José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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Raimundo Silva miró el papel, Oíd pues, agarró el bolígrafo para continuar el relato, pero se dio cuenta de que tenía el cerebro vacío, otra vez una página blanca, o negra de palabras superpuestas, entrecruzadas, indescifrables. Después de lo declarado por Don Afonso Henriques, no tenía más opción que, con palabras suyas, contar el milagro de Ourique, introduciendo en él, claro está, la esperada porción de escepticismo moderno, por otra parte autorizada por el gran Alexandre Herculano *, y dando sueltas al lenguaje, aunque sin exceder el comedimiento, por no ser los correctores habituales heraldos de osadías en materia tan vigilada por la opinión pública. Sin embargo, se quebró la tensión, o fue sustituida por otra, tal vez el impulso regresase más tarde, en horas nocturnas, como una inspiración nueva, que dicen autoridades que nada se puede hacer sin ella. Raimundo Silva ha oído que, en casos así, lo mejor es no forzar lo que llamamos la naturaleza, dejar que el cuerpo siga la fatiga del espíritu, sobre todo que no luchen uno contra otro, por heroicas y edificantes que sean las historias de tales batallas, y ésa es una opinión sabia, aunque no la más favorecida por aquellos que sobre todo tienen ideas en cuanto a lo que cada uno de nosotros ha de hacer, pero mucha menos voluntad de usarlas en sí mismos. El rey sigue anunciando, Oíd pues, pero es un disco rayado que se repite, se repite, hipnóticamente se repite. Raimundo Silva se frota los ojos cansados, la página del cerebro está en blanco, está escrita por la mitad, con la mano derecha coge la Crónica de Don Afonso Henriques, de Frei António Brandão, que ha de venir a servirle de guía cuando, esta noche o mañana, vuelva al relato, y, no siendo capaz de escribir ahora, lee para enterarse del mítico episodio, es el segundo capítulo, No eran de calidad las cosas que traía entre manos el esforzado príncipe Don Afonso Henriques que le consintieran tomar mucho reposo, ni los pensamientos ocupados en la grandeza del negocio presente daban lugar a poderse aquietar y tomar alivio. Y así, para divertir de algún modo aquella molestia, echó mano a una Biblia sacra, la cual en su tienda tenía, y, empezando a leer en ella, la primera cosa que encontró fue la victoria de Gedeón, insigne capitán del pueblo judaico, quien, con trescientos soldados, rompió a los cuatro reyes madianitas con sus ejércitos, pasando a espada ciento veinte mil hombres, sin contar muchos otros que murieron en el alcance. Alegre el infante con tan buen encuentro, y tomando de esta victoria pronóstico feliz de la que esperaba, se confirmó más en la resolución de dar batalla, y, con el corazón inflamado y los ojos puestos en el cielo, rompió en estas palabras: Bien sabéis vos, mi Señor Jesús Cristo, que por vuestro servicio y por la exaltación de vuestro santo nombre emprendí esta guerra contra vuestros enemigos; Vos, que sois todopoderoso, ayudadme en ella, animad y dad esfuerzo a mis soldados para que los venzamos, pues son blasfemadores de vuestro santísimo nombre. Dichas estas palabras le sobrevino un blando sueño, y comenzó a soñar que veía a un viejo de venerable presencia, el cual le decía que tuviera buen ánimo, porque ciertamente vencería en aquella batalla, y con evidente señal de ser amado y favorecido por Dios vería con sus ojos antes de entrar en ella al Salvador del mundo, el cual lo quería honrar con su soberana visión. Estando el infante en este alegre sueño, ni muy durmiendo, ni del todo despierto, entró en la tienda João Fernandes de Sousa, de su cámara, y le hizo saber cómo hasta allí había llegado un hombre viejo, el cual pedía audiencia y, según daba a entender, era sobre negocio de mucha importancia. Mandó el infante que entrase si era cristiano, y, en cuanto lo vio, reconoció en él al mismo que acababa de ver en sueños, con lo que quedó sumamente consolado. El buen viejo repitió al infante las mismas palabras que en sueños había oído, y, certificándolo de la victoria y de la aparición de Cristo, añadió que tuviera mucha confianza en el Señor, por ser de Él amado, y que en él y en sus descendientes había puesto los ojos de su misericordia hasta la decimosexta generación, en que se atenuaría la descendencia, pero en ella aún en ese estado pondría el Señor sus ojos, y la habría. Que de parte del mismo Señor le advertía que, cuando en la siguiente noche oyera tocar la campana de su ermita, en la que moraba hacía setenta años guardado por particular favor del Altísimo, saliera al campo, porque le quería Dios mostrar la grandeza de su misericordia. Oyendo el católico príncipe tan soberana embajada, trató al embajador con veneración y dio a Dios con profundísima humildad infinitas gracias. Salió fuera de la tienda el buen viejo y volvió a su ermita, y el infante, esperando la señal prometida, gastó en oración fervorosa todo el espacio de la noche hasta la segunda vigía, en la que oyó el son de la campana, armado entonces con su escudo y espada salió fuera del campamento, y, poniendo los ojos en el Cielo, vio de la parte oriental un resplandor hermosísimo, el cual poco a poco iba dilatándose y haciéndose mayor. En medio de él vio la salutífera señal de la Santa Cruz, y en ella clavado al Redentor del mundo, acompañado en circuito de gran multitud de ángeles, los cuales en figura de mancebos hermosísimos aparecían ornados de vestiduras blancas y resplandecientes, y pudo notar el infante ser la Cruz de grandeza extraordinaria, y estar levantada sobre la tierra casi diez codos. Con el asombro de visión tan maravillosa, con el temor, y la reverencia debidos a la presencia del Salvador, depuso el infante las armas que llevaba, se quitó la vestidura real, y descalzo se postró en tierra y, con abundancia de lágrimas comenzó a rogar al Señor por sus vasallos, y dijo: ¿Qué merecimientos hallaste, mi Dios, en un tan gran pecador como yo, para enriquecerme con merced tan soberana? Si lo hacéis para acrecentar mi fe, parece no ser ello necesario, pues os conozco desde la fuente del Bautismo como Dios verdadero, hijo de la Virgen sagrada, según la humanidad, y del Padre Eterno por generación divina. Mejor sería participar a los infieles la grandeza de esta maravilla, para que, abominando de sus errores, os conocieran. El Señor entonces, con suave tono de voz que el príncipe puede bien alcanzar, le dijo estas palabras: No me he aparecido de este modo para acrecentar tu fe, sino para fortalecer tu corazón en esta empresa y fundar los inicios de tu Reino en piedra firmísima. Ten confianza, porque no sólo vencerás esta batalla sino todas las más que dieres a los enemigos de la Fe católica. Tu gente hallarás pronta a la guerra, y con gran ánimo te pedirán que con título de rey comiences esta batalla; no dudes en aceptarlo, pero concede libremente la petición porque yo soy el fundador y destructor de los Imperios del mundo, y en ti y en tu generación quiero fundar para mí un reino en cuya industria será mi nombre notificado a gentes extrañas. Y para que tus descendientes conozcan de qué mano reciben el reino, comprarás tus armas al precio con que compré al género humano, el de aquel por el que fui comprado de los judíos, y quedará este reino santificado, amado por mí por la pureza de la Fe y la excelencia de la piedad. El infante Don Afonso, cuando oyó tan singular promesa, se postró de nuevo en tierra y, adorando al Señor, le dijo: ¿En qué merecimientos fundáis, mi Dios, una piedad tan extraordinaria como la que usáis conmigo? Pero ya que así es, poned los ojos de vuestra misericordia en los sucesores que me prometéis, conservad libre de peligros a la gente portuguesa, y, si contra ella tenéis algún castigo ordenado, os pido me lo deis antes a mí y a mis descendientes, y quede a salvo este pueblo a quien amo como a hijo único. A todo dio el Señor respuesta favorable, diciendo cómo nunca de él ni de los suyos apartaría los ojos de su misericordia, porque los había escogido como sus obreros y segadores para hacerle gran siembra en regiones apartadas. Con esto desapareció la visión, y el infante Don Afonso, lleno de fortaleza y de los júbilos del alma que se dejan entender, dio vuelta hacia el campo y se recogió en su tienda.

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