Carlos Fuentes - En Esto Creo

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A su vasta y primordial obra, Carlos Fuentes aporta ahora un nuevo y singular libro que se convertirá en un clásico en su género. Especie original de autobiografía literaria que, como en un diccionario de la vida, se construye con cuarenta y una voces, de la A a la Z, que van de Amistad a Zurich, pasando por Balzac, Buñuel, Cine, Familia, Faulkner, Hijos, Izquierda, Jesús, Muerte, Novela, Política, Quijote, Revolución, Sexo, Velázquez, Wittgenstein, Yo…
Acto de fe en los valores humanos, bitácora de vuelo de las grandes ideas, diario de navegación de las experiencias fundamentales, en estas páginas se recorta el perfil de un escritor contemporáneo excepcional, que desde el dominio inigualable de nuestra lengua ha ingresado en la literatura universal de todos los tiempos.
De modo paralelo a sus amplias y varias creaciones narrativas, que llevan implícitas en sí mismas una dimensión ensayística, Carlos Fuentes ha ido construyendo una extensa y fundacional obra de ensayista puro, a la vez recapitulador de su experiencia y reinterpretador del mundo circundante, en la tradición que inauguró Montaigne. En esto creo supone el compendio de una trayectoria de escritor reflexivo, y la respuesta de un teórico lúcido y combativo a las acuciantes interrogaciones de la vida contemporánea.

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Primero, fui expulsado de la estricta pensión donde vivía en la rué Emile Jung por razón de la clandestinidad ya dicha. Segundo, los padres de mi novia le ordenaron que dejase de frecuentar a un joven proveniente de un país oscuro e incivilizado, cuyos habitantes, según se contaba, comían carne humana.

El día en que mi novia me cortó, me consolé yendo a un cine de la rué Mollard a ver la famosa película de Carol Reed, El tercer hombre, que en ese momento era la más grande atracción fílmica en todo el mundo. La protagonizaba una de las más bellas mujeres que jamás se dejaron ver en la pantalla, Alida Valli (años más tarde mi vecina en San Ángel Inn). En El tercer hombre, la Valli era una perfecta máscara de helada sensualidad y ojos claros, llameantes, vengativos, resignados.

Lo más importante, sin embargo, era que en la película actuaba Orson Welles, cuyo Ciudadano Kane yo había visto de niño en Nueva York y que me impresionó -desde entonces y hasta el día de hoy- como la máxima película sonora jamás realizada en Hollywood.

Su belleza formal, la audacia de su iluminación, los ángulos de la cámara, la atención al detalle, eran valores todos que convergían para narrar La Gran Historia Norteamericana. El dinero, cómo ganarlo y cómo gastarlo. La felicidad, cómo buscarla sin jamás encontrarla. El poder, cómo alcanzarlo y cómo perderlo. Kane era al mismo tiempo el sueño americano y su reverso, la pesadilla americana.

Ahora, en el cinema Mollard, Welles emergía de las sombras de los alcantarillados de Viena como el cínico negociante del crimen, Harry Lime, quien justificaba sus actividades ilegales con una frase que se hizo universalmente famosa y que afectaba, directamente, a Suiza.

Italia, dijo Harry Lime-Orson Welles, la tierra de los Medicis, la corrupción y el asesinato político, había producido a Miguel Ángel. Suiza, el país de la paz, el orden y las vacas, había producido el reloj de cucú.

No recuerdo cómo fue recibida esta línea por el público ginebrino. Sé que yo me había mudado de la puritana pensión a una boardilla bohemia en la Place du Bourg du Four y desde allí, junto con un condiscípulo holandés, empecé a explorar el lado oscuro de la tierra de los cucúes, la vida nocturna de Ginebra. En ella abundaban los sub-Harry Lime en cabarets de mala reputación, prostitutas oxigenadas eternamente sentadas con sus perritos poodle en el café Canónica y un par de lindas bailarinas que el holandés y yo rápidamente convertimos en amigas íntimas. Mi felicidad se vio un tanto empañada, sin embargo, cuando pedí una cita sabatina con la bailarina, quien me dio la respuesta siguiente: «No, el sábado es el día de mi marido.»

Ah, el espectro de Calvino. ¿Ni siquiera las bailarinas de cabaret eran más que relojes de cucú animados?

Después de todo, ¿tendría razón Harry Lime?

Había leído la novela de Joseph Conrad, Bajo la mirada de Occidente, antes de venir a Ginebra. El libro evocaba para mí una ciudad de intriga política, hormigueante de exiliados rusos y temibles anarquistas. Pero aun en la atmósfera de invernadero trágico descrita por Conrad, había una similitud con la tierra del cucú: la protagonista Sofía Antonovna le dice al traidor Razumov: -Recuerda, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía.¿Pudo haber añadido, «y los suizos también»? Como mexicano, no me gustaban las generalizaciones sobre mi país o cualquier otro (salvo los Estados Unidos: soy puro mexicano). Leyendo a Conrad en Ginebra, sólo pude repetir con él que «hay fantasmas vivos así como los hay muertos».

Entonces, en el verano de 1950, fui invitado por unos viejos y queridos amigos germano-mexicanos, los Wagenecht, a visitarlos en Zurich. Nunca había estado en esa ciudad y tenía la idea preconcebida de que era la corona misma de la prosperidad suiza que tan brutalmente contrastaba con la otra Europa, la convaleciente de la guerra, Londres sujeta aún a racionamientos de los artículos básicos, Viena ocupada por las cuatro potencias vencedoras, Colonia bombardeada, Italia sin calefacción, sus trenes de tercera colmados de hombres con pantalones raídos cargando maletas atadas con mecates, los niños recogiendo colillas de cigarros en las calles de Genova, Nápoles, Milán…

Era una bella ciudad, Zurich. Los dulces días de junio dejaban escapar el aliento moribundo de mayo y anunciaban el inminente calor de julio. Era difícil separar al lago del cielo, como si las aguas se hubieran transformado en aire puro, y el firmamento en un espejo más del lago. Era imposible resistir el sentimiento de tranquilidad, dignidad y reserva que hacía resaltar aún más la belleza física del entorno. Me pregunté, ¿dónde están los gnomos, dónde tienen escondido el oro?, ¿en esta ciudad donde se suponía que los nibelungos se hacían visibles, vestidos de chaqué y con sombreros de copa, como en las caricaturas de George Grosz?

He de admitir que mi ironía potencial, bien fundada en las riberas del lago Leman, se vino abajo una noche en que mis amigos me invitaron a cenar en el Hotel Baur-au-Lac junto al lago. El restorán era una balsa, una terraza flotante sobre el lago. Se llegaba a él por una pasarela. Lo iluminaban linternas chinas y velas trémulas. Desdoblé mi tiesa servilleta blanca entre el tintineo apacible de plata y vidrio, levanté la mirada y vi al grupo sentado en la mesa de al lado.

Tres damas cenaban con un caballero maduro, un hombre de más de setenta años, tieso y elegante como las servilletas almidonadas, vestido con saco blanco cruzado e inmaculadas camisa y corbata. Sus dedos largos y delicados rebanaban un faisán frío con minuciosa cortesía. Aun mientras comía, parecía envergado como una vela, con una rigidez militar. Su rostro mostraba «una fatiga creciente». Pero el orgullo fijo en sus labios y mandíbulas desesperadamente trataba de ocultar el cansancio. Sus ojos brillaban con «el fogoso juego del capricho».

Mientras las luces de carnaval de esa noche de verano en Zurich jugaban con luces propias sobre las facciones que al fin reconocí, el rostro de Thomas Mann era un teatro de emociones calladas, implícitas. Comía y dejaba que las señoras hablasen; él era, ante mi fascinada mirada, el creador de tiempos y espacios en los que la soledad es la madre de una «belleza poco familiar y peligrosa», pero también el alma de lo perverso e ilícito. No supe medir la verdad de mi intuición, esa noche de mi juvenil y distante encuentro con un autor que, literalmente, había dado forma a los escritores de mi generación. De Los Buddenbrooks a las grandes novelas cortas a La montaña mágica, Thomas Mann había sido el amarre más seguro de nuestra atracción literaria latinoamericana hacia Europa. Porque si Joyce era Irlanda y la lengua inglesa, y Proust, Francia y la lengua francesa, Mann era más que Alemania y la lengua alemana. Como jóvenes lectores de Broch, Musil, Schnitzier, Joseph Roth, Kafka y Lernet-Hollenia, sabíamos que «la lengua alemana» era algo más que «Alemania»; era la lengua de Viena y Praga y Zurich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes. A nuestros jóvenes ojos latinoamericanos, Mann era ya lo que un día Jacques Derrida habría de llamar «La Europa que es lo que ha sido prometido en nombre de Europa». Mirando esa noche a Mann cenando en Zurich, se fundieron para siempre en mi cabeza los dos espacios del espíritu, Europa y Zurich. Gracias a este encuentro-desencuentro, esa misma noche coroné a Zurich como la verdadera capital de Europa.

Era curioso. Era impertinente. ¿Me atrevería a acercarme a Thomas Mann, yo, un estudiante mexicano de veintiún años con muchas lecturas entre pecho y espalda pero con todas las inhabilidades de una sofisticación social e intelectual muy lejos de mis manos? En un ensayo memorable Susan Sontag ha recordado cómo ella, aún más joven que yo, penetró el santo de los santos de la casa de Thomas Mann en Los Ángeles en los años cuarenta y descubrió que tenía bien poco que decir, pero mucho que observar. Yo no tenía nada que decir pero, como Sontag, mucho que observar.

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