Michel Tournier - Viernes o Los limbos del Pacífico

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Viernes o Los limbos del Pacífico: краткое содержание, описание и аннотация

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Decía Jorge Luis Borges que el significado de una novela como El Quijote no podía ser el mismo en el siglo XVII que en el XX. Pues bien, éste es el reto que ha afrontado el laureado escritor francés Michel Tournier al retomar la historia de Robinsón Crusoe y reescribirla desde una sensibilidad contemporánea.
Toda la fe, la inocencia, el positivismo y el arrogante etnocentrismo del héroe de Daniel Defoe, se convierten en la obra de Michel Tournier en duda sistemática, en conciencia de las invisibles relaciones entre Robinsón y la naturaleza que le limita y le otorga su identidad, y de los complejos, sutiles, conflictivos lazos que le unen a su alter ego, Viernes, un personaje que ha dejado de ser el sumiso esclavo del héroe, para convertirse en el imposible interlocutor de un poeta.
Viernes o Los limbos del Pacífico constituye un texto sugerente, en el que las peripecias de su solitario protagonista dan pie a la reflexión conjunta de autor y lector sobre el sentido de la condición humana y de la civilización. La novela se cierra con un final consecuente y paradigmático: Viernes viajará en el velero que le conducirá a la sociedad occidental, Robinsón, que descubre justo entonces la atrocidad que se esconde en los valores jerárquicos de la cultura a la que pertenece, rehusa subir a bordo y asume su condición de náufrago, en la inesperada compañía de un grumete que huye, como antes el salvaje Viernes, de la cruel compañía de sus compañeros de raza y de cultura.

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¿Habría que recomenzar todo de nuevo?: ¿las plantaciones, la cría del ganado, las construcciones, aguardando la llegada de un nuevo araucano que barrería todo aquello con un soplo de fuego y le obligaría a ascender a un nivel superior? ¡Qué ridiculez! En realidad, allí no había más alternativa que la existente entre el tiempo y la eternidad. El eterno retorno, hijo bastardo, de uno y otra, no era más que una demencia. Sólo existía una posibilidad de salvación para él: volver a encontrar el camino de aquellos limbos intemporales y poblados de seres inocentes de los que él se había ido apartando en sucesivas etapas y a donde había vuelto a caer debido a la visita del Whitebird . Pero, viejo y sin fuerzas, ¿cómo recobraría aquel estado de gracia conquistado con tanto esfuerzo y durante un período de tiempo tan largo? ¿No sería muriendo, simplemente? La muerte en aquella isla, cuya soledad nunca nadie más volvería a violar, ¿no era la única forma de eternidad que le convenía a partir de ese momento? Pero era preciso esquivar la vigilancia de aquellos carroñeros misteriosamente advertidos y dispuestos a cumplir su oficio fúnebre. Su esqueleto debería blanquear bajo las piedras de Speranza, como un juego de construcciones que nadie podría derribar. De este modo quedaría cerrada la extraordinaria y desconocida historia del gran solitario de Speranza. Se encaminó despacio hacia el caos rocoso que se alzaba en el lugar de la gruta. Estaba seguro de que encontraría el medio, deslizándose entre los bloques, de esconderse lo suficiente para mantenerse a salvo de los animales. Quizá con la paciencia propia de un insecto conseguiría incluso llegar hasta el alvéolo. Una vez allí, le bastaría con colocarse en postura fetal y cerrar los ojos para que la vida le abandonara, ya que tan total era su agotamiento y tan profunda su tristeza.

En efecto, encontró un paso, uno sólo, apenas más ancho que una gatera» pero se sentía tan debilitado, tan encogido sobre sí mismo, que no dudó en que por allí podría atravesar. Estaba escrutando la oscuridad para tratar de apreciar su profundidad, cuando creyó percibir algo que se movía. Una piedra rodó en el interior y un cuerpo obstruyó el débil espacio negro. Gracias a unas contorsiones pudo librarse del orificio y he aquí que un niño se hallaba ante Robinsón -el brazo derecho plegado sobre la frente, para protegerse de la luz o en previsión de una bofetada-. Robinsón retrocedió, aturdido.

– ¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? -le preguntó.

– Soy el grumete del Whitebird -contestó el niño-. Quería huir de ese barco, en el que era desdichado. Ayer, mientras yo servía en el camarote, me mirasteis con bondad. Entonces, cuando me enteré de que vos no partíais, decidí esconderme en la isla y quedarme con vos. Esta noche, cuando me había deslizado sobre el puente e iba a echarme al agua para intentar nadar hasta la playa, vi a un hombre que llegaba en una piragua. Era vuestro criado mestizo. Empujó con el pie la piragua y entró a reunirse con el segundo, que parecía esperarle. Me di cuenta de que él sí iba a permanecer a bordo. Entonces nadé hasta la piragua y me metí dentro. Y he remado hasta la playa y me he ocultado entre las rocas. Ahora el Whitebird ha partido sin mí -concluyó con un matiz de triunfo en su voz.

– Ven conmigo -le dijo Robinsón.

Cogió al niño de la mano y, rodeando los bloques de piedra, comenzó a ascender por la ladera que conducía a la cima del peñasco rocoso que coronaba el caos. Se detuvo a medio camino y le miró a la cara. Los ojos verdes con las pestañas blancas de los albinos se volvieron hacia él. Una pálida sonrisa los iluminó. Abrió su mano y contempló la mano que se había acurrucado en ella. Se le oprimió el corazón al verla tan delgada, tan débil y, sin embargo, surcada ya por todos los trabajos marineros.

– Voy a mostrarte algo -le dijo para contener su emoción y sin saber ni siquiera él mismo a lo que se refería.

La isla, que se extendía a sus pies, se hallaba en parte cubierta por la bruma, pero hacia levante el cielo gris se hacía incandescente. En la playa, la yola y la piragua comenzaban a moverse de modo desigual, siguiendo las incitaciones de la marea que ascendía. Hacia el norte, un punto blanco huía hacia el horizonte.

Robinsón tendió el brazo en aquella dirección.

– Mírale bien. Probablemente no volverás a ver jamás eso: un navío en las aguas de Speranza.

El punto se borraba poco a poco. Al fin fue absorbido por la lejanía. Y fue entonces cuando el sol lanzó sus primeros dardos. Una cigarra chirrió. Una gaviota dio vueltas en el aire y se dejó caer en el espejo del agua. Volvió a salir a la superficie y se elevó batiendo las alas, con un pez de plata atravesado en el pico. En un instante el cielo se hizo cerúleo. Las flores que inclinaban hacia el oeste sus corolas cerradas giraron todas al tiempo sobre sus tallos, dirigiendo sus pétalos desparramados hacia levante. Los pájaros y los insectos llenaron el espacio con un concierto unánime. Robinsón había olvidado al niño. Irguiéndose con toda su altura, daba la cara al éxtasis solar con una alegría casi dolorosa. La irradiación que le envolvía le lavaba de las heridas mortales del día precedente y de la noche. Una espada de fuego penetraba en él y transverberó su ser entero. Speranza se desprendía de los velos de la bruma, virgen e intacta. En realidad, aquella larga agonía, aquella noche de pesadilla, no había sucedido. La eternidad, volviendo a tomar posesión de él, borraba aquellos lapsus de tiempo siniestro e irrisorio. Una profunda inspiración le colmó de un sentimiento de total saciedad. Su pecho se abombaba como un escudo de bronce. Sus piernas se apoyaban sobre la roca, macizas y firmes como columnas. La luz leonada le revestía de una armadura de juventud inalterable y le forjaba una máscara de cobre de una implacable regularidad y en ella brillaban dos ojos de diamante. Por fin el astro-dios desplegó toda su corona de crines rojas entre explosiones de címbalos y estridencias de trompetas. Unos reflejos metálicos se encendieron sobre la cabeza del niño.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Robinsón.

– Me llamo Jaan Neljapäev. Nací en Estonia -añadió como para disculpar aquel difícil nombre.

– De ahora en adelante -le dijo Robinsón- te llamarás Jueves. Es el día de Júpiter, dios del Cielo. Es también el domingo de los niños.

[1]En francés, la palabra tierra (terre) y la última sílaba de «Júpiter» son fonéticamente iguales. De ahí la confusión del protagonista. (N. de la T.)

[2]Se trata de la ophrys bombyliflora. (N. de la T.)

[3]Cada una de las aberturas que tienen en la tapa los instrumentos de arco. (N. de laT.)

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