Esta frase se hace eco de otra de Pascal: hagan lo que hagan, los seres humanos son como equilibristas obligados a asumir riesgos. Irse a la mar o quedarse en casa: nadie escapa al riesgo. Como Wittgenstein y como Nietzsche, Pascal es filósofo de aforismos y fragmentos.
Como Wittgenstein y como Platón, cuestiona la naturaleza del lenguaje. Como Kafka, condena al silencio parte de su obra, pero al contrario de Kafka, apuesta a que será encontrada en el simple inventario de sus pobres posesiones. Los Pensamientos de Pascal fueron hallados cosidos en el interior de una vieja camisa.
Los mil fragmentos de Pascal acaso sean, en su brevedad aforística, una respuesta irónica a su crítica de la tradición filosófica. Nada ha preocupado tanto a los filósofos, había escrito Montaigne, como la cuestión de lo que constituye el sumo bien para los hombres. Pascal, quien constantemente reelabora y secuestra frases de Montaigne, contesta que «para los filósofos existen doscientos ochenta tipos de bien supremo». El pesimismo pascaliano respecto a los sistemas filosóficos se extiende, prima facie, al ser humano mismo. El hombre es un enigma triste. La justicia que imparte es inicua. Su vida, mientras más afluente, es más hueca. La vanidad -«el juego, la caza, las visitas, los espectáculos, la falsa perpetuación del propio nombre»- son objeto del mayor desdén pascaliano. «¡Qué manera de monstruo es el hombre! ¡Qué novedoso, qué torcido, qué caótico, qué paradójico, qué prodigioso! ¡Juez de todo, débil gusano, depositario de la verdad, sumidero de la duda y el error, gloria y basura del universo!»
Blaise Pascal era, como todos saben, un hombre práctico. Su fama inicial se debe a su inventiva científica y a su pragmatismo. Pascal inventa el primer servicio de transportes públicos de Francia. Inventa la sumadora, la «pascalina». Y descubre las leyes del equilibrio hidrostático. Pero acaso sea, también, quien hace de un órgano corporal, físico -el corazón-, sede del conocimiento y de las emociones. Símbolo de amor, nombre de la ubicación central, es Pascal quien nos dice que el corazón tiene sus razones, que la razón ignora. Escéptico de la razón y la organización humanas, Pascal se dirige al corazón, a fin de ubicar una dimensión del ser del cual la razón no sabría dar cuenta completa. Pascal completa a la razón con tres razones que bien podrían ser, vistas con perspectiva, las de Wittgenstein. El corazón dice lo que no puede decirse racionalmente. Ese conocimiento-otro angustia a Pascal porque el joven filósofo francés cree que allí hay un vacío, un abismo que nos embarga en dos sentidos. Como descubridor de las leyes del equilibrio hidrostático, Pascal el físico conoce la existencia del vacío: «El eterno silencio de esos espacios infinitos me llena de terror.»
Transfiere el vacío físico al vacío del alma para preguntarse: ¿qué la llena, qué la equilibra? Pascal es el filósofo que transita precariamente -otra vez, el equilibrista- entre el vacío y la plenitud. Su pensamiento surge del vacío y se instala en la sociedad, la religión y la historia. Su mirada no puede ser más pesimista. Dios se ha escondido. La naturaleza está corrompida. «El robo, el incesto, el infanticidio, todo en un momento dado ha sido considerado acción virtuosa… La justicia es cuestión de moda… La opinión es la reina del mundo, pero la fuerza es su tirano.» En último análisis, «el poder gobierna al mundo, no la opinión». Y aun cuando la opinión venza al poder, la opinión misma se instalará en la fuerza. Su frase más pesimista es ésta: El mundo «no es el hogar de la verdad. La verdad vaga, sin ser reconocida, entre los hombres».
Lo cierto, advierte Pascal, es que el orden político se sostiene sobre realidades físicas, no espirituales. Y ello es una virtud, en la medida en que las realidades corpóreas son identificables y justifican la obediencia. Hay un engaño implícito en la vida política. La mayoría obedece porque cree que el orden legal es justo y se rebelaría si lo concibiese como un orden arbitrario. Por eso, a los gobiernos les interesa mantener la ilusión y hasta las fantasías -el opio del pueblo, en alusión premarxista.
Como observador en política, Pascal teme «el arte de la subversión, de la revolución» y rechaza la idea, prerousseauniana también, de que es posible regresar a «las leyes primitivas y básicas del estado abolidas por la costumbre injusta». El pueblo se levanta. El poder se aprovecha para arruinar aún más al pueblo. «A veces, hay que engañar a los hombres por su propio bien.»
Parece -y es cierto- que estoy haciendo la crítica del Pascal reaccionario y realista en política: Maquiavelo after the fact. Sin embargo, creo también estar sumando los escepticismos pascalianos, que son los de un pensamiento surgido del vacío, instalado en la sociedad y la historia y, una vez allí, dicho todo lo negativo que se pueda decir sobre la multitud, el gobierno, el poder, la revolución e incluso sobre un Dios escondido -Le Dieu caché- y una naturaleza corrompida, Pascal encarna su pensamiento en el ser humano y un tránsito vital de ganancias y pérdidas. La calidad del tránsito dependerá de la calidad de la conciencia que aprenda -o ignore- que «nada de cuanto se ofrece al alma es simple» (mundo, sujeto, sociedad, política, historia) pero que, al mismo tiempo, «el alma jamás se ofrece con simplicidad a ningún objeto».
Dios escondido. Naturaleza corrupta. Dios nos abandona a la ceguera -hasta el arribo de Cristo. Todo el pensamiento de Pascal, todo su escepticismo, su ironía, su negación, se dirigen claramente a una afirmación de Cristo. El doble camino del hombre, su doble pasión -paso y sufrimiento- por la tierra es lo que, a los ojos de Pascal, nos asimila a todos al propio paso de Cristo por la tierra, a su pasión. No puedo evitar la certeza de que todo el andamiaje levantado por Pascal para nuestra profesión de equilibristas es como un puente tendido entre el Dieu caché que no sólo abandonó a Jesús, sino a la humanidad, y Jesús mismo…
«Si no me hubieras encontrado, no me buscarías», dice Cristo en los paquetes descosidos, que tanto cito, de Pascal. Es decir: Pascal no puede ni quiere evadir la cuestión de la fe, la cuestión del ser humano que cree. No por su filiación a esta o aquella religión, sino porque busca lo más precioso que ya trae en sí (el corazón que sabe las razones que la razón ignora) y lo busca consciente de que proviene de un límite, nacer, y se encamina a otro límite, morir. No es la probable filiación religiosa lo que determina el valor de la vida en Pascal, sino la fe en su acepción más amplia, la certeza de que podemos ser portadores de valores que queremos radicar en el mundo precisamente porque nos preguntamos, ¿qué hay más allá?
Las ideas recibidas, las inercias de la práctica, esto es lo que rechaza Pascal y por eso, como tantos otros, exalta la figura de Cristo como hombre activo, inconforme, exigente con su tiempo, el modelo que ya hemos encontrado sin saberlo, pero que debemos perseguir para tener conciencia de lo que cada uno de nosotros puede ser, puede agotar o debe renunciar.
«Creo porque es absurdo», dijo Tertuliano, insuperablemente, de la fe. No la explica la razón, sino ese «corazón» que tiene razones que la razón ignora. Wittgenstein, judío atraído irresistiblemente al catolicismo, admite que el pensador religioso es un «equilibrista». Y él mismo lo es. Si por una parte nos dice que la fe es absurda y no es lo que distingue al cristianismo, sino la práctica, es decir, vivir como vivió Jesús, por otra parte declara que la fe es fe en lo que el corazón y el alma necesitan, no lo que requiere «mi inteligencia especulativa». Pues «es mi alma con sus pasiones… lo que requiere ser salvado, no mi pensamiento abstracto». De allí que sea menos cierta o aparente la contradicción fe práctica en el pensamiento de Wittgenstein, toda vez que esa «alma» y esas «pasiones» que son las suyas someten la fe al desafío práctico de vivir como Jesús. «… sólo la práctica cristiana, una vida como la del que murió en la cruz, es cristiana… y aun hoy es posible» -añade Wittgenstein- «y para ciertos hombres, aún necesaria: el cristianismo genuino, primitivo, será posible en todo momento». El cristianismo se le aparece a Wittgenstein, al cabo, como una fe que es un hacer o no sólo «un creer sino un hacer». El cristianismo no puede reducirse a sostener que esto o aquello es cierto. El cristianismo es práctica, no dogma.
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