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Jack Kerouac: Los Vagabundos Del Dharma

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Situada en California, esta novela expone el descubrimiento del budismo y de la vida del sufrimiento. Está escrita en la época en la que el autor se sentía un fracasado por no encontrar editor para sus libros. Presenta la forma de encarar el fracaso desde un punto de vista filosófico, así como la búsqueda del auténtico significado del Dharma por parte de jóvenes desarrapados y febriles. Expresa la comunión con la naturalesza en la cumbre de las montañas, la fraternidad y la poesía, todo ello entre orgías, marihuana y alcohol, donde Kerouac aparece como Ray Smith, aunque el auténtico protagonista de la obra sea el poeta y budista Gary Snyner, que figura bajo el nombre de Japhy Ryder. En la novela también se puede identificar facilmente a Allen Ginsberg y a Laurence Ferlinghetti, entre otros participantes en el movimiento literario llamado Renacimiento de San Francisco narrado en este libro. Esta obra elevó a Kerouac a la categoría de representante esencial del resurgir de una espiritualidad que también era un nuevo modo de relacionarse entre los seres humanos y que hoy, que se imponen las realidades virtuales y las rutas cebernéticas, supone un soplo de aire puro y un impulso hacia otros mundos igual de poco sustanciales, pero donde los sentimientos adquieren proporciones insólitas.

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6

Y llegó el momento de nuestra gran expedición a la montaña. Japhy vino a recogerme al caer la tarde en bicicleta. Cogimos la mochila de Alvah v la pusimos en la cesta de la bici. Saqué calcetines v jerséis. Pero no tenía calzado adecuado para el monte v lo único que podía servirme eran las playeras de Japhy, viejas pero resistentes. Mis zapatos eran demasiado flexibles v estaban gastados.

– Así será mejor, Ray, con playeras tendrás los pies ligeros v podrás trepar de roca en roca sin problemas. Claro que nos cambiaremos de calzado de vez en cuando y tal.

– ¿Qué pasa con la comida? ¿Qué es lo que llevas? -Bien, pero antes de hablar de comida, R-a-a-y -a veces me llamaba por mi nombre de pila y cuando lo hacía siempre arrastraba mucho, melancólicamente, la única sílaba, "R-a-a-a-v", como si se preocupara de mi bienestar-, te diré que tengo tu saco de dormir, no es de plumas de pato como el mío, y por supuesto es más pesado, pero vestido y con una buena hoguera te sentirás cómodo allá arriba.

– Con la ropa puesta, bien, pero ¿por qué un buen fuego? Es sólo octubre.

– Sí, pero allá arriba se está bajo cero, R-a-a-y, incluso en octubre -me dijo tristemente.

– ¿De noche?

– Sí, de noche, y de día hace un calor agradable. Verás, el viejo John Muir solía ir a aquellas montañas sólo con su viejo capote militar y una bolsa de papel llena de pan duro y dormía envuelto en el capote y mojaba el pan seco en agua cuando quería comer, erraba por allí durante meses enteros antes de volver a la ciudad.

– ¡Dios mío! ¡Debía ser un tipo duro!

– En cuanto a la comida, he bajado hasta la calle del Mercado y en el Palacio de Cristal compré mi cereal favorito, bulgur, que es una especie de trigo búlgaro sin refinar, y lo mezclaré con taquitos de tocino y así tendremos una rica sopa para los tres, Morley y nosotros. Y también llevo té; uno siempre agradece una buena taza de té bien caliente bajo esas frías estrellas. Y llevo un auténtico pudín de chocolate, no ese pudín instantáneo falsificado sino un auténtico pudín de chocolate que calentaremos y agitaremos bien en el fuego y luego lo dejaremos enfriar encima de la nieve.

– ¡Estupendo, chico!

– Así que en vez del arroz que llevo siempre, en esta ocasión haremos ese pudín en tu honor, R-a-a-y, y en el bulgur voy a poner todo tipo de vegetales secos, los compré en la Ski Shop. Comeremos y desayunaremos eso, y en cuanto a alimentos que nos den fuerza llevo esta gran bolsa de cacahuetes y uvas pasas, y otra bolsa con orejones y ciruelas pasas. -Y me enseñó el diminuto paquete que contenía toda esta importante comida para tres hombres hechos y derechos que iban a pasar veinticuatro horas o más subiendo a las montañas-. Lo más importante cuando se va a la montaña es llevar el menor peso posible, los paquetes te impiden moverte con comodidad.

– Pero yo creo que en ese paquete no hay bastante comida.

– Sí la hay, el agua la hincha.

– ¿Llevamos vino?

– No, allá arriba no va bien, en cuanto estás a gran altura no sientes necesidad de alcohol.

No le creí, pero no dije nada. Pusimos mis cosas en la bicicleta y atravesamos el campus hasta casa de Japhy empujando la bici por la acera. Era un claro y frío atardecer de las mil y una noches y la torre del reloj de la Universidad de California era una limpia sombra oscura destacándose sobre un fondo de cipreses y eucaliptos y todo tipo de árboles; sonaban campanas en algún sitio, y el aire era fresco.

– Va a hacer frío allá arriba -dijo Japhy, pero aquella noche se sentía muy bien y rió cuando le pregunté sobre el jueves siguiente con Princess-. Mira, ya hemos practicado el yabyum un par de veces más desde la otra noche; Princess viene a mi casa en cualquier momento del día o de la noche y, tío, no acepta el no como respuesta. Así que proporciono entera satisfacción a la bodhisattva. -Y Japhy quería hablar de todo, de su infancia en Oregón-. Verás, mi madre v mi padre y mi hermana llevaban una vida realmente primitiva en aquella cabaña de troncos, y en las mañanas de invierno tan frías todos nos desvestíamos y vestíamos delante del fuego, teníamos que hacerlo, y por eso no soy como tú en eso del desnudarse, quiero decir que no me da vergüenza ni nada hacerlo.

– ¿Y qué solías hacer cuando fuiste a la universidad? -En verano siempre trabajaba para el gobierno como vigilante contra incendios… Deberías hacer eso el verano que viene, Smith… y en invierno esquiaba mucho y solía andar por el campus muy orgulloso con mis bastones. También subí a unas cuantas montañas, incluyendo una larga caminata Rainier arriba, casi hasta la cima, donde se firma. Por fin, un año llegué hasta arriba del todo. Hay muy pocas firmas, sabes. Y subí cumbres de la zona de las Cascadas durante la temporada y fuera de ella, y trabajé de maderero. Smith, tengo que hablarte de las aventuras de los leñadores del Noroeste, me gusta hacerlo, lo mismo que a ti te gusta hablar de los ferrocarriles; tenías que haber visto aquellos trenes de vía estrecha de por allí arriba y aquellas frías mañanas de invierno con nieve y la panza llena de tortitas y sirope y café negro; chico, levantas el hacha ante el primer tronco de la mañana y no hay nada como eso.

– Es igual que mi sueño de Gran Noroeste. Los indios kwatiutl, la policía montada…

– Bueno, ésos son del Canadá, de la Columbia Británica; solía encontrarme con ellos en los senderos de la montaña. Pasamos empujando la bici por delante de varios edificios y cafeterías de la universidad y miramos dentro del Robbie para ver si había algún conocido. Estaba Alvah trabajando en su turno de camarero. Japhy y yo teníamos un aspecto curioso en el campus con nuestra ropa, y de hecho Japhy era considerado un excéntrico en el campus, cosa bastante habitual en esos sitios donde se considera raro al hombre auténtico; las universidades no son más que lugares donde está una clase media sin ninguna personalidad, que normalmente encuentra su expresión más perfecta en los alrededores del campus con sus hileras de casas de gente acomodada con césped y aparatos de televisión en todas las habitaciones y todos mirando las mismas cosas y pensando lo mismo al mismo tiempo mientras los Japhys del mundo merodean por la espesura para oír la voz de esa espesura, para encontrar el éxtasis de las estrellas, para encontrar el oscuro misterio secreto del origen de esta miserable civilización sin expresión.

– Toda esta gente -decía Japhy- tiene cuartos de baño alicatados de blanco y se llenan de mierda como los osos en el monte, pero toda esa mierda se va por los desagües y nadie piensa en ella y en que su propio origen está en esa mierda y en la algalia y la espuma de la mar. Se pasan el día entero lavándose las manos con jabón perfumado, y desearían comérselo escondidos en el cuarto de baño.

Japhy tenía montones de ideas, las tenía todas. Llegamos a su casa cuando anochecía y se podía oler a leña ardiendo y a hojas quemadas, y lo empaquetamos todo y fuimos calle abajo para reunirnos con Henry Morley que tenía coche. Henry Morley era un tipo de gafas muy informado, aunque también excéntrico; en el campus resultaba más excéntrico y raro que Japhy. Era bibliotecario, tenía pocos amigos y era montañero. Su casita de una sola habitación en una apartada calle de Berkeley estaba llena de libros y fotos de montañismo y había bastantes mochilas, botas de montaña y esquíes. Me asombró oírle hablar, pues hablaba exactamente igual que Rheinhold Cacoethes, el crítico, y resultó que habían sido muy amigos tiempo atrás y habían subido montañas juntos y no podría decir si Morley había influido en Cacoethes o a la inversa. Me parecía que el que había influido era Morley. Tenían el mismo modo de hablar bajo, sarcástico, ingenioso y bien formulado, con miles de imágenes. Cuando Japhy y yo entramos había unos cuantos amigos de Morley reunidos allí (un grupo extraño que incluía a un chino, un alemán y algunos otros estudiantes de una u otra cosa), y Morley dijo:

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