Michel Tournier - Viernes o Los limbos del Pacífico

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Decía Jorge Luis Borges que el significado de una novela como El Quijote no podía ser el mismo en el siglo XVII que en el XX. Pues bien, éste es el reto que ha afrontado el laureado escritor francés Michel Tournier al retomar la historia de Robinsón Crusoe y reescribirla desde una sensibilidad contemporánea.
Toda la fe, la inocencia, el positivismo y el arrogante etnocentrismo del héroe de Daniel Defoe, se convierten en la obra de Michel Tournier en duda sistemática, en conciencia de las invisibles relaciones entre Robinsón y la naturaleza que le limita y le otorga su identidad, y de los complejos, sutiles, conflictivos lazos que le unen a su alter ego, Viernes, un personaje que ha dejado de ser el sumiso esclavo del héroe, para convertirse en el imposible interlocutor de un poeta.
Viernes o Los limbos del Pacífico constituye un texto sugerente, en el que las peripecias de su solitario protagonista dan pie a la reflexión conjunta de autor y lector sobre el sentido de la condición humana y de la civilización. La novela se cierra con un final consecuente y paradigmático: Viernes viajará en el velero que le conducirá a la sociedad occidental, Robinsón, que descubre justo entonces la atrocidad que se esconde en los valores jerárquicos de la cultura a la que pertenece, rehusa subir a bordo y asume su condición de náufrago, en la inesperada compañía de un grumete que huye, como antes el salvaje Viernes, de la cruel compañía de sus compañeros de raza y de cultura.

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Caía ya el crepúsculo cuando descubrió el cadáver de Andoar en medio de los escasos matorrales de aliso que crecían entre las piedras. Se inclinó sobre el gran cuerpo deshecho y reconoció inmediatamente el cordón de colores sólidamente anudado en torno a su cuello. Se enderezó al oír una risa a sus espaldas. Viernes estaba allí, de pie, cubierto de arañazos, con el brazo izquierdo inmovilizado, pero indemne.

– Ha muerto protegiéndome con su piel -dijo-. El gran cabrón ha muerto, pero pronto le haré volar y cantar…

Viernes se reponía de sus fatigas y de sus heridas con una rapidez que sorprendía a Robinsón. A la mañana siguiente -rostro distendido y cuerpo dispuesto- volvió a los despojos de Andoar. Primero cortó la cabeza y la depositó en el centro de un hormiguero. Luego, tras desgarrar la piel que rodeaba a las patas y abrirla a lo largo del pecho y del abdomen, instaló al animal en el suelo y allí cortó las últimas adherencias que sostenían la gran corteza escuálida y rosa, fantasma anatómico de Andoar. Abrió la bolsa abdominal, desenrolló los cuarenta pies de intestinos que albergaba y tras lavarlos con agua corriente los colgó de las ramas de un árbol -guirnalda extraña, lechosa y violácea, que inmediatamente atrajo millares de moscas-. Luego fue hacia la playa canturreando y portando bajo su brazo la grasa y pesada piel de Andoar. La aclaró entre las olas y la dejó allí para que se impregnara de arena y de sal. Luego, con la ayuda de un tundidor improvisado -una concha atada a un guijarro-, comenzó a depilar la cara exterior de la piel y a descarnar su lado interior. Aquel trabajo le exigió varios días, durante los cuales rechazó la ayuda de Robinsón, reservándole, decía, una tarea posterior más noble, más fácil y también esencial.

El misterio se resolvió cuando suplicó a Robinsón que aceptara orinar sobre la piel extendida en el fondo de una concavidad de la roca, en donde las grandes mareas depositaban un espejo de agua, que se evaporaba en pocas horas. Le rogó que bebiera mucho durante los próximos días y que no se aliviara nunca en ningún otro lugar, ya que la orina debía cubrir por completo los despojos de Andoar. Robinsón se dio cuenta de que él, en cambio, se abstenía y no le preguntó si consideraba que su propia orina se hallaba desprovista de virtudes curtientes o si experimentaba repugnancia ante la infame promiscuidad que habría significado aquella mezcla de sus aguas. La piel había macerado durante ocho días en lo que se había convertido en una salmuera amoniacal; cuando la retiró de allí, la enjuagó en el agua del mar y la sujeto entre dos arcos que la sometían a una tensión ligera y constante. Por último la dejó secar durante tres días a la sombra y comenzó a pulirla con piedra pómez, cuando todavía conservaba un resto de humedad. A partir de ese momento era un gran pergamino virgen de una tonalidad de oro viejo que, a la caricia con los dedos, daba una nota grave y sonora.

– Andoar va a volar, Andoar va a volar-repetía muy excitado, negándose en todo momento a desvelar sus intenciones.

Las araucarias de la isla eran poco numerosas, pero sus siluetas piramidales y negras se alzaban soberbias entre los matorrales que vegetaban a su sombra. Viernes quería especialmente a esos árboles, tan característicos de su país, hasta el punto de conferirle su nombre, y pasaba jornadas enteras aovillado en la cuna de sus ramas nodrizas. Por la tarde, llevaba a Robinsón un puñado de granos penígeros que contenían una almendra comestible cuya sustancia harinosa era potenciada por un acre olor de resina. Robinsón se había cuidado siempre de seguir a su compañero en aquellas escaladas que le parecían simiescas.

Aquella mañana, sin embargo, se encontraba al pie del más alto de aquellos árboles, y taladrando con la mirada la profundidad de su ramaje, calculaba que no tendría menos de ciento cincuenta pies de altura. Tras varios días de lluvia, el frescor de la mañana anunciaba el retorno del buen tiempo. El bosque vaheaba como un animal y en la espesura la espuma de invisibles arroyos dejaba oír un rumor inhabitual. Atento siempre a los cambios que observaba en sí mismo, Robinsón había notado desde hacía varias semanas que esperaba cada mañana la salida del sol con una impaciencia ansiosa, y que el despliegue de sus primeros rayos adquiría para él la solemnidad de una fiesta que no por ser cotidiana dejaba de tener cada vez una intensidad nueva.

Agarró la rama más accesible y se levantó sobre una rodilla; luego se puso de pie, pensando imprecisamente que podría disfrutar de la salida del sol unos minutos antes de lo acostumbrado, si trepaba a la copa de un árbol. Trepó sin esfuerzo los sucesivos niveles de aquel armazón de madera con la creciente impresión de hallarse prisionero -y de algún modo solidario- en una amplia estructura, infinitamente ramificada, que arrancaba desde el tronco en la corteza rojiza y se desarrollaba en ramas, ramitas, tallos, plúmulas, para concluir en los nervios de las hojas triangulares, punzantes, en forma de escamas y enredadas en espiral en torno a las ramas. A medida que se elevaba, se hacía cada vez más sensible a la oscilación de aquel conjunto de miembros arquitectónicos a través del cual pasaba el viento con un zumbido de órgano. Se acercaba a la copa, cuando de pronto se encontró rodeado de vacío. Quizás a causa de un rayo el tronco se encontraba rajado en aquel lugar, a una altura de unos seis pies. Bajó los ojos para huir del vértigo. A sus pies, un batiburrillo de ramas dispuestas en planos superpuestos se prolongaba hacia abajo girando en una enloquecedora perspectiva. Un terror de su infancia le vino a la memoria. Había deseado subir al campanario de la catedral de York. Después de ascender por la escalera escarpada y estrecha, que daba vueltas en torno a una columnita de piedra esculpida, había abandonado de repente la tranquilizadora penumbra de los muros y había emergido al aire libre, en un espacio que se hacía aún más vertiginoso por la lejana silueta de los tejados de la ciudad. Tuvo que descender de nuevo como un papanatas, con la cabeza envuelta en su capucha escolar…

Cerró los ojos y apoyó su mejilla contra el tronco, único punto firme que disponía. En aquella arboladura, llena de vida, el trabajo de la madera, sobrecargada de miembros y arañando el viento, se oía como una vibración sorda, atravesada a veces por un largo gemido. Escuchó durante largo rato aquel rumor que traía la calma. La angustia aflojaba su abrazo. Soñaba. El árbol era un gran navío anclado en el humus y luchaba, con todas sus velas desplegadas, por iniciar al fin el vuelo. Una caricia cálida envolvió a su rostro. Sus párpados se hicieron incandescentes. Comprendió que el sol se había levantado, pero tardó todavía un poco en abrir los ojos. Se mantenía atento al ascenso en su interior de una nueva alegría. Una ola de calor le cubría. Tras la miseria del alba, la luz salvaje fecundaba con fuerza todas las cosas. Abrió a medias los ojos. Entre sus pestañas estallaron puñados de lentejuelas luminiscentes. Un soplo tibio hizo temblar a las hojas . La hoja pulmón del árbol, el árbol pulmón a su vez y por tanto el viento es su respiración , pensó Robinsón. Imaginó sus propios pulmones, expandiéndose hacia afuera, mata de carne purpúrea, pólipo de coral viviente, con membranas rosas, esponjas mucosas… Agitaría al aire aquella delicada exuberancia, aquel ramo de flores carnales y una alegría púrpura le penetraría por el canal del tronco, henchido de sangre bermeja…

Por el lado de la costa, un gran pájaro de color oro viejo, de forma romboidal, se balanceaba caprichosamente en el cielo. Viernes, cumpliendo su misteriosa promesa, hacía volar a Andoar.

Después de haber atado tres varitas de junco en forma de cruz, con dos brazos desiguales y paralelos, había vaciado una ranura en cada una de sus secciones y había hecho pasar por allí una tripa seca. Después había sujetado aquel marco ligero y sólido a la piel de Andoar, doblando y cosiendo sus bordes a la tripa seca. Uno de los extremos de la varita más larga sostenía la parte delantera de la piel y el otro estaba recubierto por la parte caudal que colgaba en forma de trébol. Los dos extremos se hallaban reunidos por una cuerda bastante floja y a ésta se unía otra cuerda con la que se sostenía y que estaba situada en un punto cuidadosamente calculado para que el carnero-volador adoptara la inclinación adecuada que le proporcionaría la mayor fuerza ascendente. Viernes había trabajado desde los primeros albores en aquellos ensamblajes delicados, y como soplaba a ráfagas una fuerte brisa de suroeste anunciadora del tiempo seco y luminoso, el gran pájaro de pergamino, apenas terminado, se agitaba entre sus manos, como impaciente por emprender el vuelo. En la playa, el araucano había dado gritos de alegría en el momento en que el monstruo frágil, combado como un arco, había subido como un cohete, haciendo resonar todas sus partes libres y arrastrando una guirnalda de plumas blancas y negras.

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