«El Yo es detestable.» Arthur Rimbaud, que se sabía hacer querer o detestar en iguales medidas, se amó y se odió a sí mismo en medidas, acaso, superiores. Su clamor de un ego detestable va a contrapelo del amor que todos sentimos hacia nuestro propio yo, acariciado, admirado, vestido y revestido en ese espejo interno que casi todos quisiéramos externar, como lo hacen superiormente los italianos, en el culto y la certidumbre de «la bella figura». Que muchísimas personas no pueden, ni quieren, ni se atreven a traspasar esa vanidad de vanidades, es cierto porque en el mundo hay fealdad y hay imperfección, que no se ignoran, y hay humildad y hasta humillación, que así se quieren.
Pero el «yo» común -el ego, ese pequeño argentino que todos llevamos dentro, según un viejo e injusto chiste latinoamericano- sí puede manifestarse, bello y admirativo, como un serio defecto moral. Puede ser un estado psíquico que se convierte en un fin en sí mismo, excluyente no sólo de los otros, sino, al cabo, del yo mismo, de la virtud personal. El yo vanidoso es el pigmeo del ser. Puede representar esa parte de nosotros mismos en la que depositamos, sin darnos cuenta, lo que más odiamos en los demás. El yo se vuelve fácilmente contra sí mismo. El enano egoísta se agiganta hasta convertirse en monstruo vengador de nuestro yo detestable.
El yo puede extraviarse creyendo que existe en perfecto aislamiento ególatra. Esto significa que se engaña creyendo que puede ser sin necesidad de lo que ya es. El «conócete a ti mismo» socrático no es sólo un mandamiento dirigido a la interioridad. Pero también es eso: un llamado a la inteligencia del ser interior que a veces perdemos en la egolatría, la autosatisfacción, el espejo de la vanidad. El llamado socrático, más bien, lo es a la crítica del yo que no tiene el valor de admitir sus defectos pero también a cultivar los que sólo pueden florecer en el marco del yo. Pues aunque el mundo nos preceda y nos continúe, lo que existe fuera de nosotros pasa por nosotros. El yo filtra, resume, reflexiona y añade algo al mundo, pero sólo porque, por más detestable que pueda ser, existe. Está allí.
El yo es el marco, no de toda la realidad, pero sí de una parte indispensable sin la cual la realidad no tiene escenario donde actuar. Quizás «yo» no sea el pronombre más honorable. Pero no hay «tú» que no provenga de o se dirija a «yo», ni «tú» y «yo», al cabo, que puedan sustraerse del «nosotros». Pero a su vez, ¿puede haber «nosotros» que exilie de su peligrosa comunidad al yo y al tú, sin convertirse, a su vez, en peligrosa abstracción política?
El yo fue propuesto por los estoicos y por Rousseau como ciudadela del alma. «No te dejes conquistar por nada salvo tu alma», dijo Séneca, natural de la Córdoba latina. Y exclamó el Ciudadano de Ginebra: «¡Oh virtud! ¿No basta para aprender tus leyes volver a nuestro yo?» Llevada a su extremo, la protección del valor intrínseco del yo nos abandonaría en el sillón de Pascal, para quien todas las desgracias del mundo provenían de la incapacidad de quedarse quieto en casa, sentado en un sillón. Y, acaso, desde la ciudadela estoica y desde la silla pascaliana, el yo puede exhibir muchos de sus méritos. Puede, por ejemplo, atesorar lo que queda de la infancia. Puede, también, alimentar la imaginación y desplegarse creativamente.
Escribir, pintar, componer, pensar, son ocupaciones solitarias del yo. Sólo una opresiva dictadura puede tachar de egoísmo y traición a la solidaridad la necesaria soledad para escribir un poema, como lo hiciese Stalin contra Ajmátova. En el yo se manifiestan los deseos, se cultivan las virtudes y se enmiendan los errores. Una parte de la fuerza vital tiene, pues, su raíz en el yo, que la emplea para la propia conservación. Es la parte indispensable del egoísmo. Renunciar a la propia conservación es renunciar al yo en aras de otro valor que puede ser la patria, la convicción política, el amor, la justicia.
Nuestra esperanza es que el sacrificio, en vez de aniquilarlo, fortalezca a nuestro yo. Mas cuando el yo es fortalecido, ¿no pasa a otra categoría despojada de los vicios de la egolatría? ¿No pasa el yo a ser persona?.
Ya sé que persona significa, etimológicamente, máscara. La máscara del teatro clásico, sin embargo, no fue inventada para ocultar sino para «sonar», personare, es decir, para dejarse escuchar. El yo que es persona es consciente de sí porque es consciente del mundo. El yo narcisista se ahoga en su espejo. La persona rescata de la agonía al yo protegiendo y manifestando las reservas que el yo ególatra, acaso, desconoce. Conócete a ti mismo. El yo solitario se convierte en persona describiendo cómo se formaron su corazón y su mente, cómo se alimentan su imaginación y su pasión. La soledad del individuo creativo es, de esta manera, una ilusión. Lo que escribe, pinta, compone, crea, imagina, dispone, es ya el yo personal, el yo con atributos. El yo soy se vuelve inseparable del porqué y el para qué soy.
Conocerse a sí mismo no significa, entonces, amarse a sí mismo.
Escenario de la creación, el yo personal puede ser heroico en su capacidad de dar cauce a la imaginación más poderosa. Pero la agita la tradición, poderosa también, del desorden romántico (Byron) o posromántico (Burroughs) como condición de la creación: el desarreglo de los sentidos, para regresar a Rimbaud. Son pocos y aislados los casos en que este espejismo de la creación combustible, alimentada de alcohol, sexo, droga, exceso, deje frutos perdurables. Flaubert, como lo quiso Pascal, ya no se movió de su casa, como no se movió Velázquez de su corte, ni Beethoven de su aldea, ni cambió Kant los horarios y la ruta de su prevista caminata diaria. La vitalidad de Balzac no necesitó más vicios que la gula, las mujeres y las cincuenta mil tazas de café que lo mataron. Cervantes, el modelo de ironía domeñada, pasó tiempo en cárceles y burocracias nada heroicas, y Sade, el modelo de desorden extremo, también se vio obligado, encerrado en cárceles y manicomios, a imaginar más de lo que podía hacer. Shakespeare estaba demasiado ocupado actuando y administrando teatros como para darle a su yo más respiro que la escritura misma y a Dante ni la agitación política florentina pudo apartarlo de una Commedia que no ocurre ni en el Cielo ni en el Infierno, sino a la mitad del camino de la vida, en la selva oscura del propio yo… No hay, pues, reglas estrictas respecto al yo creativo. Wordsworth es la normalidad misma. Su amigo Coleridge, el desorden. Baudelaire une disciplina y desorden. Hugo llega a escribir cómo ser un buen abuelo. Dickens, a su pesar, es un ser doméstico y Wilde transgrede la domesticidad, acaso, también, a pesar suyo. La lista de los contrastes es interminable, pero la regla de la creatividad es estricta. Se llama disciplina. Se llama saber estar solo. Se llama enmarcar el yo en una proyección que lo trasciende en la persona.
La personalidad creativa nos dice que el peor pecado del yo es dispersarse en ocupaciones banales. Y yendo un poco más lejos: trabajando en lo que no nos gusta. El yo verdaderamente desgraciado es el que disipa sus días en una ocupación que detesta y que, pesadumbre peor, no puede abandonar y convierte, inconscientemente, en costumbre y al cabo en fatalidad. Esta gama va desde el joven camarero del restorán que no oculta el desagrado de su ocupación hasta el viejo camarero resignado a que esto, servir mesas, es su destino. En medio, está el camarero alegre, orgulloso de su servicio, capaz de otorgarle valor y sentido a la gracia -no la desgracia- de contribuir al bienestar del mundo. El gruñón y el resignado se encuentran sobre todo en el mundo anglosajón, mundo de desplazamientos agrios y de insatisfacciones visibles.
El individuo orgulloso de su trabajo porque sabe que todo trabajo es digno y creativo, se da sobre todo en el mundo latino y mediterráneo. Pero la ubicación social es lo de menos. El aristócrata, rencoroso si es pobre, fainéant si es rico, y, rico o pobre, desdeñoso, ha sido desplazado y superado, en casi todo el mundo, por el empresario que puede ser enérgico, generoso y simple, o sofisticado, miserable, pero, siempre, enérgico.
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