Claro que, en principio, tratándose de un óbito reciente, los papeles deberán estar en lo que vulgarmente se designa entrada, pero aquí el problema comienza en la imposibilidad de saber, exactamente, dónde está la entrada del archivo de los muertos. Será demasiado simple decir, como insisten optimistas recalcitrantes, que el espacio de los muertos empieza necesariamente donde acaba el espacio de los vivos y viceversa, tal vez en el mundo exterior las cosas, de alguna manera, pasen así, dado que, salvo acontecimientos excepcionales, aunque no tan excepcionales cuanto nos gustaría, como son las catástrofes naturales o los conflictos bélicos, no es habitual que se vea en las calles a los muertos mezclados con los vivos. Ahora bien, por razones estructurales, y no sólo, en la Conservaduría General esto puede acontecer. Puede acontecer, y acontece. Ya habíamos explicado antes que, de tiempo en tiempo, cuando la congestión causada por la acumulación continua e irresistible de los muertos comienza a impedir el paso de los funcionarios por los corredores y, en consecuencia, a dificultar cualquier investigación documental, no hay más remedio que echar abajo la pared del fondo y volver a levantarla uno cuantos metros atrás. Sin embargo, por un involuntario olvido nuestro, no se mencionaron entonces los dos efectos perversos de esa congestión. En primer lugar, durante el tiempo en que la pared está siendo construida, es inevitable que las fichas y los expedientes de los muertos recientes, por falta de espacio propio en el fondo del edificio, se vayan aproximando peligrosamente y rocen, del lado de acá, los expedientes de los vivos que se encuentran ordenados en la parte extrema interior de las respectivas estanterías, dando origen a una franja de delicadas situaciones de confusión entre los que aún están vivos y los que ya están muertos. En segundo lugar, cuando la pared se encuentra levantada y el techo prolongado, y ya el archivo de los muertos puede volver a la normalidad, esa misma confusión, fronteriza, por decirlo así, tornará imposible, o por lo menos pernicioso en alto grado, el transporte, para la tiniebla del fondo, de la totalidad de los muertos intrusos, con perdón de la impropia palabra. Se añade aún a estos no pequeños inconvenientes la circunstancia de que los dos escribientes más jóvenes, sin que el jefe o los colegas lo sospechen, no tienen reparos, de vez en cuando, sea por deficiencia de su formación profesional, sea por graves carencias en su ética personal, en soltar en cualquier parte un muerto, sin darse el trabajo de ir allá adentro para ver si habría o no un espacio libre. Si esta vez la suerte no estuviera del lado de don José, si no le favoreciera el azar, la aventura del asalto a la escuela, comparada con la que aquí le espera, a pesar de lo arriesgada que fue, había sido un paseo.
Podría preguntarse para qué le servirá a don José una cuerda tan larga, de cien metros, si la extensión de la Conservaduría General, a pesar de las sucesivas ampliaciones, todavía no pasa de los ochenta. Es una duda propia de quien imagina que todo en la vida se puede hacer siguiendo cuidadosamente una línea recta, que es siempre posible ir de un lugar a otro por el camino más corto, tal vez algunas personas, en el mundo exterior, juzguen haberlo conseguido, pero aquí, donde los vivos y los muertos comparten el mismo espacio, a veces hay que dar muchas vueltas para encontrar a uno de éstos, hay que rodear montañas de legajos, columnas de procesos, pilas de fichas, macizos de restos antiguos, avanzar por desfiladeros tenebrosos, entre paredes de papel sucio que se tocan allá en lo alto, son metros y metros de cordel los que tendrán que ser extendidos, dejados atrás, como un rastro sinuoso y sutil trazado en el polvo, no hay otra manera de saber por dónde queda que pasar, no hay otra manera de encontrar el camino de regreso. Don José anudó una punta de la cuerda a una pata de la mesa del jefe, no lo hizo por falta de respeto, sino para ganar unos cuantos metros, se ató la otra punta al tobillo y, soltando tras de sí, en el suelo, el rollo que a cada paso se va desliando, avanzó por uno de los corredores centrales del archivo de los vivos. Su plan es comenzar la búsqueda por el espacio del fondo, allí donde deberán estar el expediente y la ficha de la mujer desconocida, aunque, por las razones ya expuestas, sea poco probable que el depósito haya sido efectuado de forma correcta. Como funcionario de otro tiempo, educado según los métodos y las disciplinas de antaño, al carácter estricto de don José le repugnaría pactar con la irresponsabilidad de las nuevas generaciones, comenzando la busca en el lugar donde sólo por una deliberada y escandalosa infracción de las reglas archivísticas básicas un muerto podría haber sido depuesto. Sabe que la mayor dificultad con la que tendrá que luchar es la falta de luz. Quitando la mesa del jefe, sobre la cual continúa brillando tenuemente la lámpara de siempre, la Conservaduría está, toda ella, a oscuras, sumergida en densas tinieblas. Encender otras lámparas a lo largo del edificio, incluso siendo desmayadas como son, sería demasiado arriesgado, un policía cuidadoso al hacer la ronda del barrio, o un buen ciudadano, de esos que se preocupan por la seguridad de la comunidad, podrían advertir a través de las altas ventanas la difusa claridad y darían la alarma inmediatamente. Don José no tendrá por tanto más luz que le valga que el débil círculo luminoso que, al ritmo de los pasos, pero también por el temblor de la mano que sostiene la linterna, oscila ante él.
Es que hay una gran diferencia entre venir al archivo de los muertos durante horas normales de trabajo, con la presencia, detrás, de los colegas que, a pesar de poco solidarios, como se ha visto, siempre acudirían en caso de peligro real o de irresistible crisis nerviosa, sobre todo mandándolo el jefe, Vaya a ver lo que le pasa a aquél, y aventurarse solo, en medio de una gran noche, por estas catacumbas de la humanidad, cercado de nombres, oyendo el susurrar de los papeles, o un murmullo de voces, quién los podrá distinguir.
Don José alcanzó el final de los estantes de los vivos, busca ahora un paso para alcanzar el fondo de la Conservaduría General, en principio, y según como fue proyectada la ocupación del espacio, éste tendría que desarrollarse a lo largo de la bisectriz longitudinal de la planta, aquella que imaginariamente divide el trazado rectangular del edificio en dos partes iguales, pero los desmoronamientos de expedientes, que siempre están sucediendo por más que se empujen las masas de papeles, convertían algo que estaba destinado a ser acceso directo y rápido en una red compleja de caminos y veredas, donde a cada momento surgen los obstáculos y los callejones sin salida. Durante el día, y con todas las luces encendidas, aún es relativamente fácil que el investigador se mantenga en la dirección correcta, basta ir atento, vigilante, tener el cuidado de seguir por los senderos donde se vea menos polvo, que ésa es la señal de que por allí se pasa con frecuencia, hasta hoy, a pesar de algunos sustos y de algunas preocupantes demoras, no se ha dado ni un solo caso de que un funcionario no haya regresado de la expedición. Pero la luz de la linterna de bolsillo no merece confianza, parece que va creando sombras por su propia cuenta, don José, ya que no osa servirse de la linterna del conservador, debía haberse comprado una de esas modernas, potentísimas, que son capaces de iluminar hasta el fin del mundo. Es cierto que el miedo de perderse no lo amilana demasiado, hasta cierto punto la tensión constante de la cuerda atada al tobillo lo tranquiliza, pero, si se pone a dar vueltas por aquí, a andar en círculos, a envolverse en el capullo, acabará por no poder dar un paso más, tendrá que volver para atrás, comenzar de nuevo. Y ya algunas veces lo tuvo que hacer por otro motivo, cuando la cuerda, demasiado fina, se introdujo entre las montañas de papeles y se quedó atascada en las esquinas, y ahí ni para atrás ni para adelante. Por todos estos problemas y enredos, se comprende que el avance tenga que ser lento, que de poco le sirva a don José el conocimiento que tiene de la topografía de los sitios, tanto más que ahora mismo se desmorona una enorme rima de expedientes que obstruían hasta la altura de un hombre lo que tenía todo el aspecto de ser el camino seguro, levantado una densa nube de polvo, en medio de la cual revolotean espantadas las polillas, casi transparentes por el foco de la linterna. Don José detesta estos bichos, que a primera vista se diría que han sido puestos en el mundo de adorno, de la misma manera que detesta los lepismas que también proliferan por aquí, son ellos, todos, los voraces culpables de tantas memorias destruidas, de tanto hijo sin padres, de tanta herencia caída en las ávidas manos del estado debido a falta de habilitación legal, por más que se jure que el documento comprobatorio fue comido, manchado, roído, devorado por la fauna que infesta la Conservaduría General, y que por una simple cuestión de humanidad eso debería ser tenido en cuenta, desgraciadamente no hay quien convenza al procurador de las viudas y de los huérfanos, que debería estar a favor de ellas y de ellos, pero que no está, O el papel aparece o no hay herencia. En cuanto a las ratas, no vale la pena hablar de su capacidad destructora. En todo caso, a pesar de los numerosos estragos que causan, también tienen estos roedores su lado positivo, si ellos no existiesen la Conservaduría General ya habría reventado por las costuras, o tendrían el doble de longitud. A un observador desprevenido podrá sorprender cómo aquí no se multiplican las colonias de ratones hasta la aniquilación total de los archivos, sobre todo considerando la imposibilidad más que patente de una desinfección cien por cien eficaz. La explicación, aunque haya quien alimente algunas dudas sobre su total pertinencia, estaría en la falta de agua o de una suficiente humedad ambiental, estaría en la dieta seca a que los bichos se encuentran sujetos por el medio en que escogieron vivir o donde la mala suerte los trajo, de lo que habría resultado una atrofia notoria de la musculatura genital con consecuencias muy negativas en el ejercicio de la cópula. Contrariando esta tentativa de explicación, hay quien insiste en afirmar que los músculos no tienen nada que ver con el asunto, lo que significa que la polémica continúa abierta.
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