La libertad de Viernes -en la que Robinsón comenzó a iniciarse a partir de los días siguientes- no era más que la negación del orden, borrado de la superficie de la isla a causa de la explosión. Robinsón conocía suficientemente bien, por el recuerdo de sus primeros días en Speranza, lo que era una vida desamparada, a la deriva y sometida a todos los impulsos del capricho y a todas las caídas del desfallecimiento, y por eso presentía que debía existir una oculta unidad, un principio implícito en el comportamiento de su compañero.
Viernes no trabajaba, en el sentido real del término, nunca. Como ignoraba cualquier noción de pasado y de futuro, vivía inmerso en el instante presente. Pasaba días enteros en una hamaca de lianas trenzadas que había tendido entre dos pimenteros y desde la cual derribaba con su cerbatana a los pájaros que venían a posarse en las ramas, engañados por su inmovilidad. Por la tarde, arrojaba el producto de su indolente caza a los pies de Robinsón, que no se preguntaba ya si aquel gesto era el del perro fiel que trae algo a su amo o, por el contrario, el de un amo tan imperioso que ni siquiera se dignaba expresar sus órdenes. La verdad era que había superado en sus relaciones con Viernes aquel nivel de mezquinas alternativas. Le observaba con pasión, atento a la vez a las acciones y a los gestos de su compañero y observaba también la reacción que producían en sí mismo, porque estaban produciendo una metamorfosis que le trastornaba.
Su aspecto exterior había sido el primero en resentirse del cambio. Había renunciado a afeitarse el cráneo y sus cabellos se rizaban formando unos bucles rojizos que, de día en día, se iban haciendo más exuberantes. En cambio había cortado su barba -ya deteriorada por la explosión- y cada mañana pasaba por sus mejillas la hoja de su cuchillo, que había afilado durante largo rato sobre una piedra volcánica, ligera y porosa, muy corriente en la isla. Había perdido así de golpe su aspecto solemne y patriarcal, aquel lado «Dios-Padre» que servía para apoyar tan perfectamente a su antigua autoridad. Con la medida había rejuvenecido casi una generación y una mirada en el espejo bastó para convencerle de que además -por un fenómeno de mimetismo bastante explicable- existía a partir de ese momento una clara semejanza entre su rostro y el de su compañero. En pocos días se había convertido en su hermano, y ni siquiera estaba seguro de que no se tratara de su hermano mayor. Su cuerpo también se había transformado. Siempre había temido a las quemaduras del sol, como uno de los peores peligros que podían amenazar a un inglés -pelirrojo, para colmo- en zona tropical y se cubría cuidadosamente todas las partes del cuerpo antes que exponerlas a sus rayos, sin olvidar, como precaución suplementaria, su gran sombrilla de pieles de cabra. Sus estancias prolongadas en lo más hondo de la gruta y luego su intimidad con la tierra habían terminado por dar a su carne la blancura lechosa y frágil de los rábanos y tubérculos. Pero animado por Viernes, a partir de entonces se exponía desnudo al sol. Al principio avergonzado, encogido y feo, no había tardado mucho, sin embargo, en estirarse y embellecerse poco a poco. Su piel había adquirido un tono cobrizo. Una fiereza nueva henchía sus músculos y su pecho. Su cuerpo desprendía un calor del que le parecía que su alma extraía una seguridad que jamás antes había conocido. De este modo descubría que un cuerpo aceptado, querido, incluso vagamente deseado -por una especie de narcisismo naciente-, puede ser no sólo un instrumento mejor para insertarse en la trama de las cosas exteriores, sino además un compañero fiel y fuerte.
Compartía con Viernes juegos y ejercicios que en otra época hubiera considerado incompatibles con su dignidad. Por eso no cesó hasta caminar sobre sus manos con tanta habilidad como lo hacía el araucano. Al principio no encontró ninguna dificultad para hacer el pino apoyándose contra una roca saliente. Pero era más delicado desprenderse de aquel punto de apoyo y avanzar sin balancearse hacia adelante y hacia atrás para acabar desplomándose. Sus brazos temblaban bajo el peso aplastante de todo su cuerpo, pero no se debía a falta de fuerza, sino que tenía que adiestrarse para adquirir el equilibrio y la postura adecuada para sostener aquella carga insólita. Se empeñaba en lograrlo, porque consideraba como un progreso decisivo, en el nuevo camino en el que se adentraba, la conquista de una especie de polivalencia de sus miembros. Soñaba con que su cuerpo se metamorfoseaba en una mano gigante cuyos cinco dedos serían cabeza, brazos y piernas. La pierna tenía que poder levantarse como un índice, los brazos debían caminar como piernas, el cuerpo descansar indiferente sobre tal miembro o tal otro, como una mano que se apoyara en cada uno de sus dedos.
Entre sus escasas ocupaciones, Viernes confeccionaba arcos y flechas con un minucioso cuidado, tanto más sorprendente desde el momento en que, en realidad, las utilizaba muy poco para la caza. Después de tallar sencillos arcos en las maderas más ligeras y regulares -sándalo, arcediana y copaiba-, pasó rápidamente a unir sobre un armazón flexible láminas de cuerno de macho cabrío que multiplicaban su resistencia.
Pero concedía mucha mayor dedicación a las flechas porque, si aumentaba sin cesar la potencia de los arcos, era para poder aumentar la longitud de las flechas, que pronto llegó a ser de más de seis pies. El delicado equilibrio de la punta y sus adornos de plumas nunca resultaba suficientemente exacto para su gusto y podía vérsele durante horas haciendo girar el palo sobre la arista de una piedra para llegar a localizar su centro de gravedad. La verdad es que empenachaba sus flechas más allá de cualquier límite razonable, aprovechaba para ese fin tanto plumas de papagayo como hojas de palmera y, ya que recortaba las puntas en forma de alas, utilizando los omoplatos de las cabras, resultaba evidente que lo que pretendía con esas características no era tanto que alcanzasen a una presa cualquiera con fuerza y precisión como que volaran, que planearan lejos, durante el mayor tiempo posible.
Cuando tendía su arco, su rostro se contraía por un esfuerzo de concentración casi doloroso. Buscaba durante mucho rato la inclinación de la flecha que le asegurara la trayectoria más gloriosa. Al fin silbaba la cuerda y rozaba el brazalete de cuero con que se protegía el antebrazo izquierdo. Con todo el cuerpo proyectado hacia adelante, los dos brazos tensos en un gesto que era a la vez impulso y ruego, acompañaba la trayectoria de su flecha. Su rostro brillaba de placer mientras su impulso vencía al roce del aire y a la gravedad. Pero algo parecía romperse dentro de él, cuando la punta se inclinaba hacia el suelo, frenada apenas en su caída por su penacho de plumas.
Robinsón se preguntó durante mucho tiempo sobre el significado de aquellos ejercicios con el arco sin caza y sin blanco, en los que Viernes se afanaba hasta el agotamiento. Por fin creyó entenderlo cierto día en que un fuerte viento marino cabrilleaba las olas que rompían en la playa. Viernes ensayaba flechas nuevas, de una longitud desmesurada, empenachadas con una fina barba formada por plumas remeras de albatros, que medía casi tres pies. Empulgó, inclinando la flecha cuarenta y cinco grados, en dirección al bosque. La flecha subió hasta una altura de unos ciento cincuenta pies por lo menos. Luego pareció dudar un instante, pero en lugar de caer hacia la playa, se inclinó, colocándose horizontalmente, y enfiló hacia el bosque con una nueva energía. Cuando desapareció tras la cortina que formaban los primeros árboles, Viernes, radiante, se volvió hacia Robinsón.
– Caerá entre las ramas; no volverás a verla -le dijo Robinsón.
– No volveré a encontrarla -dijo Viernes-, pero es porque no caerá jamás.
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