Se despertó tarde, casi a la hora de abrir la Conservaduría, ni siquiera tuvo tiempo de afeitarse, se vistió atropelladamente y salió de casa en desatinada carrera, impropia de su edad y de su condición. Todos los funcionarios, desde los ocho escribientes hasta los dos subdirectores estaban sentados con los ojos fijos en el reloj de la pared, esperando que el puntero de los minutos se sobrepusiese exactamente al número doce. Don José se dirigió al oficial de su sección, al que debía dar las primeras satisfacciones, y pidió disculpas por el retraso, He dormido mal, se justificó aunque sabía, por experiencia de muchos años, que una explicación como ésta no serviría de nada, Siéntese, fue la respuesta seca que oyó. Cuando, en seguida, el último desliz de la manecilla de los minutos transitó del tiempo de espera al tiempo de trabajo, don José, aturrullado por los cordones de los zapatos, que se olvidara de anudar, aún no había alcanzado su mesa, circunstancia fríamente observada por el oficial que anotó el hecho insólito en la agenda del día. Pasó más de una hora antes de que el conservador llegase. Entró con una expresión concentrada, casi sombría, que hizo que el ánimo de los funcionarios recelase, a primera vista se diría que también él había dormido mal, pero lo cierto es que venía arreglado según su costumbre, afeitado a conciencia, sin una arruga en el traje, ni un pelo fuera de su lugar. Paró un instante junto a la mesa de don José y lo miró con severidad, sin una palabra. Abrumado, don José inició un gesto que parece instintivo en los hombres, el de llevarse la mano a la cara y frotar la barba para ver si está crecida, pero el gesto se interrumpió a mitad de camino, como si de esta manera pudiese disimular lo que para todo el mundo era evidente, el imperdonable desaliño de su figura. La reprimenda, pensaron todos, está al caer. El conservador se dirigió a su mesa, se sentó y llamó a los dos subdirectores. La idea general fue que el asunto se presentaba realmente feo para don José, de no ser así el jefe no habría convocado a sus inmediatos conjuntamente, querría oír sus opiniones sobre la pesada sanción que pretendía aplicar, La paciencia se le agotó, pensaron con alegría los escribientes, últimamente escandalizados por el tratamiento de inmerecido favor del que don José estaba siendo objeto por parte del jefe, ya era hora, sentenciaron in mente.
Sin embargo, pronto percibieron que los tiros no iban por ahí. Mientras uno de los subdirectores ordenaba que todos, oficiales y escribientes, se volvieran hacia el conservador, el otro rodeaba el mostrador y cerraba la puerta de entrada, fijando antes en el lado de fuera un letrero que decía Cerrado temporalmente por necesidades del servicio. Qué será, qué no será, se preguntaban los funcionarios, incluidos los subdirectores, que sabían tanto como los otros, o un poco más, porque el jefe sólo les comunicó que iba a hablar. La primera palabra por él dicha fue Siéntense. La orden pasó de los subdirectores a los oficiales, de los oficiales a los escribientes, hubo el inevitable ruido producido por el cambio de posición de las sillas, colocadas de espaldas a las respectivas mesas, pero todo esto se hizo con rapidez, en menos de un minuto el silencio de la Conservaduría General era absoluto. No se oía una mosca, aunque se sabe que las hay, algunas posadas en lugares seguros, otras agonizando en las inmundas telarañas del techo. El conservador se levantó lentamente, con la misma lentitud paseó los ojos por los funcionarios, uno a uno, como si los viese por primera vez, o como si estuviera intentando reconocerlos después de una larga ausencia, extrañamente su expresión ya no era sombría, o lo era en otro sentido, como si lo atormentase un dolor moral. Después habló, Señores, en mi condición de jefe de esta Conservaduría General del Registro Civil, heredero último de un linaje de conservadores cuya actividad fue históricamente iniciada con el depósito del más vetusto de los documentos custotiados en nuestros archivos, haciendo también uso legítimo de las competencias que me fueron consignadas y siguiendo el ejemplo de mis predecesores, he cumplido y he hecho cumplir con el mayor de los escrúpulos las leyes escritas que regulan el funcionamiento de los servicios, sin ignorar la tradición, antes al contrario teniéndola invariablemente presente en cada momento. Soy consciente de la mudanza de los tiempos, de la necesidad de una continua actualización de medios y de maneras en la vida social, pero comprendo, como siempre tuvieron a bien entender quienes antes de mí ejercieron el gobierno de esta Conservaduría, que la preservación del espíritu, de un espíritu que llamaré de continuidad y de identidad orgánica, debe prevalecer sobre cualquier otra consideración posible, so pena, si así no nos condujéramos, de asistir al derrumbamiento del edificio moral que, en cuanto que primeros y postreros depositarios de la vida y de la muerte, seguimos representando aquí.
No dejará de haber quien proteste por no encontrarse en esta Conservaduría General ni una sola máquina de escribir, para no hablar de la ausencia de cualesquiera otros aparatos más modernos, porque los armarios y las estanterías sigan siendo de madera natural, porque los funcionarios hayan de mojar sus plumas en tinteros y usar el papel secante, habrá quien nos considere ridículamente detenidos en la historia, quien reclame de la autoridad la rápida incorporación de tecnologías avanzadas en nuestros servicios, mas si es verdad que las leyes y los reglamentos son susceptibles de ser alterados y sustituidos en cada momento, no puede suceder del mismo modo con la tradición, que es, como tal, tanto en su conjunto como en su esencia, inmutable. Nadie podrá regresar al pasado para hacer mudanza de una tradición que nació en el tiempo y que por el tiempo fue alimentada y sostenida.
Nadie podrá decirnos que cuando existe no ha existido, nadie osará desear, como si de un niño se tratase, que lo que ha acontecido no hubiera acontecido. Y si lo hicieran, estarían dilapidando su propio tiempo. Éstos son los fundamentos de nuestra razón y de nuestra fuerza, éste es el muro tras el cual nos ha sido posible defender, hasta el día de hoy, ora nuestra identidad, ora nuestra autonomía. Así deberemos continuar. Y así continuaríamos si nuevas reflexiones no nos indicaran la necesidad de nuevos caminos.
Hasta aquí no había surgido ninguna novedad del discurso del jefe, si bien es cierto que ésta era la primera vez que se oía en la Conservaduría General algo parecido a una declaración solemne de principios. La mentalidad uniforme de los funcionarios se formaba sobre todo en la práctica del servicio, regulada en los primeros tiempos con rigor y precisión, mas, en las últimas generaciones, tal vez por fatiga histórica de la institución, se permitieron las graves y continuadas negligencias que conocemos, censurables incluso a la luz de los más benevolentes juicios. Tocados en su embotada conciencia, pensaron los funcionarios que éste sería el tema central de la inesperada disertación, pero no tardaron en desengañarse. Es más, si hubiesen atendido mejor a la expresión fisonómica del conservador, habrían comprendido en seguida que su objetivo no era de carácter disciplinario, no apuntaba a una represión general, en ese caso sus palabras sonarían como golpes secos y todo su rostro se cubriría de desdeñosa indiferencia. Sin embargo no se registraban estas señales en la actitud del jefe, apenas una disposición semejante a la de quien, habituado a vencer siempre, se encuentra, por primera vez en la vida, ante una fuerza mayor que la suya. Y unos pocos, en particular los subdirectores y algún oficial, que creyeron deducir de la última frase proferida el anuncio de la introducción inmediata de modernizaciones que eran moneda corriente fuera de los muros de la Conservaduría General, tampoco tardaron en reconocer, desconcertados, que se habían equivocado. El conservador seguía hablando, Nadie se llame a engaño, sin embargo, creyendo que las reflexiones que estoy exponiendo nos conducirían simplemente a abrir nuestras puertas a los inventos modernos, no sería menester reflexionar para eso, bastaría con hacer llamar a un técnico especializado en tales materias y en un periodo de veinticuatro horas tendríamos la casa a rebosar de máquinas de toda condición. Por mucho que me duela declararlo y por escandaloso que a ustedes les resulte, lo que mis reflexiones pretenden poner en cuestión, quién me lo iba a decir a mí, afecta a uno de los aspectos fundamentales de la tradición de la Conservaduría General, esto es, la distribución espacial de los vivos y de los muertos, su obligada separación, no sólo en archivos distintos sino también en diferentes áreas del edificio. Se oyó un levísimo susurro, como si el pensamiento común de los asombrados funcionarios se hubiese hecho audible, otra cosa no podría ser, ya que ninguno de ellos había osado pronunciar palabra. Me hago cargo de que esto les perturbe, prosiguió el conservador, porque yo mismo, al pensarlo, me he sentido como si fuera responsable de una herejía, peor aún, me he sentido culpable de una ofensa a la memoria de todos aquellos que, antes de mí, ocuparon esta posición de mando, y también de cuantos trabajaron en lugares ahora ocupados por ustedes, pero el empuje incontenible de la evidencia me ha obligado a enfrentarme al peso de la tradición, de una tradición que, durante toda mi vida, había considerado inamovible. Llegar a esta conciencia de los hechos no es obra del azar ni obedece a una revelación instantánea. En dos ocasiones desde que soy jefe de la Conservaduría, he sido objeto de avisos premonitorios, a los que, en aquellos momentos, no atribuí especial relevancia, salvo por haber reaccionado ante ellos de un modo que no tengo reparos en catalogar como primario, pero que, hoy lo comprendo, preparaban el camino para que, con espíritu abierto acogiese un tercero y reciente aviso, del cual, por razones que a mi entender debo mantener secretas, evitaré hacer comentarios en esta ocasión. El primer caso, del que todos ustedes sin duda guardan memoria, tuvo lugar cuando uno de mis subdirectores, presente entre nosotros, propuso que la organización del archivo de los muertos se hiciese al contrario, es decir, más alejados los antiguos, más próximos los recientes.
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