José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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Pero lo malo de las fuentes, aunque veraces de intención, es la imprecisión de los datos, la propagación alucinada de las noticias, ahora nos referíamos a una especie de facultad interna de germinación contradictoria que opera en el interior de los hechos o de la versión que de ellos se ofrece, propone o vende, y, convertida ésta en una especie de multiplicación de esporas, se da la proliferación de las propias fuentes segundas y terceras, las que copiaron, las que lo hicieron mal, las que repitieron porque lo habían oído decir, las alteradas de buena fe, las que de mala fe se alteraron, las que interpretaron, las que rectificaron, aquellas a las que tanto les daba, y también las que se proclamaron única, eterna e insustituible verdad, sospechosas éstas por encima de cualquier otra. Todo, naturalmente, depende de la mayor o menor cantidad de documentos por compulsar, de la mayor o menor atención que se preste a la enjundiosa tarea, pero, para que nos podamos hacer una idea moderna de la naturaleza del problema en causa, basta que fantaseemos, en estos días de ahora en que Raimundo Silva está viviendo, que él u otro de nosotros necesitáramos apurar una verdad cualquiera repetida, y en su misma repetición variada, en las noticias de los periódicos, y menos mal que éste es un país pequeño y de población no extremadamente dada a las letras, que con sólo enunciar los títulos de ellos, ya es causa de mareo mental, por la abundancia, claro está, por la abundancia, el Diário de Notícias, el Correio da Manhã, el Século, la Capital, el Dia, el Diário de Lisboa, el Diário Popular, el Diário, el Comércio do Porto, el Jornal de Notícias, el Europeu, el Prímeiro de Janeiro, el Diário de Coimbra, y esto por hablar sólo de los diarios, porque después, glosando, resumiendo, comentando, previendo, anunciando, imaginando, tenemos los semanarios y las revistas, el Expresso, el Jornal, el Semanário, el Tempo, el Diabo, el Independente, el Sábado, y el Avante, y la Acção Socialista, y el Povo Libre, y decididamente no llegaríamos al final si, aparte de lo principal que falte, o influyente, incluyéramos en el rol cuanto diario u hoja se publica por esas provincias de Dios, que también ellas tienen derecho a vida y opinión.

Afortunadamente para el corrector, son otras sus preocupaciones, a él lo que le interesa es saber quiénes eran los extranjeros que en aquellos ardientes días de verano estuvieron de charla con nuestro rey Afonso Henriques, parecía que todo había quedado elucidado por la consulta a la Historia del Cerco de Lisboa, a falta de lo que se le atribuye a Osberno y de esas semejantes antigüedades que fueron, para ésta y restantes materias, Arnulfo y Dodequino, y también, lateralmente, la narración del Indiculum Fundationis Monasterii Sancti Vicentii, pero no señor, no está nada explicado, pues, por ejemplo, en la Crónica dos Cinco Reis de Portugal, que ciertamente tuvo sus razones para decir lo que sólo dice, a veces se quita, a veces se añade, no se mencionan, de extranjeros importantes, más que a Guillén de la Larga Flecha, Gil de Rolim, y un tal Don Gil de quien no quedó registrado el apellido, repárese que no aparece ninguno de los mencionados en la Historia del Cerco de Lisboa, tributaria de la supuesta osbérnica fuente, en casos así se opta generalmente por el documento más antiguo, por estar más cerca del evento, pero no sabemos lo que hará Raimundo Silva, a quien sin duda le complace el gusto medieval del nombre de Guillén de la Larga Flecha, personaje sólo por eso destinado a las más estupendas caballerías. Un recurso es buscar desempate en la obra de mayor porte, como sería, en este caso, la Crónica del propio Don Afonso Henriques, de Frei António Brandão, sin embargo y desgraciadamente, no vendrá ella a desenredar el lío, o lo liará aún más, llamando a Guillén de la Larga Flecha Guillén de la Larga Espada, e introduciendo, según lección de Setho Calvisio, un Eurico rey de Damia, un obispo bremense, un duque de Borgoña, un Teodorico conde de Flandes, y también, con aceptable verosimilitud, el ya citado Gil de Rolim, igualmente llamado Childe Rolim, y Don Lichertes, y Don Ligel, y los hermanos Don Guillermo y Don Roberte de La Corni, y Don Jordán, y Don Alardo, unos franceses, otros flamencos, otros normandos, otros ingleses, aunque sea dudoso, en algunos casos, que así de nación se identificasen cuando preguntados, considerando que en aquel tiempo, y por mucho tiempo más, un hombre, fuese él hidalgo o plebeyo, o no sabía de qué tierra era o aún no había tomado la decisión final.

Sin embargo, habiendo reflexionado sobre estas discrepancias, concluyó Raimundo Silva que profundizar en una verdad de poco serviría al caso, dado que, de estos y de otros cruzados, nobles de primera o villanos de la última, no se oirá hablar más así que el rey acabe su discurso, pues a tal está obligando la negativa que se encuentra exagerada en este único ejemplar de la Historia del Cerco de Lisboa, con todas las consecuencias. Pero, no tratando nosotros de gente liviana de entendimientos, y aún más con ayuda de la multitud de clérigos que vienen como intérpretes y guía de almas, para la negativa de ayudar a los portugueses en el cerco y toma de Lisboa habría habido un motivo fuerte, o aquellos cientos de hombres ni se hubieran dado el trabajo de desembarcar, mientras más de doce mil esperan en los barcos orden de bajar a tierra con armas, arcas y mochilas, incluyendo los femeninos acompañamientos venidos en las naves, de quien un guerrero en caso alguno debe ser privado, por más que ande en luchas espirituales, si no cómo reposaría y consolaría al carecido cuerpo. Qué motivo haya sido el tal, eso es lo que ya es hora de averiguar, por mor de credibilidades y verosimilitudes del nuevo relato, por ahora escasas.

Vamos a ver. Una primera hipótesis podría ser el clima, pero ésa inmediatamente cae por su base, no se sustenta, pues es sabido que los extranjeros, sin excepción, adoran este rico sol, estas brisas suaves, este cielo de incomparable azul, basta reparar que estamos a finales de junio, ayer fue día de San Pedro, y eran una gloria ciudad y río, dudándose en todo caso si bajo la mirada del Dios de los cristianos o del Alá de los moros, si es que no estaban juntos gozando del espectáculo y cruzando apuestas. La segunda hipótesis pudiera ser, por ejemplo, una aridez de la tierra, una sequedad de los lugares, una desolación de los horizontes, pero disparate así sólo podría concebirse en cabeza de quien no conociera Lisboa y su término, un vergel en el que se regala cualquier alma de bien, véanse todas estas huertas que se extienden por las márgenes del brillante estuario que avanza tierra adentro, en esta Baixa acunada entre la colina donde se asienta la ciudad y la otra, frontera, del lado de poniente, manifestación perfecta de que para hortalizas en general no hay manos mejores que las de los moros. Tercera hipótesis, y última, para resumir, sería que surgiera por aquí una fatal pestilencia como las que de tiempo en tiempo barren de muerte a estos pueblos de Europa y adyacentes, sin excepción de los cruzados, que por algunos simples casos endémicos no sería caso de que cunda el pánico, las personas se acostumbran a todo, es como vivir inquieto agarrado a las faldas de un volcán, en fin, son comparaciones disparatadas, que ésta no es tierra de terremotos, lo sabremos mejor dentro de seiscientos y pico de años. Quedan ahí tres hipótesis, y ninguna plausible. Así que, por mucho que nos cueste aceptarlo, la razón, la causa, el origen, el motivo, el porqué tienen que ser buscados, y quizá encontrados, en el discurso del rey. Ahí y sólo ahí.

Volverá Raimundo Silva a las primeras páginas del libro, retornará la ya comentada arenga para leerla en sus entretelas, limpiada de excrecencias, adornos y proliferaciones hasta dejarla reducida al tronco y a las pernadas principales, y entonces, con un salto acrobático, en un esfuerzo de identificación con la mentalidad de gentes con tales nombres, orígenes y atributos, sentir manifestarse en sí mismo una cólera, una indignación, un desagrado que lo lleven a decir, terminante, Señor rey, nosotros no nos quedamos aquí, pese a este buen sol que tienen, a estas vegas fertilísimas, a estos límpidos aires, a este río tan hermoso donde saltan las sardinas, quédese vuestra merced y que buen provecho le haga, adiós. A Raimundo Silva, leyendo y volviendo a leer, le pareció que el busilis de la cuestión podría estar en aquel trozo del discurso en el que Don Afonso Henriques, lengua, como ya observamos de un habla que no era exclusivamente suya, intenta convencer a los cruzados para que hagan la operación por lo más barato, diciéndoles, se supone que con expresión inocente, De una cosa, sin embargo, estamos ciertos, y es que vuestra piedad os invitará más a este trabajo y al deseo de realizar tan gran hecho que lo que pudiera atraeros la promesa de nuestro dinero y recompensa. Esto oí yo, cruzado Raimundo Silva, lo oyeron mis oídos, y asombrado quedé de que rey tan cristiano no hubiera aprendido la divina palabra, aquella que por su mismo oficio debería habérsele convertido en indeclinable principio político, Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, que, aplicada al cuento, significa que el rey de Portugal no tiene por qué andar mezclando ajos con rastrojos, una cosa será que yo ayude a Dios y otra cosa es que me paguen bien en esta tierra por ése y todos los demás servicios, sobre todo habiendo peligro de dejar la piel en la empresa, y no sólo la piel, sino también todo lo que ella lleva dentro. Claro que hay contradicción evidente entre este pasaje del discurso real y aquel otro, algo anterior, cuando dice que se considera sujeto a vuestro dominio, de los cruzados, entiéndase, todo lo que nuestra tierra posee, pero no es de excluir la posibilidad de que se trate de una fórmula de cortesía usada en aquellos tiempos, que ninguna persona bien educada se atrevería a tomar al pie de la letra, tal como hoy cuando decimos a alguien a quien acabamos de conocer, Estamos enteramente a su disposición, imagínese si nos pillan la palabra y nos convierten en un mandado.

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