José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Historia del cerco de Lisboa: краткое содержание, описание и аннотация

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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Hace meses que Raimundo Silva no entra en el castillo, pero ahora va allí, acaba de decidirlo, aunque piense que, en definitiva, para eso salió de casa, o si no no se le habría ocurrido tan naturalmente la idea, su espíritu, recordemos, mostró un sentimiento de invencible repugnancia, de invencible resistencia a entrar en la cocina, pero lo hizo para llevarlo mejor al engaño, temió que a la sugerencia, Vamos al castillo, respondiera él de malos modos, Para hacer qué, y precisamente eso era lo que el espíritu o no sabía o no podía confesar. El viento sopla en ráfagas violentas, el pelo del corrector se agita en un remolino, los faldones de la gabardina restallan como sábanas mojadas. Es un disparate ir al castillo con un tiempo así, subir a las torres desabrigadas, puede incluso caerse en alguna de aquellas escaleras sin barandal, la ventaja es que no haya nadie, se puede disfrutar del sitio sin testigos, ver la ciudad, Raimundo Silva quiere ver la ciudad, aún no sabe para qué. La gran explanada está desierta, el suelo inundado de charcos que el viento empuja en minúsculas ondas, y los árboles gimen con las sacudidas del vendaval, esto es casi un ciclón, autorícese la exageración de esta expresión en ciudad que en el año mil novecientos cuarenta y uno sufrió los aun así más modestos efectos de una cola de tifón y todavía hoy habla de eso para quejarse de los perjuicios, como de aquí a cien años aún se quejará de que le haya ardido el Chiado. Raimundo Silva se acerca al muro, mira hacia abajo y a lo lejos, los tejados, las regiones superiores de las fachadas y de los aleros, a la izquierda el río sucio de barro, el arco triunfal de la Rua Augusta, la confusión de las calles cuadriculadas, un rincón u otro de una plaza, las ruinas del Carmo, las otras que quedaron del incendio. No permanece allí mucho tiempo, y no es porque le moleste demasiado el viento, oscuramente sabe que este su insólito paseo tiene un objetivo, no vino aquí para contemplar las torres de las Amoreiras, ya fue pesadilla suficiente que se le hayan aparecido en sueños. Entró en el castillo, siempre le sorprende que sea tan pequeño, una cosa que parece de juguete, como un lego, o un mecano. Los muros altos reducen el ímpetu mayor de la ventolera, la dividen en múltiples y contrarias corrientes que se engolfan por patios y pasajes. Raimundo Silva conoce los caminos, va a subir a la muralla por el lado de San Vicente, ver desde allí la disposición de los terrenos. Y allí está, el cabezo de la Graça, enfrentado a la torre más alta, y el rebaje hacia el Campo de Santa Clara, donde asentó acampada Don Afonso Henriques con sus soldados, que nuestros fueron, primeros padres de la nacionalidad, puesto que sus antepasados, por haber nacido demasiado pronto, portugueses no pudieron ser. Éste es un punto de genealogía que en general no merece consideración, averiguar lo que, no teniendo ninguna importancia, dio vida, lugar y ocasión a la importancia que pasó a tener lo que decimos que es importante.

No fue allí el encuentro de los cruzados con el rey, habrá sido allá abajo, al otro lado del estuario, pero lo que Raimundo Silva busca, si la expresión tiene sentido, es una impresión de tangibilidad visual, algo que no sabría definir, que, por ejemplo, podría haber hecho de él ahora mismo un soldado moro mirando las siluetas de los enemigos y el brillo de las espadas, pero que, en este caso, por un escondido camino mental, espera recibir, en demostrativa evidencia, el dato que al relato le falta, es decir, la causa indiscutible de que se marcharan los cruzados después de su rotundo No. El viento empuja y vuelve a empujar a Raimundo Silva, lo obliga a agarrarse a las almenas para mantener el equilibrio. En un momento dado, el corrector experimenta una sensación fuerte de ridículo, tiene consciencia de su postura escénica, mejor dicho, cinematográfica, la gabardina es manto medieval, el pelo suelto plumas, y el viento no es viento, sino corriente de aire producida por una máquina. Y es en ese preciso instante, cuando de una cierta manera se volvió inocente e indefenso por la ironía contra sí mismo dirigida, surgió en su espíritu, finalmente claro y también irónico, el motivo tan buscado, la razón del No, la justificación última e irrefutable de su atentado contra las históricas verdades. Ahora Raimundo Silva sabe por qué se negaron los cruzados a auxiliar a los portugueses a cercar y tomar la ciudad, y va a volver a casa para escribir la Historia del Cerco de Lisboa.

Dice la Historia del Cerco de Lisboa, la otra, que fue alborozo extremo entre los cruzados cuando hubo noticia de que venía el rey de Portugal para dar a conocer las propuestas con que pretendía atraer a la empresa a los esforzados combatientes que a Tierra Santa habían apuntado sus designios rescatadores, y dice también, fundamentándolo en la providencial fuente osbérnica, aunque no de Osberno, que casi todo aquel personal, ricos y pobres, así lo refiere explícitamente, oyendo que se aproximaba Don Afonso Henriques le fueron al encuentro festivamente, se entiende que sí, o sería que se quedaron a la espera, sin más, que tal es lo que acontece siempre en ayuntamientos de ésos, es decir, que en el resto de Europa, cuando viene el rey, corren todos a acortarle el camino, a recibirlo con palmas y vivas. Por suerte, esta explicación nos fue dada prestamente, morigeradora de las vanidades nacionales, no fuésemos a imaginar, ingenuamente, que los europeos de aquel tiempo, como los de ahora, ya se dejaban mover y conmover desmedidamente por un rey portugués, para colmo más de tan fresca data, porque viene ahí en su caballo con una tropa de gallegos como él, hidalgos unos, otros eclesiásticos, todos rústicos y poco instruidos. Quedamos sabiendo pues que la institución real aún tenía entonces prestigios bastantes para hacer salir a la gente a la calle, diciéndose unos a otros, Vamos a ver al rey, vamos a ver al rey, y el rey es este barbudo que huele a sudor, de armas sucias, y los caballos no pasan de acémilas peludas, sin raza, que a la batalla más van para morir que para florituras de alta escuela, pero, pese a ser todo en definitiva tan poco, no se debe perder la oportunidad, porque un rey que viene y va nunca se sabe si vuelve.

Venía pues Don Afonso Henriques, y los jefes de los cruzados, de quienes queda ya hecha mención completa, salva sea la insuficiencia de las fuentes, lo esperaban puestos en línea con algunas de sus gentes, porque el resto del ejército seguía en la flota a la espera de que los señores decidieran el destino que todos iban a tener, sin exclusión del suyo propio. Al rey lo acompañaban el arzobispo de Braga, João Peculiar, el obispo de aporto, Pedro Pitões, famosas lenguas para el latín, y una cantidad cabal de gente para formar, sin desdoro, el real séquito, y eran éstos Fernão Mendes, Fernão Cativo, Gonçalo Rodrigues, Martim Moniz, Paio Delgado, Pêro Viegas, también llamado Pêro Paz, Gocelino de Sousa, otro Gocelino, pero Sotero, o Soeiro, Mendo Afonso de Refoios, Múcio de Lamego, Pedro Pelagio, o Pais da Maia, João Rainho, o Ranha, y otros de los que no quedó registro, pero que estaban allí. Se acercaron los parlamentarios y, hechas las presentaciones, que tomaron su tiempo, pues aparte del nombre y los apellidos se enunciaban los atributos de señorío, anunció el obispo de aporto que el rey iba a discursear, y que él sería su fiel intérprete, según había jurado ante las leyes, la humana y la divina. Entretanto todos los de a caballo se habían bajado de las mulas, el rey se había subido a una piedra para estar más sobresaliente desde la cual, además, podría gozar de una magnífica vista sobre las cabezas de los cruzados, el estuario en toda su amplitud, las huertas abandonadas tras la asolación cometida por los portugueses que en los dos días anteriores hicieron razia general de frutas y verduras. Allá en lo alto, el castillo donde se distinguían minúsculas figuras en las almenas, y, descendiendo, la muralla de la ciudad, con sus dos puertas de este lado, la de Alfofa y la de Ferro, cerradas y atrancadas, detrás de ellas se presentía la inquietud de la gente mora murmurando, todavía a salvo, en qué iría a dar todo aquello, el río cuajado de barcos, y el ajuntamiento en la colina frontera, se veían los pendones y las flámulas ondeando al viento, bonito espectáculo, algunos fuegos ardiendo, no se sabe para qué, pues el tiempo está cálido y no es hora de comer, el almuédano oye las explicaciones que le está dando un sobrino y empieza a temer lo peor, manera de decir que lo malo aún sería más o menos soportable. Alzó entonces el rey la poderosa voz, Nosotros aquí, aunque vivamos en este culo del mundo, hemos oído grandes loores a vuestro respecto, que sois hombres de mucha fuerza y diestros en las armas lo más que se puede ser, y no lo dudamos, basta poner los ojos en las robustas complexiones que ostentáis, y en cuanto al talento para la guerra, nos fiamos del rol de vuestros hechos, tanto en lo religioso como en lo profano. Nosotros aquí, pese a las dificultades, que tanto nos vienen del ingrato suelo como de las varias imprevidencias de que padece el espíritu portugués en formación, vamos haciendo lo posible, ni siempre sardina ni siempre gallina, y para colmo hemos tenido la mala suerte de tener aquí a estos moros, gente de escasa riqueza si vamos a compararlos con los de Granada y Sevilla, por eso más vale echarlos de aquí de una vez para siempre, y en este punto se plantea una cuestión, un problema que paso a someter a vuestro criterio, y que es el siguiente, Realmente, lo que a nosotros nos convendría sería una ayuda así como gratuita, es decir, se quedan ustedes aquí durante un tiempo, a ayudar, y cuando todo esto acabe se conforman con una remuneración simbólica y siguen luego para los Santos Lugares, que allí serán pagados y repagados, tanto en bienes materiales, puesto que los turcos no se comparan en riqueza con estos moros, como en bienes espirituales, que se derraman sobre el creyente nada más que poniendo pie en esa tierra, Pedro Pitóes, mire que he aprendido el latín bastante para percibir cómo va la traducción, pero vosotros ahí, señores cruzados, por favor, no os impacientéis, que esto de la remuneración simbólica ha sido una manera de hablar, lo que yo quería decir es que para garantizar el futuro de la nación nos convendría mucho quedarnos con las riquezas todas que están en la ciudad, que no va a ser nada de asombro, pero es muy verdad el dicho que dice o llegará a decir, No hay mejor ayuda para el pobre que la del pobre, en fin, hablando se entiende la gente, nos dicen ustedes cuánto cobran por el servicio, y veremos luego si se puede llegar al precio, aunque mande la verdad que en todo habla por mi boca, yo tengo razones para pensar que, aunque no lleguemos a un acuerdo, solos seremos capaces de vencer a los moros y tomar la ciudad como hace tres meses tomamos Santarem con una escalera de mano y media docena de hombres, que habiendo entrado después el ejército, fue toda la población pasada a espada, hombres, mujeres y niños, sin diferencia de edades y de que tuvieren o no armas en mano, sólo escaparon los que consiguieron huir, y fueron pocos, ahora bien, si esto hicimos, también cercaríamos Lisboa, y si esto os digo no es porque desprecie vuestro auxilio, sino para que no nos veáis tan desprovistos de fuerzas y de coraje, y no he hablado aún de otras razones mejores, que es el contar nosotros, portugueses, con la ayuda de Nuestro Señor Jesús Cristo, cállate Afonso.

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