido adversa, nos ha recompensado con una niña que reúne todas las gracias, no siendo la menor de éstas el acendrado amor que nos profesa.

Se volvió el dentista a su mujer, quizá en busca de corroboración, pero ella tenía los ojos cerrados y el ceño fruncido y parecía ausente, como si estuviera pasando revista a su vida, cosa esta que no deduje, claro está, de su actitud abstraída, sino de la posterior reacción que en su momento narraré.

– Llegada nuestra hija a la edad de la razón -continuó el dentista-, discutimos mi señora y yo largamente y no sin cierto encono el colegio al que debíamos mandarla. Ambos coincidimos en que había de ser éste lo mejor que ofreciera la ciudad, pero, en tanto que mi señora se inclinaba por una escuela laica, progre y cara, yo era partidario de la tradicional enseñanza religiosa, que tan buenos frutos ha dado a España. No creo, por lo demás, que los cambios que recientemente han sobrevenido a nuestra sociedad sean duraderos. Tarde o temprano, los militares harán que todo vuelva a la normalidad. En las escuelas modernas, por otra parte, impera el libertinaje: los profesores, me consta, se jactan ante el alumnado de sus irregulares enjuagues matrimoniales; las maestras prescinden de la ropa interior, y en los recreos se desalienta el deporte y se propicia la concupiscencia; se organizan bailes y excursiones de más de un día y se proyectan películas del cuatro. No sé si, como dicen, esto prepara a los niños a enfrentarse al mundo. Quizá se les vacune contra los peligros, prefiero no opinar. ¿De qué le estaba hablando?

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