Don José no esperó al sábado. Al día siguiente, cerrada la Conservaduría General, fue a la lavandería para recoger la ropa que había mandado limpiar. Oyó distraído a la concienzuda empleada, que le decía, Fíjese bien en este trabajo de zurcido, fíjese, pase los dedos por encima y dígame si nota alguna diferencia, es como si no hubiese ocurrido nada, así suelen hablar las personas que se contentan con las apariencias. Don José pagó, se puso el paquete debajo del brazo y se fue a casa a mudarse de ropa. Iba a visitar a la señora del entresuelo derecha y quería estar limpio y presentable, aprovechar no sólo el trabajo perfecto de la zurcidora, realmente merecedor de alabanzas, sino también la raya rigurosa de los pantalones, el reluciente planchado de la camisa, la recuperación milagrosa de la corbata.
Se disponía a salir cuando un morboso pensamiento le pasó por la cabeza, que es, hasta donde se sabe, el único órgano pensante al servicio del cuerpo.
Y si la señora del entresuelo derecha también ha muerto, verdaderamente no parecía vender salud, además, para morir basta estar vivo, y con esa edad, se imaginó tocando el timbre, una vez, otra vez, y al cabo de mucha insistencia oír abrirse la puerta del entresuelo izquierda y aparecer una mujer diciendo, enfadada con el ruido, No se canse, no hay nadie, Está fuera, Está muerta, Muerta, Exactamente, Y cuándo ha sido eso, Hace unos quince días, usted quién es, Soy de la Conservaduría General del Registro Civil, Pues no parece que su servicio funcione muy bien, es de la Conservaduría y no sabe que ella ha muerto. Don José se llamó a sí mismo obsesivo pero prefirió resolver el asunto allí mismo, en vez de tener que soportar la mala educación de la mujer del entresuelo izquierda. Entraría en la Conservaduría y en menos de un minuto verificaría en el fichero, a estas horas las dos empleadas de la limpieza ya habrían terminado el trabajo, tampoco necesitan mucho tiempo, se limitan a vaciar los cestos de los papeles, barren y enjuagan ligeramente el suelo hasta los estantes de detrás de la mesa del jefe, es imposible convencerlas, por las buenas o por las malas, de que vayan más allá, tiene miedo, dicen que ni muertas, también éstas son de las que se contentan con las apariencias, qué se le va a hacer.
Después de haber ido a la ficha de la mujer para recordar el nombre de la señora del entresuelo derecha, su madrina de bautismo, don José entreabrió la puerta con todo cuidado y acechó, como previera, las empleadas de la limpieza ya no estaban, entró, fue rápidamente al fichero y buscó el nombre, Aquí está, dijo, y respiró aliviado. Volvió a casa, acabó de arreglarse y salió. Para utilizar el autobús que le llevaría hasta cerca de la casa de la señora del entresuelo derecha, tenía que ir a la plaza de enfrente de la Conservaduría, la parada estaba allí. A pesar de lo avanzado del atardecer, flotaba aún sobre la ciudad mucha de la luz del día que quedaba en el cielo, antes de veinte minutos, por lo menos, no comenzarían a encenderse las farolas de la iluminación pública. Don José esperaba el autobús con algunas otras personas, lo más probable era que no pudiese ir en el primero que pasase. Efectivamente, así aconteció. Mas un segundo autobús apareció en seguida y éste no venía lleno. Don José entró a tiempo de conseguir lugar al lado de una ventanilla. Miró afuera, notando cómo la difusión de la luz en la atmósfera, por un efecto óptico nada común, iluminaba de un tono rojizo las fachadas de los edificios, como si para cada una de ellas el sol estuviese naciendo en ese instante. Allí estaba la Conservaduría General, con su puerta antiquísima, y los tres escalones de piedra negra que le daban acceso, las cinco ventanas alargadas de la delantera, toda la finca con un aire de ruina inmovilizada en el tiempo, como si la hubiesen momificado en vez de restaurarla cuando la degradación de los materiales lo reclamaba. Alguna dificultad del tráfico impedía al autobús ponerse en marcha. Don José se sentía nervioso, no quería llegar demasiado tarde a casa de la señora del entresuelo derecha. A pesar de la conversación que habían tenido, tan plena, tan franca, a pesar de ciertas confidencias intercambiadas, algunas inesperadas en personas que acababan de conocerse, no quedaron tan íntimos como para llamar a la puerta a horas impropias. Don José miró otra vez la plaza, la luz había mudado, la fachada de la Conservaduría General de pronto se volvió gris, pero de un gris todavía luminoso que parecía vibrar, estremecer, y entonces fue cuando, al mismo tiempo que el autobús finalmente arrancaba, desviándose despacio hacia el carril de circulación, un hombre alto, corpulento, subió los escalones de la Conservaduría, abrió la puerta y entró. El jefe, murmuró don José, qué hará en la Conservaduría a estas horas. Impelido por un súbito e inexplicable pánico, se levantó bruscamente del asiento, hizo un movimiento para salir, provocando un gesto de sorpresa e irritación en el pasajero de al lado, después volvió a sentarse, desconcertado consigo mismo. Sabía que el impulso era correr a casa, como si tuviera que protegerla de un peligro, lo que evidentemente sería un absurdo lógico. Un ladrón, imaginando, ya puestos, otro absurdo, que el jefe lo fuese, no entraría por la puerta de la Conservaduría para llegar a la suya. Pero también rozaba el absurdo que el jefe, después de acabada la jornada, hubiese vuelto a la Conservaduría, donde, como en este relato quedó a su debido tiempo aclarado, no tendría ningún trabajo a la espera, don José pondría las manos en el fuego por eso. Suponer que el jefe de la Conservaduría fuera a hacer horas extraordinarias sería más o menos lo mismo que pretender imaginar un círculo cuadrado. El autobús ya abandonó la plaza, y don José continúa rebuscando los motivos profundos que lo habían impelido a proceder de aquella desorientada manera. Acabó decidiendo que la razón radicaría en el hecho de haberse habituado, desde hace unos cuantos años, a ser el único residente nocturno del conjunto de edificios formado por la Conservaduría General y su casa, si es que ésta era merecedora de que le diesen el nombre de edificio, sin duda adecuado desde un punto de vista lingüístico riguroso, pues edificio es todo cuanto fue edificado, pero obviamente impropio en comparación con esa especie de dignidad arquitectónica que de la palabra parece emanar, sobre todo cuando la pronunciamos. Haber visto entrar al jefe en la Conservaduría lo impresionaba del mismo modo que se impresionaría, pensó, si cuando volviera a casa, lo encontrase sentado en su sillón.
La relativa tranquilidad que esta idea aportó a don José, esto es, sin contar con pertinentes y moralmente embarazosas consideraciones, la imposibilidad física y material de que el jefe penetrara en la intimidad de los aposentos de su subordinado hasta el punto de usar su sillón, se deshizo de repente cuando se acordó de las fichas escolares de la mujer desconocida y se preguntó si las había guardado bajo el colchón o, por descuido, las dejara expuestas sobre la mesa. Aunque su casa fuese tan segura como la caja fuerte de un banco, con cerraduras cifradas y blindaje reforzado en el suelo, techo y paredes, las fichas jamás de los jamases deberían haberse quedado a la vista. El hecho de que no hubiera allí nadie para verlas no sirve de disculpa a la gravísima imprudencia cometida, qué sabemos nosotros, ignorantes como somos, hasta dónde pueden alcanzar ya los avances de la ciencia, de la misma manera que las ondas, que nadie ve, consiguen llevar los sonidos y las imágenes por aires y vientos, saltando las montañas y los ríos, atravesando los océanos y los desiertos, tampoco será nada extraordinario que ya estén descubiertas o inventadas, o vengan a serlo mañana, unas ondas lectoras y unas ondas fotográficas capaces de atravesar las paredes y registrar y transmitir hacia el exterior casos, misterios y vergüenzas de nuestra vida que creíamos a salvo de indiscreciones. Esconderlos, los casos, los misterios y las vergüenzas bajo un colchón, todavía sigue siendo el proceso de ocultación más seguro, sobre todo si tenemos en consideración la dificultad cada vez mayor que las costumbres de hoy manifiestan cuando quieren entender las costumbres de ayer. Por muy expertas que fuesen esa onda lectora y esa onda fotográfica, meter la nariz entre un colchón y un somier es algo que nunca se les pasaría por la cabeza.
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