– Vinieron hace tres días, -dijo, como confesándole, chupando tan rápidamente el cigarrillo que apenas inhalaba humo-. Querían un peluquín como el que habían visto en la foto grande del escaparate. Les dije que la casa Dilaila está especializada en crear modelos exclusivos, y que ése en concreto sólo podía usarlo el cliente que nos lo había encargado. Uno de ellos me amenazó entonces con una pistola. Subió conmigo al almacén sin quitármela de detrás de la oreja y me hizo entregarle uno de los peluquines de Matías Antequera. Se los hacemos a medida, y no es por nada, pero los considero personalmente mis obras maestras. No se puede imaginar las caras que tenían. Y esto se lo digo yo, que menudo muestrario tengo nada más que asomándome a la calle. Cuando ya parecía que se iban, el que llevaba la pistola me puso el cañón en la frente y me hizo jurar de rodillas que no le diría nada a Matías Antequera, ni a nadie…
– Venga, hombre, no se sofoque, -Lorencito Quesada fue a ponerle al dependiente una mano consoladora en el hombro, pero el otro retrocedió como si hubiera notado una corriente eléctrica-. Dígame, ¿cuántos eran? ¿Sería capaz de describírmelos?
– Tres, creo. El de la pistola era el más gordo.
– ¿Uno de ellos era chino, o japonés?
– ¿Y usted cómo lo sabe? -el dependiente casi dio un salto en el sofá y volvió a mirar con terror a Lorencito-. Manejaba un cuchillo muy raro que parecía un berbiquí.
– Un cris malayo, -dijo Lorencito, que no había visto nunca dicha arma, pero tenía noticias exactas sobre ella gracias a las novelas de Emilio Salgari.
– Pero el otro era el que ponía más cara de asesino, -continuó el dependiente, absorto en su rememoración-. El tercero. El que llevaba esa uña tan larga. Para asustarme me la acercaba a los ojos…
Una inmersión en el folklore
Una sombra alta solitaria se proyectó hacia la medianoche sobre la calzada de la calle Bailén y la luz tamizada de niebla de la farola que la alargaba sobre el asfalto húmedo iluminó al mismo tiempo las facciones impasibles del hombre que permanecía quieto en mitad de la calle, sobre la raya blanca, mirando los automóviles que venían por su derecha, desde el Viaducto y la plaza de Oriente, a fin de pasar sin peligro al otro lado. El hombre, Lorencito Quesada, había leído recientemente una novela de espías escrita por un paisano suyo, novela moderna de las que jamás empiezan por el principio ni respetan las normas de planteamiento, nudo y desenlace, pero que, por desarrollarse en Madrid, se la había estado viniendo de modo intermitente a la imaginación desde que llegó esa mañana a la ciudad para encontrar a un hombre, Matías Antequera, al que en realidad no había visto de cerca más de dos o tres veces, una de ellas en directo y ante los micrófonos de Radio Mágina, donde Antequera, emocionado, con lágrimas en los ojos, rompió a cantar a pelo su pasodoble Carnicero torero .
Influido tal vez por la lectura de aquella novela, Lorencito Quesada cruzó por fin la calle Bailén y bajó hacia las Vistillas pensando que escribía un reportaje futuro o que le contaba a alguien lo que hacía en ese momento. Conforme se aproximaba a la calle Yeseros la noche se iba volviendo más despoblada y oscura, y de vez en cuando volvía la cabeza por miedo a que estuvieran siguiéndolo. Pero había cenado opíparamente en su cuarto de la pensión, apurando hasta el último residuo de lomo con tomate y dando fin a la mollaza, se había dado una ducha (por la que tuvo que pagar un suplemento adelantado de doscientas pesetas) y había dormido, con su pijama tobillero, como Dios manda, dos horas que le sentaron de maravilla, de modo que cuando a eso de las once se vistió para salir, recién afeitado, con toda la ropa limpia, se encontraba en un estado sereno y animoso, dispuesto a enfrentarse de una vez por todas con los flamencos desaprensivos del Corral de la Fandanga y a rescatar a Matías Antequera, quien sin duda lo llevaría hacia la imagen del Santo Cristo de la Greña.
Antes de salir de la pensión llamó a su madre, y le explicó a gritos que la jornada inaugural del Congreso Eucarístico había resultado emocionante, pero que no podría volver a Mágina al día siguiente, porque se esperaba de un momento a otro la llegada de Su Santidad el Papa. Su madre, que tenía, por la edad, algunos fallos de memoria, pensaba que el papa era aún Pío XII, y le pidió a Lorencito que si había ocasión le presentara sus respetos a Su Santidad.
Los faroles pintados del Corral de la Fandanga eran la única iluminación de la calle Yeseros. A Lorencito Quesada lo amedrentaba el recuerdo del llamado Bimbollo, pero se armó de valor y empujó decididamente la puerta, que estaba entornada, y de la que fluía una luz rojiza y una trepidación de taconeos y palmas. En el pequeño vestíbulo había fotos en color de artistas flamencos estrechando las manos de celebridades internacionales del espectáculo y la política, entre ellas los monarcas reinantes en la actualidad, el príncipe heredero del Japón y la enlutada ex emperatriz Farah Diba. Un portero vestido de corto, con sombrero cordobés, camisa de chorreras y zahones, le preguntó con simpatía y gracejo si deseaba una mesa, y Lorencito, manejando una desenvoltura que a él mismo no dejó de asombrarlo, solicitó una que estuviera cerca del escenario. Pensó que ya se le notaban los efectos beneficiosos de la estancia en Madrid: seguridad y decisión, eso era lo único que necesitaba.
El corral de la Fandanga registraba un lleno hasta la bandera: en la penumbra de la sala Lorencito advirtió que el público estaba compuesto en su inmensa mayoría por japoneses. Abundaban las monteras taurinas, los sombreros de ala ancha y las cámaras de vídeo y de fotografía, y los taconeos de la bailaora que en ese momento se retorcía sobre el escenario eran saludados con palmas arrítmicas y vibrantes olés. Ya en la mesa, cuando un camarero también vestido de flamenco le trajo la carta, descubrió con amargura que la consumición mínima era de tres mil pesetas, y que para mayor contratiempo la casa no disponía de quina San Clemente. Dispuesto a todo, decidió dar un paso hacia la modernidad y pidió un San Francisco, bebida ésta que según le habían contado era la más habitual en discoteca y guateques.
Vigas de madera sin desbastar y un techo de paja, muy parecido a los que cubrían antes las chozas de los melonares, enmarcaban artísticamente el escenario, donde un anciano algo achacoso, vestido de flamenco, pero con gafas de extrema miopía y zapatillas de paño, tocaba la guitarra, si bien no con mucho sentimiento, porque de vez en cuando se quedaba dormido y una de las mujeres del cuadro de baile lo despertaba a codazos. Eran seis las bailaoras, y se levantaban por turno de las sillas de anea para interpretar a solas y durante unos minutos alguna pieza del rico folklore andaluz, subiéndose hasta más arriba de las rodilla sus batas de cola y acompañadas por las voces de dos cantaores en quienes Lorencito reconoció a Bocarrape y el Bimbollo. Cinco de ellas eran morenas, con grandes ojos negros y moños que al estirarles la piel de las sienes acentuaban la típica belleza española de sus caras. La sexta era rubia y de ojos claros, llevaba el pelo suelto y desde que Lorencito entró en el local no había parado de mirarlo: era la mujer con la que se cruzó esa mañana en la calle Yeseros, la que parecía hacerle señas tras los visillos de un balcón… Batía palmas y cantaba a coro con las otras, y cuando salió a bailar sus taconazos retumbaron en el corazón y en el estómago de Lorencito Quesada, porque alzaba una pierna y se le veían fugazmente las bragas, se inclinaba hacia adelante y era como si los pechos fueran a salírsele del escote, le caía la melena sobre la cara y cuando se la iba apartando sus ojos claros se quedaban fijos únicamente en él.
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