Alain Robbe-Grillet - La Casa De Citas

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En un postrer cuadro, se ve a Edouard Manneret yaciendo en el suelo, con su traje de calle de tono oscuro, que no acusa ningún desorden, entre el diván impecablemente arreglado y la mesa de trabajo en la que la página comenzada sigue inconclusa. Está echado boca arriba cuan largo es, con los brazos tendidos a cada lado del cuerpo, del que se apartan ligeramente, de modo simétrico. En todo el cuarto, a su alrededor, no se advierte rastro alguno de efracción, lucha o accidente. La ausencia de toda acción se prolonga así durante un tiempo considerable, hasta el momento en que el reloj forrado de piel que se halla en el escritorio deja oír, en medio del silencio, el timbre regular del despertador; los espectadores, que reconocen este final, empiezan entonces a aplaudir, y se levantan de sus butacas, unos tras otros, para dirigirse aislados o en pequeños grupos hacia la salida, hacia la escalera acolchada con una gruesa moqueta roja, hacia el gran salón donde los aguardan los refrescos. Lady Ava, sonriente y relajada, está rodeada de mucha gente, como es normal: todo el mundo quiere manifestar su agradecimiento, acompañado de comentarios elogiosos, a la señora de la casa antes de despedirse. Cuando me ve, viene hacia mí con su más abierto y anodino semblante, como si hubiera perdido todo recuerdo de las palabras graves que ha pronunciado hace un instante, así como de los acontecimientos que motivaban su inquietud, diciéndome con su voz mundana y tranquila: «Venga a tomar una copa de champán.» Sonrío a mi vez y le contesto que me disponía precisamente a hacerla, y, antes de trasladarme al buffet, la felicito por el éxito de su velada.

De modo que aquí es donde se sitúa, una vez más, el diálogo entre el hombre gordo y colorado y su interlocutor de estatura alta y smoking muy oscuro que inclina un poco la cabeza para escuchar las historias que el otro le cuenta alzando hacia él su faz congestionada, sin fijarse en la bandeja de plata que le presenta el camarero de chaqueta blanca. No obstante, el hombre gordo tiende la mano en esa dirección, pero parece haber olvidado por completo el motivo de su gesto y hasta su misma mano, que sigue allí, en el vacío, a veinte centímetros aproximadamente de la copa llena hasta el borde, que también el camarero ha dejado de vigilar para mirar hacia otra parte, y que se inclina peligrosamente.

A la larga, la mano del hombre gordo se ha cerrado un poco sobre sí misma, permaneciendo sólo el índice extendido y el medio parcialmente doblado. En este dedo, grueso y corto como los demás, lleva una voluminosa sortija china cuya piedra dura, labrada con arte y minucia, representa a una joven medio tendida en el borde de un sofá, con uno de sus pies descalzos apoyado aún en el suelo, el busto recostado en un codo y la cabeza inclinada hacia atrás. El cuerpo flexible que se retuerce por influjo de no se sabe qué éxtasis, o qué dolor, comunica a la fina seda negra del traje ceñido varias series de pequeños pliegues divergentes: en la parte alta de los muslos, en la cintura, en los pechos, en las axilas. Es un vestido tradicional, estrecho y severo, con mangas largas ceñidas en las muñecas y un corto cuello recto que aprisiona el suyo; pero en vez de estar abierto sólo hasta encima de la rodilla, lo está hasta la cadera. (Seguramente va provisto lateralmente de una invisible cremallera que sube hasta debajo del brazo, e incluso quizá vuelve a bajar por la cara interna de éste hasta la mano.) La mano derecha, que descansa sobre la cama desecha, con la palma hacia arriba, retiene aún bajo el pulgar una pequeña jeringuilla de vidrio provista de su aguja. Una última gota de líquido se ha escurrido por su punta hueca y tallada en bisel, dejando en la sábana una mancha redonda del tamaño de un dólar de Hong Kong.

Manneret, que no se ha movido de su mesa de trabajo durante toda la escena y se ha contentado con volver la cabeza para observar el diván (así pues había efectivamente un diván en la estancia); con el hombro derecho echado hacia atrás y la mano izquierda apoyada en el brazo derecho del sillón, dirige de nuevo la vista a su página manuscrita y la pluma a la frase interrumpida; detrás de la palabra «viaje» escribe el adjetivo «secreto» y se detiene otra vez. Kim, de pie frente a él, al otro lado del escritorio de caoba lleno de hojas manuscritas dispuestas en todos los sentidos, sobre las que se inclina su pecho, con la mano de largas uñas, esmaltadas de rojo vivo, apoyada sobre la yema de tres dedos en un diminuto espacio de piel verde, vieja y descolorida, visible aún en medio de los papeles, la línea de la cadera -acusada por la postura asimétrica- destacándose a contraluz sobre el fondo de persiana veneciana cuyas hojas están casi cerradas, Kim se incorpora, en la otra mano lleva el grueso sobre de papel pardo que acaba de entregarle el hombre (o, tal vez, de indicárselo simplemente sobre la mesa con una rápida señal de la barbilla…). Y sin decir palabra, sin ningún saludo, ningún gesto de despedida, se retira tan sigilosamente como había entrado, cierra la puerta sin hacer ruido, cruza el descansillo, baja la estrecha escalera oscura, incómoda, que la lleva directamente a la calle hormigueante y abrasadora con olor a huevos podridos y frutas fermentadas, en medio de la muchedumbre de transeúntes varones o hembras, uniformemente vestidos con pijamas de tela negra, brillante y rígida como el hule.

La criada sigue acompañada por el perrazo, que tira de la correa lo justo para que ésta permanezca tensa y rectilínea, entre el collar de cuero y la mano de uñas esmaltadas que sostiene el otro extremo con el brazo extendido. En la otra mano lleva el sobre pardo, grueso e hinchado como si lo hubieran rellenado de arena. Y un poco más lejos está de nuevo el mismo barrendero municipal vestido con mono, tocado con un sombrero de paja ligera en forma de cono muy aplanado. Pero esta vez no dirige ninguna mirada de soslayo al pasar la chica. Está adosado a uno de los gruesos pilares cuadrados de la galería cubierta, al que están pegados multitud de diminutos anuncios; sujetando el palo de la escoba bajo un brazo, mientras el haz de paja curvado por el uso le cubre parcialmente uno de los pies descalzos, sostiene con ambas manos ante los ojos el fragmento de tebeo, manchado de barro, que ha recogido del arroyo. Tras examinar suficientemente el cuadro multicolor que adorna la portada, vuelve la hoja; esta cara, mucha más sucia que la otra, está además impresa únicamente en blanco y negro. La mayor parte de su superficie aún legible está ocupada por tres dibujos estilizados, uno debajo de otro, que representan a la misma joven de pómulos altos y ojos apenas oblicuos, situada más o menos en el mismo marco de siempre (una habitación vacía y pobre, amueblada con una simple cama de hierro), vistiendo el mismo traje (un vestido muy ceñido negro de corte tradicional) pero cada vez más estropeado.

El primero de los dibujos la presenta medio tendida en el borde de la cama con las sábanas arrugadas y revueltas (busto apoyado en un codo, traje entreabierto hasta la cadera sobre la carne desnuda, rostro inclinado hacia atrás con sonrisa extática, mano que retiene aún la jeringuilla vacía, etc.); pero un segundo decorado se superpone al primero en toda la parte superior del cuadro, que ocupa lo que parece constituir el campo visual de la chica: en él se multiplican los elementos de un lujo ingenuo y recargado, como paredes adornadas de estucos, columnas esculpidas, espejos con marcos barrocos, candelabros de bronce con motivos fantásticos, telas de pliegues pesados, techos pintados al gusto del siglo XVIII, etc. En el segundo dibujo se ha esfumado toda esta riqueza de pacotilla; no queda más que la estrecha cama de hierro a la que la chica se halla ahora encadenada por los cuatro miembros, tendida boca arriba en una postura retorcida y dislocada, que debe de indicar los vanos esfuerzos realizados para liberarse de sus ataduras; en sus movimientos convulsivos su traje se ha descompuesto más aún, la abertura lateral está ahora abierta de arriba abajo, descubriendo un pecho pequeño y redondo (así puede comprobarse ahora que la cremallera se prolonga hasta el cuello en vez de volver a bajar por la cara interior del brazo, como se había supuesto al principio sin demasiados visos de verosimilitud). El tercer dibujo es, sin la menor duda, simbólico: la muchacha ya no aparece encadenada, pero su cuerpo inanimado, totalmente desnudo, está echado de lado, mitad en la cama, en la que descansan los brazos y el busto, mitad en el suelo, en el que se arrastran sus largas piernas con las rodillas dobladas; el traje negro yace cerca de un charco de sangre; una gigantesca aguja de inyecciones, del tamaño de una espada, atraviesa el cadáver de parte a parte, entrando por el pecho para salir por detrás, debajo de la cintura.

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