¿Qué es esto? ¿Por qué es esto? ¿Historia, prestigio, esprit, continuidad, evocaciones poderosas? No. Es luz. Decir «la Ciudad Luz» es un tópico que algunos ingenuos refieren al alumbrado público. No se dan cuenta de que se trata de un milagro. «Todas las tardes, en París, un minuto milagroso disipa los accidentes de la jornada -lluvia o bruma, canícula o nieve- para revelar, como en un paisaje de Corot, la esencia luminosa de la Isla de Francia» (Una familia lejana).
Paúl Morand, con quien compartí varias veces la piscina del Automobile Club de France en la Place de la Concorde, me decía que en su testamento había dejado dispuesto que su piel fuese utilizada como maleta a fin de seguir viajando eternamente. Venecia -o las Venecias, en plural- era una de las ciudades preferidas de este autonombrado «viudo de Europa». Venecia, más que una ciudad, era para Morand la confidente de su alma silenciosa, el retrato de un hombre en mil Venecias diferentes. Yo, que viví medio año frente a la Chiesa de San Bastian decorada por Veronese en esa mitad de las Venecias que es el Dorsoduro, siento a la Venecia como una ciudad que requiere ausencias para conservar su gloria, que es la del asombro. Tenemos los humanos una capacidad constante para convertir la maravilla en la rutina. Cuando me di cuenta de que atravesaba San Marco sin mirar nada más que la punta de mis zapatos, me fui de la costumbre para recuperar el asombro y recordar y escribir a Venecia como la ciudad donde ninguna huella de pisadas queda sobre la piedra o el agua.
En ese lugar de espejismos, no hay cabida para otro fantasma que el tiempo, y sus huellas son insensibles. La laguna desaparecería sin piedra que reflejar y la piedra sin aguas donde reflejarse. Poco pueden, he pensado, los cuerpos pasajeros de los hombres contra este encantamiento. Poco importa que seamos sólidos o espectrales.
Igual da. Venecia toda es un fantasma. No expide visas de entrada a favor de otros fantasmas. Nadie los reconocería por tales aquí. Y así, dejarían de serlo. Ningún fantasma se expone a tanto.
Praga y Cambridge, además de Venecia, son para mí las ciudades más bellas de Europa. Praga, la novia muerta del Ultava. Praga, la ciudad abandonada por sus escritores: Rilke, Werfel, Kundera, los exiliados que partieron a fin de romper «el maleficio de Praga». La ciudad de los guetos, de los aislamientos, de las murallas anímicas, de los territorios vedados, la ciudad de los documentos impersonales, donde el lenguaje verdadero es el del pasaporte, la tarjeta de identidad, el papel burocrático que decide quién es una persona y quién no lo es.
Hablo de la ciudad que visité, en el invierno de 1968, con Julio Cortázar y Gabriel García Márquez para apoyar a nuestro amigo Milán Kundera y la imposible batalla por la Primavera de Praga. Acaso no hay ciudad más hermosa, ni más triste, en el centro de Europa. El lugar más melancólico es el viejo cementerio judío, un terreno reducido, estrecho, asediado por edificios viejos y renegridos. En vez de expandirse, este cementerio se levanta: capa sobre capa de féretros, tierra sobre tierra. Un espectro geológico del mundo hebreo de Bohemia. Hojas muertas, tierra negra y tumbas negras, en desarreglo. Las tumbas de Praga son como un tótem. Es necesario cavar como un topo a fin de llegar al último hombre enterrado allí. Se llama Gregorio Samsa. No se mueve. Está suspendido sobre el vacío de su tumba que es precipicio urbano y agarrado con pies y manos sobre el vacío de Praga, la madrecita con uñas, como decía Kafka. Pero, ¿hay otro espacio urbano que tan majestuosamente, con tan admirable unidad, conserve en pureza la fisonomía, cambiante y única, que va de la Alta Edad Media al Barroco? Nada más distinto de Praga que la belleza de Cambridge, cuyas «espaldas» (the backs of Cambridge) son un collar de joyas preciosas, una parada sucesiva de arquitecturas serenas, inmortales, alabables sin tregua: de St. Johns a Trinity a King’s College a Queen’s y Peterhouse, no creo que exista conjunto universitario que aúne tanta hermosura con tanto servicio, tanta tradición con tanta creación. Ésta es la universidad de Erasmo y de Samuel Pepys, de Wordsworth y de Byron. Allí está el árbol de donde le cayó, gravemente, la manzana a Isaac Newton. Pero si un artista resume para mí las simetrías secretas de Cambridge, él es Christopher Wren y yo no he pasado año más perfecto de mi vida que leyendo y escribiendo y mirando de mi estudio en Trinity College sobre el cuadrilátero asimétrico de la Neville ’s Court de Wren. He dicho bien: una asimetría que, rompiendo la aparente simetría de Cambridge, abre la puerta de un misterio que se llama arquitectura como profecía del pasado… Cambridge asimila al habitante, más que al visitante, a una vida de trabajo, disciplina y goces compartidos tanto por la soledad como por la compañía. No he conocido cuerpo estudiantil más enterado y alerta que el de Cambridge. Y no hay sucesión arquitectónica ininterrumpida más bella que esas espaldas de Cambridge. Acompaña la serenidad entera de la arquitectura inmóvil el cielo más veloz que mis ojos hayan contemplado. Es un puro deleite recostarse en un prado de Cambridge, las manos unidas en la nuca, y ver el paso de esas veloces «nubes de gloria» que William Wordsworth evoca en el grande poema del romanticismo inglés. El preludio, comparándolas con «nuestro hogar» divino, antes de que las sombras carcelarias del mundo empiecen a cercarnos…
Granada, Ronda, Córdoba, Salamanca, Santiago de Compostela. Oviedo, Ávila, Cáceres. Mi rosario de ciudades españolas va más allá de la belleza arquitectónica a una convicción humana. Imagino la ciudad europea ideal. Arquitectura italiana. Cocina francesa. Teatro inglés. Música alemana. Y llena de españoles. Una ciudad se califica por el número de amigos que en ella tenemos.
Y yo, fuera de la América Latina, no tengo ciudades con más amigos que las ciudades de España. Estoy en mi casa, en Madrid, Barcelona, Mallorca, Sevilla…
Regreso siempre a París -otra ciudad de amigos- porque allí la belleza y la vida se funden perfectamente.
No hay otra ciudad europea en la que haya vivido con más intensidad, política, intelectual, amatoria. Allí nació mi hijo, allí aprendí a amar a mi mujer. Hay ciudades que sólo visito -las del norte de Europa, las ciudades de los Estados Unidos-. Hay otras en las que vivo. México, como un acto de masoquismo amoroso, es mi ciudad más vivida. Es mi gente, es mi historia, es mi suplicio, es mi asfixia, es mi prueba, es mi desafío: recuérdame bella, dueña chica de la Nueva España, no me veas de rodillas, virgen de Guadalupe accesible, no me veas recostada, inaccesible puta de Orozco…
Escucho ecos de atabales sobre el ruido de motores y sinfonolas, entre el sedimento de los reptiles alhajados. Las serpientes, los animales con historia, dormitan en tus urnas. En tus ojos, brilla la jauría de los soles del trópico alto. En tu cuerpo, un cerco de púas. ¡No te rajes, manito! Saca tus pencas, afila tus cuchillos, niégate, no hables, no compadezcas, no mires. Deja que toda tu nostalgia emigre, todos tus cabos sueltos; comienza, todos los días en el parto. Y recobra la llama en el momento del rasgueo contenido, imperceptible, en el momento del organillo callejero, cuando parecería que todas tus memorias se hicieran más claras, se ciñeran. Recóbrala solo. Tus héroes no regresarán a ayudarte. Has venido a dar conmigo, sin saberlo, a esta meseta de joyas fúnebres. Aquí vivimos, en las calles se cruzan nuestros olores, de sudor y páchuli, de ladrillo nuevo y gas subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas. Jamás nos hemos hincado juntos, tú y yo, a recibir la misma hostia; desgarrados juntos, creados juntos, sólo morimos para nosotros, aislados. Aquí caímos. Qué le vamos a hacer. Aguantarnos, mano. A ver si algún día mis dedos tocan los tuyos. Ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad, ciudad puñado de alcantarillas, ciudad cristal de vahos y escarcha mineral, ciudad presencia de todos nuestros olvidos, ciudad de acantilados carnívoros, ciudad dolor inmóvil, ciudad de la brevedad inmensa, ciudad del sol detenido, ciudad de calcinaciones largas, ciudad a fuego lento, ciudad con el agua al cuello, ciudad del letargo pícaro, ciudad de los nervios negros, ciudad de los tres ombligos, ciudad de la risa gualda, ciudad del hedor torcido, ciudad rígida entre el aire y los gusanos, ciudad vieja en las luces, vieja ciudad en su cuna de aves agoreras, ciudad nueva junto al polvo esculpido, ciudad a la vera del cielo gigante, ciudad de barnices oscuros y pedrería, ciudad bajo el lodo esplendente, ciudad de víscera y cuerdas, ciudad de la derrota violada (la que no pudimos amamantar a la luz, la derrota secreta), ciudad del tianguis sumiso, carne de tinaja, ciudad reflexión de la furia, ciudad del fracaso ansiado, ciudad en tempestad de cúpulas, ciudad abrevadero de las fauces rígidas del hermano empapado de sed y costras, ciudad tejida en la amnesia, resurrección de infancias, encarnación de pluma, ciudad perra, ciudad famélica, suntuosa villa, ciudad lepra y cólera hundida, ciudad. Tuna incandescente. Águila sin alas. Serpiente de estrellas. Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire.
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