Con Nietzsche, la dialéctica hegeliano-marxista deja de ser optimista antes de que la historia lo compruebe.
A pocos pensadores -quizás a ningún otro- se le han atribuido tantas cosas que no dijo o se le han arrebatado tantas cosas que sí dijo. ¿Nietzsche racista? «Donde las razas se mezclan, allí está la fuente de las grandes culturas.» ¿Nietzsche chovinista? «Grecia es original porque no se cerró al Oriente.» ¿Nietzsche germanófílo? «Las victorias militares del Reich no implican superioridad alguna de la cultura alemana. Al contrario, la deificación del éxito germano puede significar la muerte del espíritu germano.» (Meditaciones inoportunas.) ¿Nietzsche antisemita? «Para mí es cuestión de honor que quede absolutamente claro e inequívoco que me opongo al antisemitismo.» (Carta # 479 a Franz Overbeck.) Y si Wagner escribe sin tapujos que los mestizajes son «innobles», que Alemania sería pura si se «liberara de los judíos» y que «la raza judía es la enemiga natural de una humanidad pura y noble», Nietzsche rompe con Wagner, entre otras cosas, porque el compositor «fue condescendiente con los alemanes y se convirtió en un imperialista alemán» (Ecce Homo).
Podría continuar con las deformaciones impuestas al pensamiento de Nietzsche, sobre todo por su hermana Elizabeth, a quien Nietzsche le deseó que se perdiera en Paraguay para siempre -pero que regresó a censurar, prohibir, deformar e inventar lo que le convenía a sus prejuicios y fobias, aprovechándose de la reclusión y muerte de su hermano. «Quizás sea un mal alemán -le había escrito Nietzsche a Overbeck-, pero en todo caso soy un buen europeo.»
Un pensador tan radical, en ocasiones tan contradictorio e intolerante, tenía que suscitar escándalo, oposición y manipulación. Yo veo en él no sólo al escéptico que rehúsa las fáciles tentaciones de la historia, sino al ser vital que celebra «la alegría de las afirmaciones» y que, prefigurando oblicuamente a Wittgenstein, nos dice que cuando la lógica agota la esperanza, aparece una nueva forma de conocimiento que reclama «la virtud preventiva del arte».
Nietzsche pertenece más, siguiendo la clasificación de Nicolai Hartmann, al filósofo de problemas que al filósofo de sistemas. En esto se hermana con Platón, otro filósofo aclarado para mí por Wittgenstein. Y el problema que Platón me aclara es (como el del lenguaje poético como concha marina donde se escucha lo que la lógica no dice en Wittgenstein, como el conocimiento del arte que aparece cuando la lógica se agota en Nietzsche) el problema literario de la nominación. El Cratilo es, acaso, la primera obra de crítica literaria y su eje es una discusión sobre el significado de los nombres. Cratilo dice que todas las cosas tienen un nombre correcto, otorgado por la naturaleza, es decir, algo inherente a la cosa e independiente de la convención. Hermógenes, en cambio, sostiene que un nombre es producto tan sólo de la convención: el nombre que se le da a una cosa es el nombre correcto y si se cambia ese nombre por otro nuevo, éste será, a su vez, el correcto. Es más: la misma cosa puede ser nombrada de una manera por una persona y de manera distinta por otra. Nada es intrínseco al nombre. Todo es convencional. Sócrates supone que existe un legislador de nombres que los otorga y distribuye de acuerdo con la naturaleza de las cosas. Pero la ley admite demasiadas excepciones. Las cualidades de una persona pueden ser adversas al significado de su nombre. Y si son los dioses quienes nos nombran, resulta que nosotros no sabemos cómo se llaman los dioses, cómo se nombran entre sí. Sólo sabemos cómo los nombramos nosotros,
Zeus, Cronos, Hera. Pero con demasiada frecuencia, el nombre es una máscara, sobre todo cuando quien lo lleva es el mensajero de un secreto. Hermes trae un mensaje, porta el poder del lenguaje, hace circular el lenguaje pero ese lenguaje puede ser verdadero o falso: Lo importante es que el lenguaje fluye, se mueve, y que la sabiduría (sofía) es sabia porque toca lo que se mueve, bautiza con rapidez misma las cosas. El nombre tiene la intención de demostrar la naturaleza de la cosa designada. Pero el nombre pertenece, con mayor amplitud, al proceso mismo del lenguaje -la formación de letras, de sílabas, de nombres, verbos y oraciones. ¿Puede escapar la nominación acompañando el flujo de las cosas, al flujo del lenguaje? ¿Podemos estar seguros de que el nombre correcto denota la naturaleza de lo nombrado? Sócrates advierte que «es posible asignar nombres incorrectamente» y, siguiendo esta lógica, terminar creando oraciones falsas, falsos lenguajes, un verbo enmascarado.
Si esto es cierto, Sócrates propone buscar otro principio más seguro de nombrar las cosas, y éste, al fin y al cabo, no consiste ni en conocer el nombre natural o intrínseco de un mundo en movimiento, ni en entregarse al capricho de la convención nominal, sino, lúcida, humana, verdaderamente, en nombrar las cosas de acuerdo con la relación que se establece entre ellas. Si Sócrates rehúsa el «catarro» de Heráclito, inmerso en el flujo interminable de todas las cosas, también rechaza la pura convención nominal derivada de una esencia que ignoramos. Sócrates propone, con cuánta libertad, con cuánta veracidad, con cuánta actualidad, que atendamos, al nombrar, el carácter de la relación entre las cosas, la manera como las cosas se reconocen y actúan entre sí. Tal es, en verdad, el nombre de las cosas: su relación.
El más grande filósofo español vivo, Emilio Lledó, ve con exactitud que los diálogos platónicos son una continua crítica del lenguaje. En otra parte, he evocado la paradoja del lenguaje como expresión del silencio roto por un sonido animal, el muuuu o mugido del ganado que se encuentra, nos dice Erich Kahier, en la etimología misma de la palabra «mito»: mugido, musitar, murmurar, murmullo y mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde provienen misterio y mística. El proceso del lenguaje nos lleva así de mu a mythos, de acuerdo con el proceso lingüístico descrito por Kahier y que consiste en dar a una palabra el significado opuesto. El mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés, palabra, y la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, se convierte en mythos, es decir, palabra. Gianbattista Vico, el filósofo de la España napolitana, propone en su Ciencia nueva de 1725 que sólo conocemos lo que creamos y lo primero que creamos es lenguaje, base del conocimiento humano. La dinámica lingüística es un proceso de cursos y recursos (corsi e ricorsi) que permite comprender el devenir de la historia, descendiendo a la oscuridad de sus propios inicios para luego ascender a la luz de su propia idea, que es su propia necesidad. Lledó, igualmente, ve en el lenguaje el vínculo activo y creador de la sociedad a partir de cuatro estadios de evolución. El vínculo primario de la necesidad: cacería, pesca, necesidad de la comunicación para el sustento. La necesidad crea lenguaje, el lenguaje crea imágenes y las imágenes pueden ser reactivadas «por toda clase de estímulos externos e internos». (Lenguaje e historia.) En segundo término, la ciudad es la creadora de símbolos y el lenguaje se compromete con la paideia, el ideal formativo del ser humano, a la vez historia personal y colectiva. Ya en una tercera etapa, el lenguaje no sólo identifica: relaciona, dialoga, revisa… Y finalmente, en nuestro tiempo, la homogeneización del lenguaje retorna a la identificación entre individuo y masa social, al precio de generar un bosque de símbolos inútiles. De allí, nuevamente, la «virtud preventiva» de Wittgenstein, su tarea profunda de limpia verbal, de higiene lingüística. Wittgenstein es consciente constantemente del «riesgo» que implica vivir y, por ende, pensar. Sobre todo en materia de religión, «el pensador honesto… es como un equilibrista. Parece como si caminase sobre el aire. Su apoyo es el más frágil imaginable. Y sin embargo es posible caminar sobre él».
Читать дальше