Entonces oigo la voz sardónica de Schopenhauer, «Intenta por una vez ser enteramente naturaleza», y salgo de mi sueño de calendario, de mi embeleso culpable, de mi indeseada separación de quienes gozan sin reservas de las bellezas naturales. ¿Qué falla interna me impide hablarle con el amor deseado y deseable a la naturaleza? La admiro, pero la temo. La envidio. Todos los seres y cosas naturales parecen estar en su sitio. Los seres humanos nos desplazamos, queremos ser otra cosa, estar en otro lugar, inconformes siempre, como no lo son el cañón del Colorado o las cataratas del río Zambeze o los tigres de Bengala, si es que aún queda alguno. Aun las especies migratorias cumplen ciclos de eterno retorno comparables al bellísimo reflorecer del cornejo. Sí, admiramos un orden de la belleza natural. Pero sabemos que hay una catástrofe detrás de su creación. Y tememos que la siguiente catástrofe no la genere la naturaleza misma, con todos los peligros y salvajes tumultos que encierra, sino un apocalipsis peor que cualquier terremoto o marejada: la venganza final del ser humano contra la naturaleza. Hoy, por primera vez, tenemos la sospecha verificable de que podemos morir, la naturaleza y nosotros, al mismo tiempo. Antes, fuese cual fuese el desafío de la naturaleza -quédate, abandóname-, sabíamos que ella nos sobreviviría. La muerte del ser humano, inevitable, la asume hoy una naturaleza que, hasta ahora, nos ha consolado porque sobrevive. Hoy, nuestra locura puede obrar esta catástrofe simultánea. Muero yo y la naturaleza conmigo. Aprés nous, le néant…
Nunca he creído en una edad de oro bucólica a la cual debamos, un día, regresar para ser como, en el origen, completos. La Edad de Oro primigenia, sueño explícito de Ovidio que recoge, casi verbatim. Don Quijote reunido con los cabreros:
¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío! Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes… Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia… No había la fraude, el engaño ni la malicia…
Se trata de un sueño regresivo, que nos devuelve a la ilusión de lo que nunca fue. Le atribuimos a la naturaleza original las virtudes que hemos perdido pero que quisiéramos restaurar. Es un sueño revolucionario: dar la vuelta al origen para encontrar la promesa del futuro. Éste, al cabo, se convierte en encarnación deseada de la utopía, más que en pretexto rememorado del origen. El retorno a la naturaleza es, también, el sueño del Nuevo Mundo. América es inventada (deseada, descubierta) por Europa para que en otra parte, en una là-bas ideal, renazca la sociedad natural perfecta soñada por el Renacimiento (Moro, Campanella, Bacon, Shakespeare, Cervantes) pero negada por el propio Renacimiento. En Europa, por la realpolitik, Maquiavelo, los Borgia y el poder sin responsabilidad; los Fugger y el dinero con interés; Lutero y la guerra religiosa con nacionalismo; Isabel, Fernando y la intolerancia racial. La terrible Guerra de los Treinta Años y sus madres coraje arrastrando los harapos y comiendo los mendrugos de la ilusión: en esta imagen de Brecht termina el Renacimiento.
América se convierte en la contradicción de Europa, en su Utopía. Pero utopos es el lugar que no existe. ¿Cómo puede América, lugar que sí existe, ser el lugar que no existe, salvo en la imaginación? De Vespucio, Colón y los Cronistas de Indias a Neruda, Carpentier y García Márquez, aparecemos como la Utopía de Europa, del retorno feliz a la tierra del origen. Neruda canta generalmente a una idílica América prehispánica (pero a la cual los burdos conquistadores, aunque se llevaran el oro de las minas, nos dejaron el oro del lenguaje).
Carpentier se remonta en el tiempo viajando a la semilla de las civilizaciones en el surtidor del Orinoco. Pero es García Márquez quien, después de describir el paraíso recobrado, cierra con candado las puertas del regreso. Los pueblos que han vivido los simbólicos «cien años de soledad», no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra. La oportunidad, implica García Márquez, de regresar a utopos, aunque la oportunidad, eso sí, de construir una mejor ciudad, una civitas latinoamericana, en el futuro. La utopía recupera así su rostro verdadero. Es proyecto de porvenir.
Pero el sueño de la edad de oro persiste. Tiene que haber un tiempo original de felicidad y concordia naturales. Aunque vivamos en la desgracia, debimos nacer en la alegría. Una madre amantísima, abrazando por igual a todos sus hijos sin distingos de ninguna clase, debió preceder al patriarcado maldito que impone la ley del más fuerte, designa primogénito, heredad, propiedad, límites y guerras para defenderlos… Aunque esta tesis fuera cierta, no dejo de pensar que, como obra humana, matriarcado y patriarcado le son perfectamente indiferentes a la naturaleza. Quizás nosotros suframos de los ultrajes que imponemos a la naturaleza. Podemos tener la seguridad de que la naturaleza se desinteresa soberanamente de nuestra fragilidad, de nuestra vulnerabilidad, nuestra desaparición fatal… La puesta de sol no sabe que es bella. El cañón del Colorado no se sabe majestuoso.
Soy bicho de pavimento. Prefiero las ciudades porque ni ellas ni yo nos hacemos ilusiones sobre nuestra permanencia. Una ciudad es una tribu accidental, dijo Dostoyevsky. Pero en esa accidental tribu, por su azarosa condición, por su accidentada circulación, identifico mucho más mi condición mortal, mi precaria suerte, que con una naturaleza idealizada hasta las cimas de la felicidad y la inmortalidad, sólo para caer una y otra vez en las simas de la barbarie más destructiva. La naturaleza posee una engañosa belleza. La urbe es hostil y no lo esconde. La belleza natural puede ser infiel: la hermosa máscara de un caos original o inminente. Por eso admiro, aunque temo, a la ciudad como respuesta a la naturaleza, sitio de tumulto y jungla. ¿No caen las ciudades, con facilidad, en lo mismo que tememos en la intemperie natural: la selva selvaggia?. Sólo que la selva urbana es nuestra hechura.
Las ciudades peligran, las ciudades caen de rodillas, enferman, mueren. Nuestro siglo, como ninguno otro, ha demostrado cómo eliminar ciudades enteras. Ni Escipión frente a Numancia o Cartago ha destruido ciudades con tanta saña y eficacia técnica como nuestro tiempo, de Sarajevo a Sarajevo, y en medio Verdún y Guernica, Chunking y Dresden, Hiroshima y Bagdad… La historia es urbanicida. Algunas ciudades sobreviven. Otras desaparecen para siempre. Ya no hay Babilonia. El Cuzco de los Incas es un espectro. La Tenochtitlan de los aztecas es un subsuelo pétreo y tembloroso sobre el cual se alzan las sucesivas ciudades de México, la indígena, la barroca, la neoclásica, la decimonónica, la moderna. Roma va añadiendo capas casi geológicas a su edad antigua. Éstas son las ciudades parcialmente subterráneas. Invitan a penetrar sus laberintos. Es posible perderse en ellos y nunca volver a ver el sol.
Amo las ciudades que en vez de hundirse o esconderse, se extienden, se muestran, se explayan como joyas sobre terciopelo. París es la ciudad perfecta en este sentido. Cambia pero no se esconde. Se expande, pero no se esfuma. Los viejos amantes de la ciudad podemos reclamar, aquí y allá, la desaparición de tal librería, de tal café, de tal mercado… Pero en su esencia, París no cambia. Las referencias literarias y musicales siguen siempre allí. Una novela de Balzac es una novela de Proust es una novela de Le Clézio. Un poema de Villon es un poema de Apollinaire es un poema de Prévert. Una canción de Piaf. de Patachou, de Jean Sablón o Georges Brassens, de la maravillosa Barbara, nunca envejece. Los lugares citados son citados y sitiados para siempre por los nombres de Pigalle, Montparnasse, la Rué Le Pie, el Puente Mirabeau, la Place Dauphine donde caen para siempre las hojas muertas.
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