Carlos Fuentes - En Esto Creo

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A su vasta y primordial obra, Carlos Fuentes aporta ahora un nuevo y singular libro que se convertirá en un clásico en su género. Especie original de autobiografía literaria que, como en un diccionario de la vida, se construye con cuarenta y una voces, de la A a la Z, que van de Amistad a Zurich, pasando por Balzac, Buñuel, Cine, Familia, Faulkner, Hijos, Izquierda, Jesús, Muerte, Novela, Política, Quijote, Revolución, Sexo, Velázquez, Wittgenstein, Yo…
Acto de fe en los valores humanos, bitácora de vuelo de las grandes ideas, diario de navegación de las experiencias fundamentales, en estas páginas se recorta el perfil de un escritor contemporáneo excepcional, que desde el dominio inigualable de nuestra lengua ha ingresado en la literatura universal de todos los tiempos.
De modo paralelo a sus amplias y varias creaciones narrativas, que llevan implícitas en sí mismas una dimensión ensayística, Carlos Fuentes ha ido construyendo una extensa y fundacional obra de ensayista puro, a la vez recapitulador de su experiencia y reinterpretador del mundo circundante, en la tradición que inauguró Montaigne. En esto creo supone el compendio de una trayectoria de escritor reflexivo, y la respuesta de un teórico lúcido y combativo a las acuciantes interrogaciones de la vida contemporánea.

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Allí estaba él, la mañana siguiente, en el Hotel Dolder. donde se hospedaba, vestido todo de blanco, digno hasta un punto menos que la rigidez, pero con ojos más alertas y horizontales que la noche anterior. Varios hombres jóvenes jugaban al tenis en las canchas pero él sólo tenía ojos para uno de ellos, como si éste fuese el Elegido, el Apolo del deporte blanco. Ciertamente, era un joven muy bello, de no más de veinte años, veintiuno acaso, mi propia edad. Mann no podía quitarle de encima los ojos al muchacho y yo no podía quitarle la mirada a Mann. Estaba presenciando una escena de La muerte en Venecia, sólo que treinta y ocho años más tarde, cuando Mann ya no tenía treinta y siete (su edad al escribir la novela maestra sobre el deseo sexual) sino setenta y cinco, más viejo aún que el afligido Aschenbach enamorando de lejos al joven Tadzio en la playa del Lido -donde veinte años después de ver a Mann en Zurich, vi a Luchino Visconti, en compañía de Carlos Monsiváis, filmar La muerte en Venecia con una mujer que asumía todas las bellezas y todos los deseos, incluso los de la androginia, Silvana Mangano.

En Zurich aquella mañana, la situación se repetía, asombrosa, famosa, dolorosa. El circunspecto hombre de letras, el Premio Nobel de Literatura, Mann el septuagenario, no podía esconder, ni de mí ni de nadie más, su deseo apasionado por un muchacho de veinte años que jugaba al tenis en una cancha del Hotel Dolder una radiante mañana de junio del lejano 1950 en Zurich. Entonces, una mujer joven llegó hasta donde se encontraba su padre, pareció regañarlo cariñosamente, lo obligó a abandonar su apasionada avanzada y regresar con ella a la vida de todos los días, no sólo la del hotel, sino la de este autor inmensamente disciplinado cuyos impulsos dionisíacos eran siempre controlados por el dictado apolíneo de gozar la vida sólo a condición de darle forma.

Para Mann, lo vi esa mañana, la forma artística precedía a la carne prohibida. La belleza se encontraba en el arte, no en el prematuro cadáver de nuestros deseos informes, pasajeros, al cabo corruptos. Fue para mí un momento dramático, inolvidable: un comentario verdadero sobre la vida y la obra de Thomas Mann, el arribo de su hija Erika, visiblemente burlona ante las debilidades eróticas de su padre, suavemente empujándolo de regreso, no al orden de cuculandia, sino al orden del espíritu, de la literatura, de la forma artística, donde Thomas Mann podía «tener la chancha y los veintes», ser el dueño, y no el juguete, de sus emociones.

Me senté a almorzar con mis amigos germano-mexicanos en el comedor del Dolder. El joven que nos sirvió la mesa era el mismo al cual Mann había estado admirando esa mañana. No había tenido tiempo de bañarse y olía ligeramente a sudor saludable y deportivo. El capitán de meseros se dirigió, imperiosamente, a él, «Franz», y el muchacho corrió hacia otra mesa.

De manera que había un misterio en Zurich, algo más que relojes de cucú. Había ironía. Y rebelión. Había el Café Voltaire y el nacimiento de Dada, en medio de la más sangrienta guerra jamás librada en suelo europeo. Había Tristan Tzara pintándole un violín al racionalismo: «El pensamiento proviene de la boca.» Y Francis Picabia convirtiendo las tuercas en arte. Zurich diciéndole a un mundo hipócrita, decadente y manchado de sangre en las trincheras en aras de una racionalidad superior: «Todo lo que vemos es falso.» De tan sencilla premisa, murmurada desde el Café Voltaire por el impertinente Tzara y su monóculo, surgió la revolución de la vista y el sonido y el humor y el sueño y el escepticismo que al cabo enterraron la autosatisfacción de la Europa decimonónica pero no pudieron enterrar la barbarie por venir. ¿No era aún Europa, no lo sería jamás, lo que había sido prometido en nombre de Europa? ¿Sería Europa tan sólo la «noche y niebla» de Treblinka y Dachau? Sólo si aceptamos que todo lo que vino de Zurich -Duchamp y los surrealistas, Hans Richter y Luis Buñuel, Picasso y Max Ernst, Arp, Magritte, Man Ray- no era lo que había sido prometido en el nombre de Europa. Pero lo era. Lo que siempre fue prometido en el nombre de Europa fue la crítica de Europa, la advertencia de Europa contra su propia arrogancia, su complacencia y su confusa sorpresa cuando al cabo caían los golpes de la adversidad. Fue la advertencia que hicieron los artistas de Zurich en 1916. Debería, de nuevo, ser la advertencia, hoy que los fantasmas del racismo, la xenofobia, el antisemitismo y el antiislamismo levantan la cabeza y nos recuerdan nuevamente las palabras de Conrad en Bajo la mirada de Occidente: Hay fantasmas de los vivos así como fantasmas de los muertos.

¿Quién había visto a estos espectros, quién los había pintado, quién les había dado horror corpóreo? Otro ciudadano de Zurich, Füssli, el más grande de los pintores prerrománticos, Füssli, que había encarnado, desde el siglo XVIII, todos los temas de la noche oscura del alma romántica tal y como los describió Mario Praz en su celebrado libro. La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica. Füssli y La Belle Dame Sans Merci, Füssli y La Belleza de la Medusa, Füssli y las Metamorfosis de Satanás, Füssli y la advertencia de André Gide: no creer en el Diablo es darle todas las ventajas de sorprendernos. El agua bautismal del romanticismo -la belleza de lo horrible- proviene de Füssli, ciudadano de Zurich. Las tinieblas desbaratadas por una luz inalcanzable. La alegría del crimen practicada por el anticucú Harry Lime. El Hombre Fatal y la Mujer Fatal que han fascinado nuestras imposibles imaginaciones, de Lord Byron a Sean Connery y de Salomé a Greta Garbo…

Zurich, ¿urna de los arquetipos del mundo moderno? ¿Por qué no, desde un amplísimo punto de mira? James Joyce cantó canciones coloradas en el Café Terrasse, jugando con las palabras con la anticipatoria alegría de Ulises, su work in progress. Lenin asistió asiduamente al Café Odéon antes de partir a Rusia en un vagón de ferrocarril famosamente sellado. ¿Se conoció la pareja, sólo en la obra de Tom Stoppard, sólo en la memoría de Samuel Beckett? ¿No caminaron todos estos fantasmas sobre las aguas del lago de Zurich?

Y sin embargo, para mí, tan deslumbrante como la pintura de Füssli y tan asombrosas como las bromas de Dada, tan tensamente opuestas como la vida de Zurich y las de Joyce y Lenin puedan serlo, es siempre Mann, Thomas Mann, el buen europeo, el europeo contradictorio, el europeo crítico, quien regresa a mi emoción y a mi cabeza como la figura que más asocio con la ciudad de Zurich.

¿Cuántas veces estuvo allí? ¿Cómo separar a Mann de Zurich? Qué larga fue su vida allí, yendo y viniendo de su villa en Kusnacht a sus casas en Erlenbach y Kilchberg; los lugares del reposo, los sitios del trabajo. Pero también hay que recordar a Zurich en las cumbres de la vida de Mann. La visita de 1921, cuando el autor se atrevió a aumentar a mil marcos sus honorarios por dar una conferencia. La lectura a los estudiantes, en 1926, de pasajes de Desorden y dolor precoz. La festiva celebración en 1936 de sus sesenta años, cuando Mann escogió a Zurich no como sitio extranjero, sino como «patria para un alemán de mi condición». Zurich como «antigua sede de la cultura germánica», allí «donde lo germánico se funde con lo europeo». La inquietante visita en 1937, al filo de la noche y niebla nazis, preparando la Carlota en Weimar como el desesperado intento de un nuevo aufklarung, una nueva ilustración, pasando por alto la negativa de Gerhart Hauptmann de saludarlo con una filosófica espera de «otros tiempos», acaso tiempos mejores. Tratando de salvar a su hijo Klaus Mann del mundo de las drogas, un mundo, escribió, «donde el esfuerzo moral… no recibe gratitud alguna».

Y luego el Thomas Mann que regresa a Zurich después de la guerra y emprende una actividad incesante, como si la edad y la fatiga no contasen. El cuarto de hotel en el Baur-au-Lac constantemente invadido por el correo, las solicitudes de entrevistas, los pedruscos de la gloria en las botas del escritor, acumulándose hasta constituir un estorbo insoportable. Y el reposo en la belleza de un muchacho anhelado, la espera de «una sola palabra del joven» y la convicción de que nada, nada en este mundo, puede devolverle el poder del amor a un viejo…

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