Carlos Fuentes - En Esto Creo

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A su vasta y primordial obra, Carlos Fuentes aporta ahora un nuevo y singular libro que se convertirá en un clásico en su género. Especie original de autobiografía literaria que, como en un diccionario de la vida, se construye con cuarenta y una voces, de la A a la Z, que van de Amistad a Zurich, pasando por Balzac, Buñuel, Cine, Familia, Faulkner, Hijos, Izquierda, Jesús, Muerte, Novela, Política, Quijote, Revolución, Sexo, Velázquez, Wittgenstein, Yo…
Acto de fe en los valores humanos, bitácora de vuelo de las grandes ideas, diario de navegación de las experiencias fundamentales, en estas páginas se recorta el perfil de un escritor contemporáneo excepcional, que desde el dominio inigualable de nuestra lengua ha ingresado en la literatura universal de todos los tiempos.
De modo paralelo a sus amplias y varias creaciones narrativas, que llevan implícitas en sí mismas una dimensión ensayística, Carlos Fuentes ha ido construyendo una extensa y fundacional obra de ensayista puro, a la vez recapitulador de su experiencia y reinterpretador del mundo circundante, en la tradición que inauguró Montaigne. En esto creo supone el compendio de una trayectoria de escritor reflexivo, y la respuesta de un teórico lúcido y combativo a las acuciantes interrogaciones de la vida contemporánea.

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Dios no tiene, en la literatura fantástica, peor enemigo que Drácula, el hombre-vampiro que vence todas las leyes divinas y humanas. Fornica sin amor, bebe por necesidad, no desea nada ni nadie salvo su propia inmortalidad, vence a la muerte y no se refleja en espejo alguno. Duerme de día. Mata de noche. Y viaja para huir de su propia leyenda y vivificar sus fuentes de vida y placer: la sangre.

Roland Barthes ha indicado que en el universo de Sade se viaja con un solo objeto: encerrarse. Aislarse y proteger la lujuria. Pero también experimentar el encierro como una cualidad de la existencia, como una voluptuosidad del ser. ¿Hace otra cosa Drácula cuando abandona su claustro transilvánico y se hace transportar en un barco de la muerte y dentro de un féretro lleno de la tierra original, al corazón de la metrópoli imperial y burguesa, Londres? Todos los seres de identidad extrema, de la novela gótica al cine surrealista, efectúan ese viaje de un encierro a otro: agotan el origen, viajan hacia lo subvertible, hacia el futuro.

Drácula busca la sangre que lo alimenta. Pero esta metáfora del horror esconde una realidad del amor. Drácula busca ser reconocido, aun al precio de convertir en muerte la vida que necesita y ama. Y sus víctimas, esas mujeres atraídas hacia él, esas mujeres que constantemente olvidan cerrar las ventanas de noche, dormir bajo un crucifijo o colgarse un collar de ajos al cuello, ¿no están invocando la presencia de ese otro que al identificarse en ellas, les permite a ellas identificarse en él? ¿Buscan las novias de Drácula el deseo inédito que sólo el monstruo, sin más deseo que la inmortalidad propia, les ofrece en la frontera entre el sueño y la pesadilla?

Drácula y Frankenstein son zebras literarias que cuentan con habitáts que les preexisten: castillos en ruinas, Transilvania y los Alpes, laboratorios de la fe en el progreso, aldeas que son santuario de la tradición milenaria… De la leyenda popular a la memoria del linaje, Europa cuenta con el escenario para la literatura fantástica. América, no. Quiero decir la América inglesa, protestante, puritana, la América del Norte. Hawthorne se queja de la ausencia de misterio en un país sin otra cosa que «una prosperidad común y corriente», en un país «sin sombra, sin antigüedad». ¡Cómo se las ingenia un gran escritor para descubrir el misterio en ese mundo próspero y corriente! Solteronas que viven en perpetua oscuridad, casas pintadas de sangre, muros murmurantes, la propia madre de Hawthorne, viuda encerrada con la comida enfriándose en la puerta de su recámara, hermana espectral que sólo se deja ver al caer la tarde…

Pero quien realmente descubre el terror de lo fantástico norteamericano es Edgar Allan Poe y su descubrimiento es que lo fantástico ocurre, no en los castillos del Rin o en las mazmorras de Roma, sino en la cabeza y el corazón de los seres humanos. «El corazón delator», podría llamarse la obra entera de Poe, el autor que niega el proyecto de la felicidad y el progreso norteamericanos («No tengo fe en la perfectibilidad humana») y revela, en cambio, el revés del optimismo norteamericano. Sus narraciones no ocurren en el meridiano solar de los Estados Unidos, sino en el turbio amanecer del mundo. En una aurora que aún no abandona la noche, surgen formas difíciles de soportar. Los muertos escuchan. Las tumbas se abren. Los fantasmas tocan con los nudillos a la entrada de los sepulcros. Con razón se ha dicho que Poe nació y se crió dentro de un féretro. Henry James lleva esta manera de terror imaginario a su punto más alto: el duelo con el mundo ocurre sólo en la cabeza de los personajes. No hay escenario exterior como en Frankenstein o Drácula. Londres, Bostón, fines de semana ingleses, vida social aristocrática, casas de campo bien atendidas. No: el terror está en la imaginación, en la vuelta de la tuerca

Paradójicamente, Poe, autor favorito de Stalin -el poder fascinado por la tortura y el terror-, pudo serlo también del más lógico de los cartesianos. La lógica deductiva de «El escarabajo de oro» y de «La carta robada» eleva la razón al misterio y antecede al gran fabulista latinoamericano, Jorge Luis Borges, perverso neoplatonista que primero postula una totalidad y en seguida comprueba su imposibilidad. Borges abre muchos de sus cuentos con la premisa irónica de una totalidad hermética. Evoca la nostalgia antigua de la unidad original. Pero, acto seguido, traiciona el afán idílico (eco de la utopía fundadora del Nuevo Mundo) mediante el incidente cómico y el accidente particular. Funes el memorioso lo recuerda todo (premisa fantástica). Pero para vivir necesita reducir, seleccionar, limitarse a un número manejable de recuerdos (conclusión cómica).

En el universo de Tlön, el tiempo es negado. El presente es infinito. El futuro no tiene más realidad que la esperanza actual. El pasado no tiene más realidad que la memoria presente. Y no falta quien declare en Tlön que todo tiempo ya ha sucedido y que nuestras vidas son solamente la memoria falsificada, mutilada y crepuscular de un proceso irrecuperable. Borges anota, a pie de página, la teoría de Bertrand Russell: el universo fue creado hace apenas unos minutos y provisto inmediatamente de una humanidad que recuerda un pasado que jamás ocurrió.

La literatura fantástica postula que la realidad está en el otro rostro de las cosas, el más allá de los sentidos, la ubicación invisible sólo porque no supimos alargar a tiempo la mano para tocar la presencia fugitiva. Por eso eran tan largos los ojos de Julio Cortázar. Miraban la realidad paralela, a la vuelta de la esquina, un vasto universo latente con sus pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de las formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de pincel o un gesto de la mano, una melodía tarareada, un sueño…

Imaginación: mediación entre sensación y razón, pero sólo con el propósito ulterior de disipar cualquier relación lógica entre las causas y los efectos. Ello nos obliga a recrearlo todo, liberados de la convención imperante, de esa cotidiana normalidad que tanto molestaba a Hawthorne.

Gregorio Samsa amanece convertido en insecto. Y por las tumbas de Praga corretea Obradek, el más misterioso de todos los mensajeros de Kafka en una obra poblada de Hermes inválidos. Obradek es una película plana con la forma de una estrella fabricada de cabos de hilos multicolores. Obradek, que recibe trato de niño, que se ve absurdo en su apariencia inmediata, pero que es una totalidad en sí, un espécimen completo de su género. Obradek, del cual podría pensarse que alguna vez fue útil pero ya no lo es -pero esto, añade Kafka, «sería un grave error». Obradek, que se esconde en las escaleras y los corredores, en los pasillos: en la comunicación. Obradek, que desaparece durante largos meses y luego regresa, invisible aunque fielmente. Obradek, el genio tutelar, el fantasma de la Casa de Kafka. Obradek, que es un mito, medio vivo y medio muerto, mitad objeto y mitad ser, olvidado pero presente, sin origen, sin devenir y sin meta.

¿Es la literatura fantástica el fantasma que repara todos los olvidos de los vivos?

ZURICH

A principios de 1950, acababa de cumplir veintiún años cuando llegué a Suiza para continuar mis estudios tanto en la Universidad de Ginebra como en el Instituto de Altos Estudios Internacionales. Trabajaba en la misión de México ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y le servía de secretario al miembro mexicano de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU, el embajador Roberto Córdova. Todo esto le daba a mi arribo a Suiza un tono sumamente formal. Ginebra, como siempre, era una ciudad muy internacional. Me hice amigo de estudiantes extranjeros, diplomáticos y periodistas. Conocí a una bellísima estudiante suiza y me enamoré de ella, pero nuestros encuentros clandestinos fueron interrumpidos por dos casualidades.

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