Carlos Fuentes - En Esto Creo

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A su vasta y primordial obra, Carlos Fuentes aporta ahora un nuevo y singular libro que se convertirá en un clásico en su género. Especie original de autobiografía literaria que, como en un diccionario de la vida, se construye con cuarenta y una voces, de la A a la Z, que van de Amistad a Zurich, pasando por Balzac, Buñuel, Cine, Familia, Faulkner, Hijos, Izquierda, Jesús, Muerte, Novela, Política, Quijote, Revolución, Sexo, Velázquez, Wittgenstein, Yo…
Acto de fe en los valores humanos, bitácora de vuelo de las grandes ideas, diario de navegación de las experiencias fundamentales, en estas páginas se recorta el perfil de un escritor contemporáneo excepcional, que desde el dominio inigualable de nuestra lengua ha ingresado en la literatura universal de todos los tiempos.
De modo paralelo a sus amplias y varias creaciones narrativas, que llevan implícitas en sí mismas una dimensión ensayística, Carlos Fuentes ha ido construyendo una extensa y fundacional obra de ensayista puro, a la vez recapitulador de su experiencia y reinterpretador del mundo circundante, en la tradición que inauguró Montaigne. En esto creo supone el compendio de una trayectoria de escritor reflexivo, y la respuesta de un teórico lúcido y combativo a las acuciantes interrogaciones de la vida contemporánea.

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Me complace Londres, donde escribo en paz porque nadie me llama y nadie me conoce. Miro por la ventana. No saldré a la lluvia pertinaz. Mi viaje es mi escritorio. Mi trópico es de papel. Oigo un insólito teléfono. El contestador se encargará de atestiguar mi ausencia. Estoy. No estoy. Escribo y escribo. Todo lo que necesito oír y entender lo oigo y escucho por boca de mi media docena de amigos ingleses.

No puedo abandonar, de todas maneras, las ciudades que me vieron crecer, me marcaron y me educaron. Panamá que se dice a sí misma Corazón del Mundo y Puente del Universo y es sólo una cicatriz de mar en la selva. Montevideo que yo conocí sin rascacielos pero con gracia antigua, perfecta capital ideada para sus escritores más que por sus escritores: Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti y el fantasma de Lautréamont… Y Quito el dorado doblón ecuatorial cuyos habitantes solo piden: «En la tierra, Quito, y en el cielo, un hoyito para ver a Quito.» Y la ciudad maravillosa. Río de Janeiro, donde, digo, aprendí literatura sentado en las rodillas de Alfonso Reyes, pues ¿no es la literatura la mentira que nos revela la verdad en una ciudad jánica, ese «no de enero, río de enero, fuiste río y eres mar», que canto el propio Reyes? Santiago de Chile donde hermané para siempre libertad y poesía. Santiago del Frente Popular y las mujeres hermosas con miradas de uvas y colegios de disciplina británica donde la indisciplina de querer escribir se volvía orden y lección de constancia frente a la abrumadora obligación de demostrar todos los días que Waterloo se ganó en los campos deportivos de Eton… Buenos Aires donde me hice hombre y amé y circulé libremente y leí a Borges y me negué a repetir las consignas fascistas del régimen y entendí por qué el tango es un pensamiento triste que se baila y por qué un hombre podía enamorarse hasta el deshonor por Mecha Ortiz o Tita Merello. Junto al río color de león. dijo Lugones Buenos Aires es una ciudad fundada dos veces, la ciudad donde se encontraron el Atlántico y la Pampa igualmente vastos y sin facciones, dándoselas a Buenos Aires ciudad privilegiada por la distancia, la ausencia, la melancolía de ser única, no parecerse a nada y cargar con la cruz de querer ser otra, París o Babel. Si no hay ciudad más sólida, construida y «hecha» en América Latina. tampoco hay ciudad más desvanecida en la bruma de su lenguaje, su literatura, su música pasajera, no la hay más herida por sus promesas rotas, sus crueldades inimaginables, sus desaparecidos, sus torturas, sus sevicias que no alcanzan a compensar el asombro carnavalesco de sus dictadores, sus santas embalsamadas, sus bailarinas presidenciales, sus brujos áulicos. Que Buenos Aires lo soporte todo y siga viviendo se debe, acaso, a que es una ciudad que existe de milagro, porque no se la comieron los caníbales y por eso Buenos Aires come bife. Fundada dos veces, puede refundarse cien veces.

Washington fue la ciudad de mi infancia, con vacaciones de verano en México a cargo de mis espléndidas, valientes abuelas. Washington se quedó en mí, sin embargo, como un largo verano ardiente, faulkneriano, con olor de sudores negros, de parques corruptos, de ríos lentos y pesados, de raspados con sabor de frambuesa, de cines ardientes donde Hollywood escondía la miseria de la Depresión detrás del encanto erótico de Fred y Ginger bailando, la desopilante comedia anarquista de Laurel y Hardy, la maravillosa reinvención de una Eva cómica, accesible e irónica en Irene Dunne y Carole Lombard, a cambio de la inaccesible distancia sexual de las divas europeas, Greta y Marlene. ¿Por qué recuerdo todo esto en un verano que apenas viví y no en un invierno en que iba en trineo a la escuela y recibía la recompensa de dos inolvidables idas al cine, de la mano de mi padre, por semana?

Hoy detesto Washington. Todo lo que era grande en mi niñez se volvió enano en mi vejez: los parques, las avenidas, las casas, la política, los políticos… Comparable a un gran cementerio de mausoleos griegos, Washington, como Buenos Aires, es ciudad inventada, sin preexistencia. Pero si Buenos Aires conjuga pampa y océano con letra de Cortázar y música de Discépolo y voz de Goyeneche, Washington es sólo cementerio hacia la vasta nada de la carretera número uno que va del Atlántico al Pacífico, de la entrada europea a la salida asiática, de un Nueva York cada vez más repetitivo, arrogante y grosero y paradójicamente, más amistoso, original y afable, pero siempre Gotham, la ciudad de la energía insoportable que se nos impone, nos chupa la existencia, nos hace creer que su vitalidad es la de nosotros, pasivos y engañados por el torbellino de la Gran Manzana y su pesadilla de cócteles donde nadie le dedica a nadie más de una mirada o dos segundos de conversación, pero donde una proyección de la película Hamlet provoca, en el intermedio, el más animado e inteligente debate de un público de gente joven…

Acaso mi actual distancia de Nueva York se deba a mi anterior cercanía. El Nueva York que yo viví en los sesenta era un espacio tribal de reconocimientos juveniles. Éramos banda de amigos, compartíamos mujeres, lecturas, bares. Nos unía el fervor entusiasta de la época. Nos unía el descubrimiento mutuo de la nueva literatura de Hispanoamérica por los norteamericanos y de Norteamérica por los latinoamericanos. Manhattan se extendía hasta la punta de Long Island y su tribu de jóvenes y vitales dramaturgos, hasta Martha’s Vineyard y de vuelta a la Segunda Avenida para recalar cada noche en los feudos de Elaine y sus habitués, y las gloriosas muchachas que estrenaban minifaldas, luengas melenas y cuerpos ondulantes al ritmo del watusi entre las luces y sombras del Peppermint Lo unge antes de amanecer melancólicamente oyendo al genial Cannonball Adderley y recompensar lo que nos pudo faltar de noche con mañanas de verano en lechos de penumbra dejando apenas pasar un calor de julio filtrado por las sombras frescas de una juventud que imaginábamos interminable… Como no he vuelto a encontrar lo que sólo puedo evocar, culpo injustamente a una ciudad que sentí tan mía y que hoy se me ha vuelto tan ajena. ¿Quién toca hoy la flauta africana del melancólico Hermano Yusef Lateef en una ciudad entregada a la celebridad, el dinero y el desdén darwiniano? Oh paradoja: la primera y la única potencia mundial, tan pagada de sí misma, se da el lujo de desdeñar la información internacional. Salvo en las dos costas -Nueva York y Los Ángeles- se buscarán en vano las noticias del mundo en prensa o televisión.

Y un día terrible -el 11 de septiembre de 2001- el horror despierta a Manhattan, desvanece todas sus liturgias egoístas y resucita todas sus solidaridades, todos sus heroísmos, toda su fraternidad humana en la hora del terror. ¿Por cuánto tiempo? No lo sé. Sólo sé que nada puede vencer la energía de Nueva York.

Toma más tiempo volar de Nueva York a Los Ángeles que a Londres o París. Un Los Ángeles cada vez más perdido en su enjambre de carreteras y en su azoro continental: ¡cómo es posible!, aquí se acabó América, aquí todo se derrumba hacia el mar y ya no hay más frontera que conquistar. California, the slide area. Y en medio del continente, brilla una gran ciudad enamorada y amorosa, ciudad que se quiere a sí misma y se hace querer por el visitante, Chicago, that toddlin’ town, la ciudad de los hombros grandes, donde los hombres sacan a bailar a sus esposas…

El espacio norteamericano impone las generalizaciones de la uniformidad, el vacío, el inmenso y tedioso llano, la ignorancia, la falta de información, el provincialismo… Pero ello mismo impulsa a buscar cuanto desmienta el lugar común, celebrando el hallazgo de una casa desconocida de Frank Lloyd Wright en las llanuras del Medio Oeste, el maravilloso retrato de Pedro Romero, el fundador del toreo moderno, pintado por Goya, en Fort Worth, la librería más vasta y completa del mundo entre las rías bellísimas de Portland, Oregón, Richard Ford en una calle de sencillez, evocación y elegancias calladas de Nueva Orleans, William Styron y su perro caminando por las playas de las viejas islas balleneras de Massachusetts, el perfecto Martini del Hotel Plaza, Dorothea Straus conquistando cada tarde las calles de Manhattan con paso de amazona y atuendo de Belle Époque, un burdel de maricas chinos en San Francisco, los manuscritos originales de la colonia española en la Biblioteca Ann Arbor, las risas cantarinas y los senos cálidos de las chicas de Boulder, Colorado, el perfil orgulloso de un estudiante chicano en San Antonio, Texas, el olor embriagante de la tinta, la madera, el cuero y el barniz en la Biblioteca Widener de Harvard, la irónica sabiduría de los grandes demócratas, Arthur Schlessinger, John Kenneth Galbraith.

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