Raimundo Silva se levantó de la mesa, pasea por el pequeño espacio libre del despacho, va al corredor para desahogarse más ligeramente de la tensión de nueva especie que se está apoderando de él, y en voz alta piensa, El problema no es éste, aunque hubiese sido tal la causa de las diferencias entre los cruzados y el rey, es realmente más probable que todo aquel conflicto, insultos, desconfianzas, ayudamos, no ayudamos, tuviese como raíz la cuestión de la paga de los servicios, el rey queriendo ahorrar, los cruzados intentando sacar lo más posible, pero el problema que yo tengo que resolver es otro, cuando escribí No, los cruzados se fueron de inmediato, por eso no me sirve de nada buscar respuesta al Porqué en la historia que llaman verdadera, tengo que inventar yo mismo otra para que pueda ser falsa, y falsa para que pueda ser otra. Se cansó del ir y venir por el corredor, volvió al despacho, pero no se sentó, miró con nerviosa irritación las pocas líneas que habían quedado del destrozo, seis hojas, una tras otra, fueron rasgadas, y las enmiendas, las enmiendas como cicatrices por cerrar. Se daba cuenta de que mientras no resolviese la dificultad no sería capaz de avanzar, y se sorprendía, acostumbrado como estaba a que en los libros todo pareciese tan fácil, espontáneo, casi necesario, no porque efectivamente lo fuese, sino porque cualquier escrito, bueno o malo, siempre acaba por presentarse como una cristalización predeterminada, aunque no se sepa cómo ni cuándo ni por qué ni por quién, se sorprendía, decíamos, porque a él no se le ocurría lo que sería simplemente la idea siguiente, la idea que naturalmente debía haber nacido de la idea anterior, y, al contrario, se le negaba, o ni eso, simplemente no estaba allí, no existía, ni siquiera como probabilidad. La séptima hoja fue rasgada también, la mesa volvió a quedar limpia, lisa, tabla dos veces rasa, un desierto, ninguna idea. Raimundo Silva tomó las pruebas del libro de poesía, fluctuó aún durante unos minutos entre aquel nada y este algo, después, poco a poco, fue fijando la atención en el trabajo, pasó el tiempo, antes del almuerzo ya estaban las pruebas corregidas y releídas, listas para la editorial. Durante toda la mañana no había sonado el teléfono, el cartero viene raramente a esta casa, el sosiego de la calle sólo muy de tiempo en tiempo fue perturbado por el paso cauteloso de un coche, los autocares de los turistas no entran por aquí, dan la vuelta por el Largo dos Loios, y con la lluvia que ha caído habrán sido pocos los que se aventuraron tan alto para no ver más que horizontes cubiertos. Raimundo Silva se levantó, es hora de almorzar, pero antes fue a la ventana del dormitorio, al fin ha escampado, ya no llueve, y entre nubes rápidas aparecen y desaparecen pedazos de cielo azul, tan vivo como debía ser el de aquel día, pese a la diferencia de las estaciones. En ese momento no le apeteció a Raimundo Silva entrar en la cocina, a calentar el sempiterno potaje, a rebuscar entre las latas de atún y de sardinas, a atreverse a la manipulación con la sartén o el cazo, y no porque se le hubiese despertado el apetito de gastronomías más elaboradas, fue sólo, por así decir, un caso de hastío mental. Pero tampoco le apetecía buscar un restaurante. Mirar la carta, elegir entre plato y precio, permanecer sentado entre la gente, manejar el cuchillo y el tenedor, todos estos actos, tan sencillos, tan cotidianos le parecieron insoportables. Se acordó de que allí cerca, en la confitería A Graciosa, sirven unos emparedados mixtos, aceptables incluso para paladares más exigentes que el suyo, y con un vaso de vino para acompañar, y un café de remate, el estómago se daría por satisfecho.
Se decidió y salió. La gabardina aún estaba húmeda del chaparrón de la víspera, ponérsela le dio un estremecimiento, como si estuviera vistiéndose la piel de un animal muerto, sobre todo le molestaban los puños y el cuello, lo que debería tener era un buen abrigo para ocasiones como ésta, no es un lujo, es una necesidad, entonces quiso recordar cómo iba vestida la doctora María Sara, si con chaqueta ancha o con gabardina, cuando salió del ascensor con el director literario, y no lo consiguió, cómo iba a haberse fijado si salió huyendo en aquel mismo instante. No era ésa la primera vez que pensó en la doctora María Sara durante aquella mañana, pero ella se había comportado como una especie de vigilante, sentada en cualquier lugar de su pensamiento, observándolo. Ahora era alguien que se movía, que salía de un ascensor conversando, bajo la gabardina o el chaquetón llevaba una falda de tela gruesa y ceñida, y una blusa, o un chemisier, qué más da el nombre, tan francesa es una palabra como la otra, de un color indefinible, no, indefinible no, porque Raimundo Silva ya le ha encontrado el tono exacto, blanco-mañana, que no existe en la naturaleza realmente, tan diferentes entre sí son las mañanas iguales, pero que cualquier persona, queriéndolo, puede inventar para su propio uso y gusto, hasta el almuédano ciego, si ciego no vino del vientre de su madre mora.
En la confitería A Graciosa no servían copas de vino. Raimundo Silva tuvo que empujar el emparedado con una cerveza, poco agradable en este tiempo frío, pero que, remotamente, acababa por producir en el cuerpo un efecto semejante, una confortable lasitud interna. Un hombre ya mayor, con el pelo todo blanco, aire de jubilado, leía el periódico en una mesa próxima. No tenía prisa, seguramente almorzó en casa y vino luego a instalarse aquí para tomar un café y leer el periódico que el propietario del establecimiento, de acuerdo aún con una antigua tradición lisboeta, ponía al servicio de los parroquianos. Pero lo que atraía la atención de Raimundo Silva eran sus cabellos blancos, qué nombre habría que dar a este tono de blanco, podría decir, por antítesis, blanco-crepúsculo, o de tarde, claro, teniendo en cuenta la avanzada edad del sujeto, pero la obviedad sería excesiva, inventar está muy bien, pero que sea algo que valga la pena. Se debe añadir, sin embargo, que la preocupación de Raimundo Silva no era exclusivamente de orden cromático, lo que sí lo estaba fascinando era la súbita idea de que, en definitiva, no sabía cuántos cabellos blancos tendría él mismo, si muchos, si muchísimos, hace más de diez años que empezó a teñírselos, persiguiéndolos con fiera saña, como si para esa única batalla hubiera nacido. Desconcertado, estupefacto, se descubrió deseando estúpidamente que el tiempo pasara de prisa para poder conocer su verdadera cara, la que surgiría como un recién llegado que lentamente se acercase, por debajo de cabellos que primero serían grotescos hilos de dos colores, el falso cada vez más deslavado y breve, el otro, auténtico desde la raíz, avanzando inexorablemente. En fin, pensó Raimundo Silva, bien podemos decir que es para el blanco adonde va el tiempo, e, imaginando más, vio el mundo en sus últimos días, extinguida la vida, como una enorme cabeza blanca barrida por el viento, era eso lo que había, viento y blancura. El jubilado tomó un trago de su café, sorbiendo con ruido, y luego la mitad de la copa de orujo que tenía delante, hizo, Aaah, y continuó leyendo. Raimundo Silva sintió una irritación sorda contra aquel hombre, una especie de envidia, de qué, quizá de lo que parecía ser una tranquilidad total, una crédula confianza en la estabilidad del universo, verdad es que el confort que el aguardiente da es infinitamente superior al que puede proporcionar una cerveza, y, véase en la práctica, el aguardiente es perfecto en su género hasta la última gota, y este resto de cerveza está muriendo en el fondo de la caña, no tiene otro destino que la pila de los despojos, como un agua podrida. Pidió un café, rápido, No, no quiero digestivo, es el nombre que el pueblo de los restaurantes da a la tribu de los aguardientes, brandis y orujos, y no falta quien jure por las estomacales virtudes de la medicina, el jubilado bebió de un trago lo que le quedaba en la copa, Aaaah, y, golpeando con la punta del dedo índice en el borde, le hizo señal al camarero para que la llenara otra vez. Raimundo Silva pagó y se fue, notando de pasada, que en el pelo del hombre había estrechos mechones amarillos, tal vez de un resto de tinte, tal vez la definitiva señal de la vejez, como en el marfil antiguo, que se oscurece y empieza a agrietarse.
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