Entre tanto, cubierto de polvo, con pesados harapos de telas de araña pegados al pelo y a los hombros, don José alcanzó por fin el espacio libre existente entre los últimos papeles archivados y la pared del fondo, separados todavía por unos tres metros y formando un corredor irregular, más estrecho cada día que pasa, que une las dos paredes laterales. La oscuridad, en este lugar, es absoluta. La débil claridad exterior que aún logra atravesar la capa de suciedad que cubre por dentro y por fuera los tragaluces laterales, en particular los últimos de cada lado, que son los más próximos, no consigue llegar hasta aquí debido a la acumulación vertical de los atados de documentos, que casi alcanza el techo. En cuanto a la pared del fondo, toda ella, es inexplicablemente ciega, es decir, no tiene siquiera un simple ojo de buey que ahora venga en ayuda de la escasa luz de la linterna. Nunca nadie pudo entender la tozudez de la corporación de arquitectos que, amparándose en una poco convicente justificación estética, se opuso a modificar el proyecto histórico y autorizar la apertura de ventanas en la pared cuando es necesario desplazarla, a pesar de que un lego en la materia sería capaz de percibir que simplemente se trata de satisfacer una necesidad funcional. Ellos deberían estar aquí ahora, refunfuñó don José, así sabrían lo que cuesta.
Las rimas de papeles dispuestas a un lado y a otro del paso central tienen alturas diferentes, la ficha y el expediente de la mujer desconocida podrán estar en cualquiera de ellas, en todo caso con mayores probabilidades de ser encontrados en una de las rimas más bajas, si la ley del mínimo esfuerzo fuera preferida por el escribiente encargado del depósito. Desgraciadamente no faltan en esta nuestra desorientada humanidad espíritus tan retorcidos que no sería de extrañar que al funcionario que archivó el expediente y la ficha de la mujer desconocida, si es que efectivamente los trajo aquí, se le ocurriese la idea maliciosa, sólo por gratuita ojeriza, de apoyar precisamente en la rima de papeles más alta la enorme escalera de mano usada en este servicio y colocarlos encima, en el tope de todo, así son las cosas de este mundo.
Con método, sin precipitaciones, hasta pareciendo recordar los gestos y los movimientos de la noche que pasó en la buhardilla del colegio, cuando la mujer desconocida probablemente aún estaba viva, don José comenzó la búsqueda. Había por aquí mucho menos polvo cubriendo los papeles, lo que es fácil de comprender si se tiene en cuenta que no pasa ni un solo día sin que sean traídos expedientes y fichas de personas fallecidas, lo que, en lenguaje imaginativo, pero de un mal gusto evidente, sería lo mismo que decir que en el fondo de la Conservaduría general del Registro Civil los muertos están siempre limpios. Sólo allá en lo alto, donde los papeles, como ya ha sido dicho, casi alcanzan el techo, el polvo cribado por el tiempo se va tranquilamente asentado sobre el polvo que el tiempo cribó, hasta el punto de que es necesario desempolvar, sacudir con fuerza las carpetas de los expedientes que se encuentran arriba, si queremos saber de quiénes se tratan. De no descubrir en los niveles inferiores lo que busca, don José tendrá que sacrificarse nuevamente a subir una escalera de mano, pero esta vez no necesitará estar encaramado más que un minuto, no tendrá tiempo de marearse, de un vistazo el foco de la linterna le mostrará si algún expediente ha sido colocado allí en los últimos días. Situándose el fallecimiento de la mujer desconocida, con alta probabilidad, en un lapso de tiempo asaz corto, correspondiente, día más, día menos, según cree don José, a uno de los periodos en que estuvo ausente del trabajo, primero la semana de la gripe, después las brevísimas vacaciones, la verificación de los documentos en cada una de las pilas puede ser efectuada con bastante rapidez, y aunque la muerte de la mujer hubiese ocurrido antes, inmediatamente después del día memorable en que la ficha fue a parar a las manos de don José, incluso así el tiempo transcurrido no es tanto que los documentos se encuentren ahora archivados debajo de un número excesivo de otros expedientes. Este reiterado examen de las situaciones que vienen surgiendo, estas continuas reflexiones, estas ponderaciones minuciosas sobre lo claro y lo oscuro, sobre lo directo y lo laberíntico, sobre lo limpio y lo sucio, pasan, todas ellas, tal cual se relata, en la cabeza de don José. El tiempo empleado en explicarlas o, hablando con más rigor, en reproducirlas, aparentemente exagerado, es la consecuencia inevitable, no sólo de la complejidad, tanto de fondo como de forma, de los factores mencionados, sino también de la naturaleza muy especial de los circuitos mentales de nuestro escribiente. Que va a pasar ahora por una dura prueba. Paso a paso, avanzando a lo largo del estrecho corredor formado, como se dijo, por las rimas de documentos y por la pared del fondo, don José se ha aproximado a una de las paredes laterales. En principio, abstractamente, a nadie se le ocurriría considerar estrecho un corredor como éste, con su confortable anchura de casi tres metros, pero si esta dimensión se piensa en relación con la largura del corredor, el cual, se repite una vez más, va de pared lateral a pared lateral, entonces tendremos que preguntarnos cómo es posible que don José, al que sabemos propenso a serias perturbaciones de índole psicológica, como es el caso de los vértigos y de los insomnios, no haya sufrido hasta ahora, en este cerrado y sofocante espacio, un violento ataque claustrofóbico. La explicación quizá se encuentre, precisamente, en el hecho de que la oscuridad no le deja percatarse de los límites de ese espacio, que tanto pueden estar aquí como allá, teniendo visible, frente a él, la familiar y tranquilizadora masa de papeles. Don José nunca estuvo aquí tanto tiempo, lo normal es llegar, colocar los documentos de una vida terminada y luego volver a la seguridad de la mesa de trabajo, y si es cierto que, en esta ocasión, desde que entró en el archivo de los muertos, no puede sustraerse a una impresión inquietante, como de una presencia que lo rodea, lo atribuye a ese difuso temor de lo oculto e ignoto a que tienen humanísimo derecho hasta las más valerosas de las personas. Miedo, lo que se llama miedo, don José no lo tuvo hasta el momento en que llegó al final del corredor y se encontró con la pared. Se agachó para examinar unos papeles caídos en el suelo, que bien podían ser los de la mujer desconocida, tirados a boleo por el funcionario indiferente, y, de pronto, antes incluso de tener tiempo para examinarlos, dejó de ser don José escribiente de la Conservaduría General del Registro Civil, dejó de tener cincuenta años, ahora es un pequeño José que comienza a ir a la escuela, es el niño que no quería dormirse porque todas las noches tenía una pesadilla, obsesivamente la misma, este canto de pared, este muro cerrado, esta prisión, y más allá, en el otro extremo del corredor, oculta por la tiniebla, nada más que una pequeña y simple piedra, una pequeña piedra que crecía lentamente, que él no podía ver ahora con sus ojos, pero que la memoria de los sueños soñados le decía que estaba allí, una piedra que engordaba y se movía como si estuviese viva, una piedra que rebosaba por los lados y por arriba, que subía por las paredes y que avanzaba hacia él arrastrándose, enrollada sobre sí misma, como si no fuese piedra sino barro, como si no fuese barro sino sangre espesa. El niño salía de la pesadilla gritando cuando la masa inmunda le tocaba los pies, cuando el garrote de la angustia estaba a punto de estrangularlo, pero don José, pobre de él, no puede despertar de un sueño que ya no es suyo. Encogido contra la pared como un perro asustado, apunta con la mano trémula el foco de la linterna hacia la otra punta del corredor, sin embargo la luz no va tan lejos, se queda a medio camino, más o menos donde se encuentra el paso al archivo de los vivos. Piensa que si diera una carrera rápida podría escapar de la piedra que avanza, pero el miedo le dice, Ten cuidado, cómo sabes tú que no está parada allí, esperándote, vas a caer en la boca del lobo. En el sueño, el avance de la piedra iba acompañado por una música extraña que parecía nacida del aire, pero aquí el silencio es absoluto, total, tan espeso que engulle la respiración de don José, de la misma manera que la tiniebla engulle la luz de la linterna. Que la engulló por completo ahora mismo. Fue como si la oscuridad, bruscamente, hubiese avanzado para pegarse como una ventosa en la cara de don José. La pesadilla del niño, sin embargo, había terminado.
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