Antonio Molina - Los misterios de Madrid

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Un Madrid a principios de los noventa, convertido en un escenario a la vez muy preciso y fantasmagórico. Una peripecia detectivesca en la que Muñoz Molina otorga un papel preponderante a un registro irónico que convierte a este relato de aventuras y desventuras en una versión actual del Cándido de Voltaire.
La misteriosa desaparición del Santo Cristo de la Greña lleva a Lorenzo Quesada a la capital española, en donde se suceden las historias más disparatadas, con los más variopintos personajes y situaciones de lo más descabellado.
La conjunción de enérgica inventiva expresiva y honda percepción humana de esta obra personal llena de coherencia, confirmó en Muñoz Molina a uno de nuestros principales escritores.
Los misterios de Madrid tiene por protagonista al entusiasta reportero vocacional Lorencito Quesada, personaje que ya aparecía en la anterior novela de Muñoz Molina, El jinete polaco. Aunque el arranque de la historia y su desenlace se sitúan en la localidad de Mágina -escenario de El jinete polaco y de Beatus Ille-, lo fundamental de la acción transcurre en el Madrid actual, convertido en un escenario a la vez muy preciso y fantasmagórico, en el que hay huellas manifiestas del Madrid de Beltenebros. También aquí es detectivesca la peripecia; pero, por primera vez en una novela extensa, Muñoz Molina otorga un papel preponderante a un registro irónico que convierte a este relato de las aventuras y desventuras de Lorencito Quesada por un Madrid erizado de peligros en una versión actual del Cándido de Voltaire, sin por ello abjurar de la herencia de Chandler ni de la característica conjunción de enérgica inventiva expresiva y honda percepción humana que convierte a Muñoz Molina en uno de nuestros principales escritores.«

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¿Estaba cayendo, sin darse cuenta, bajo los efectos afrodisíacos o alucinatorios de aquella bebida de gusto dulce y color anaranjado? Lo cierto era que en todos los años de su vida, que ya no son pocos, Lorencito Quesada no recordaba que lo hubiera mirado así ninguna mujer, ni siquiera una de aquellas viudas fumadoras y teñidas que intercambiaban bromas equívocas con los vendedores más jóvenes de El Sistema Métrico. Cada vez que la bailaora rubia le dirigía una de aquellas miradas, que no sería impropio clasificar de ardientes, Lorencito notaba una oleada de flojera en las piernas y una presión en las sienes perladas de sudores fríos, y no había modo de evitar que los ojos se le fueran hacia las largas piernas y el generoso escote de la bailaora, que al aproximarse taconeando hacia donde él estaba lo envolvía en el vendaval del vuelo de su falda, en un aire cálido, pesado de perfumes, que lo sofocaba gradualmente y revivía en él los apetitos angustiosos de su lejana mocedad.

Pero lo peor de todo era que el ojo sano y guiñado de Bocarrape también lo había distinguido, y que el cantaor mendaz, al mismo tiempo que gritaba roncamente una copla flamenca, le estaba haciendo señas al Bimbollo, que en ese momento le doblaba las palmas. Mientras cantaban y palmoteaban en una esquina del tablao los dos hombres miraron a Lorencito con torvas sonrisas, y luego Bocarrape hizo un rápido gesto con la cabeza en dirección al fondo de la sala, donde el portero, que estaba de pie y con los brazos cruzados junto a la cortina de salida, pareció comprender y asentir y buscó algo con la mirada sobre los sombreros cordobeses y mejicanos y las monteras torcidas de la concurrencia.

Lorencito, sin que el miedo creciente le atenuara la lujuria, se dijo que debía escapar, pero el cuerpo convulso y los ojos claros de la bailaora rubia lo tenían como paralizado, y además no cabía duda de que el portero lo había identificado y estaba dispuesto a no permitirle una retirada digna. Las palmas, los taconazos y los olés y ayes sonaban cada vez más fuerte, las seis bailaoras habían salido simultáneamente a escena y los japoneses enardecidos saltaban sobre las mesas volcando las jarras de sangría y derrumbándose luego para levantarse unos segundos después sosteniendo sus cámaras. Las caras de los artistas chorreaban sudor bajo las luces tornasoladas de los focos y el suelo tenía una vibración de terremoto, pero en medio de aquella especie de orgía folklórica los ojos de Bocarrape y el Bimbollo continuaban vigilando fríamente a Lorencito Quesada, y la guitarra se iba deslizando hacia las rodillas del anciano tocaor, que ya dormía sin reparo con la boca abierta y la cabeza caída sobre su pechera bordada.

De pronto, cuando Lorencito ya empezaba a sentir ahogos y náuseas, asediado por el calor de la sala y el entusiasmo colectivo de los japoneses, cesó el escándalo y los artistas, cogidos de la mano, todavía jadeantes, se inclinaron para recibir una salva de aplausos. Uno a uno, en fila, empezaron a bajar por una escalerilla que estaba junto a la mesa de Lorencito. Cuando la bailaora rubia pasaba a su lado se le cayó un clavel del pelo y se inclinó para recogerlo, ofreciéndole a una distancia de pocos centímetros el espectáculo turbador de su pechera palpitante. Al levantarse, sin mirarlo, le dijo al oído: “Rápido, escape por esa puerta donde pone privado . Espéreme dentro de una hora en el Café Central”.

Capítulo XII

Fugitivo en la noche

El pasillo hediondo y sombrío terminaba en un callejón. Lorencito Quesada salió corriendo y al tropezar volcó un contenedor de basura, provocando una desbandada de gatos o de ratas. Huía cuesta arriba, por calles estrechas y desiertas y plazuelas con álamos, acordándose de la expresión sanguinaria del portero, que al darse cuenta de sus intenciones había braceado en vano entre los japoneses beodos del Corral de la Fandanga queriendo alcanzarlo. Sólo bajo las luces de la calle Bailén sintió que podía respirar con alivio: había bares abiertos y grupos de gente en las aceras, y los faros de los coches deslumbraban el asfalto. ¿Nadie dormía en Madrid los viernes por la noche?

Detuvo un taxi y le preguntó al conductor por el Café Central: consideró que el peligro cierto y la urgencia de llegar a la cita con la bailaora rubia justificaban el gasto de una nueva carrera. Como de costumbre, apuntaría escrupulosamente el importe en su libreta, a fin de rendirle cuenta exacta a don Sebastián Guadalimar en el momento oportuno. Pero la verdad era que se había descubierto una desmedida afición a viajar en taxi por Madrid: recostarse en el asiento trasero e ir mirando las calles y las luces eran placeres que subyugaban a Lorencito Quesada, a pesar del suplicio de ir vigilando de soslayo las cifras crecientes del taxímetro. Vio la plaza de España, sumida en la oscuridad, la resplandeciente Gran Vía, donde aún estaban iluminadas las marquesinas de los cines, la plaza del Callao, la calle de la Montera, con sus aceras pobladas de mujeres escuálidas y de africanos al acecho, volvió a pasar por la Puerta del Sol, la calle Carretas y la plaza de Jacinto Benavente, ya a un paso de la plaza del Ángel, donde le dijo el taxista que estaba el Café Central. Aquella veloz travesía nocturna de Madrid al mismo tiempo le daba miedo y lo excitaba: el sentimiento del peligro era tan intenso como el de una avidez colectiva que se le contagiaba nada más que respirando el aire frío de la noche y oyendo las carcajadas y la música que fluían de los bares abiertos.

El café Central no era menos ruidoso que el Corral de la Fandanga. También se daban en él actuaciones en vivo, pero no de cante y baile flamenco, sino de una extraña música moderna, interpretada por negros, que a Lorencito, adepto sobre todo a los conciertos dominicales de la banda de Mágina y a los coros de habaneras, no tardó en ponerle la cabeza como un bombo. Lo peor de aquella música no era que le aturdiese los oídos, como cuando en los días de feria tiene que ir a la caseta municipal para hacer la crónica de los conjuntos que actúan allí: lo peor de todo era que no acababa nunca. Logró acercarse a la barra, abriéndose paso entre jóvenes serios y barbudos y muchachas de caras lánguidas que miraban hacia el escenario con los ojos en blanco y moviendo la cabeza como si dijeran sí continuamente a algo, y pidió una copa de vino quinado, explicando al camarero, a gritos, pero en vano, que le daba igual San Clemente que Santa Catalina: de ninguna de esas dos acreditadas marcas existe la menor noticia en Madrid. El camarero llevaba cola de caballo y un zarcillo diminuto en la oreja izquierda, y también miraba al escenario y agitaba afirmativamente la cabeza, sin hacer ningún caso a Lorencito, que al final se decidió por un Bènèdictine, agregándole luego, por precaución, medio vaso de agua.

Bebía a tragos muy cortos, porque el licor, incluso aguado, se le sube rápidamente a la cabeza, y vigilaba la puerta, pero ni la muchacha rubia aparecía ni cesaba la música de aquellos negros frenéticos. Durante casi media hora uno de ellos estuvo golpeando a solas y sin descanso ni piedad los platillos y los tambores de una batería, y cuando dejó de tocar y le aplaudieron y ya parecía que todo iba a acabarse se adelantó otro que soplaba un saxofón con la cara encendida, pero Lorencito dejó muy pronto de escucharlo: en la puerta de cristales había aparecido la bailaora rubia, que avanzó entre la gente como sin rozarse con nadie, sola y alta, vestida de negro, buscándolo.

No dio muestras de haberlo visto cuando él agitó la mano desde lejos para llamarle la atención. Pasó junto a él, con un gesto le indicó que la siguiera. La vio desaparecer tras una cortina que conducía a los lavabos, y sólo entonces fue tras ella. Estaba claro que por razones poderosas prefería que no los vieran juntos… Debió emplear denodadamente las rodillas y los codos para abrirse camino entre la apelmazada multitud que seguía aguantando a pie firme los pitidos y los bocinazos del saxofón sin dar señales de fatiga. ¿No los asfixiaban los vapores del alcohol y el humo denso del tabaco, no enloquecían con el ruido? Al menos en las escaleras que subían a los lavabos el aire casi era respirable y se atenuaba la música. Había muchos peldaños, y a Lorencito le palpitaba el corazón. Le palpitó mucho más fuerte cuando llegó arriba y vio a la rubia asomada a la puerta del lavabo de señoras, al fondo de un salón con el techo muy bajo, iluminado por tubos fluorescentes.

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